La Espuma. Armando Palacio Valdés

La Espuma - Armando Palacio Valdés


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deja apresuradamente a su amiga y a Ramírez y se pone a ayudar con solicitud a su madre en la tarea de servir el te a los tertulios. Ramoncito aprovecha el instante en que la niña le presenta una taza, para decirla en voz baja y alterada "que le sorprende mucho que se complazca en escuchar las patochadas y frases atrevidas de Cobo Ramírez". Esperanza le mira confusa, y al fin dice "que ella no ha oído semejantes patochadas, que Cobo es un chico muy amable y gracioso". Ramoncito protesta con voz débil y lúgubre entonación contra tal especie y persiste en desacreditar a su amigo, hasta que éste, oliendo el torrezno, se acerca a ellos bromeando según costumbre. Con lo cual, a nuestro distinguido concejal se le encapota aún más el rostro y se va retirando poco a poco: no sea que al insolente de Cobo se le ocurra cualquier sandez para hacer reir a su costa.

      Llegó el momento de hablar de literatura, como acontece siempre en todas las tertulias nocturnas o vespertinas de la capital. El general Patiño habló de una obra teatral recién estrenada con felicísimo éxito y le puso sus peros, basados principalmente en algunas escenas subidas de color. Mariana manifestó que de ningún modo iría a verla entonces. Todos convinieron en anatematizar la inmoralidad de que hoy hacen gala los autores. Se dijeron pestes del naturalismo. Cobo Ramírez, que había tomado te y luego unos emparedados y se había comido una cantidad fabulosa de ensaimadas y bizcochos, expuso a la tertulia que recientemente había leído una novela titulada Le journal d'une dame (en francés y todo), preciosa, bonitísima, la más espiritual que él hubiera leído nunca. Porque Cobo, en literatura—¡caso raro!—, estaba por lo espiritual, lo delicado. No le vinieran a él con esas nove-lotas pesadas donde le cuentan a uno las veces que un albañil se despereza al levantarse de la cama (o los bizcochos y ensaimadas que se come un chico de buena sociedad), ni le hablaran de partos y otras porquerías semejantes. En las novelas deben ponerse cosas agradables, puesto que se escriben para agradar. Esto decía con notable firmeza, resollando al hablar como un caballo de carrera. Los demás asentían.

      La entrada de un caballero ni alto ni bajo, ni delgado ni gordo, alzado de hombros y cogido de cintura, la color baja, la barba negra y tan espesa y recortada que parecía postiza, cortó rápidamente la plática literaria. Nada menos que era el señor ministro de Fomento. Por eso llevaba la cabeza tan erguida que casi daba con el cerebelo en las espaldas, y sus ojos medio cerrados despedían por entre las negras y largas pestañas relámpagos de suficiencia y protección a los presentes. Hasta los veintidós años había tenido la cabeza en su postura natural; pero desde esta época, en que le nombraron vicepresidente de la sección de derecho civil y canónico en la Academia de Jurisprudencia, había comenzado a levantarla lenta y majestuosamente como la luna sobre el mar en el escenario del teatro Real, esto es, a cortos e imperceptibles tironcitos de cordel. Le hicieron diputado provincial; un tironcito. Luego diputado a Cortes; otro tironcito. Después gobernador de provincia; otro tironcito. Más tarde director general de un departamento; otro. Presidente de la Comisión de presupuestos; otro. Ministro; otro. La cuerda estaba agotada. Aunque le hicieran príncipe heredero, Jiménez Arbós ya no podía levantar un milímetro más su gran cabeza.

      Su entrada produjo movimiento, pero no tanto como la del duque de Requena. Este, cuyo rostro carnoso, sensual, no podía ocultar el desprecio que aquella asamblea le inspiraba, corrió a él sin embargo, y le saludó con rendimiento y servilismo sorprendentes, teniendo en cuenta la rusticidad y grosería con que generalmente se comportaba en el trato social. El ministro comenzó a repartir apretones de manos de un modo tan distraído que ofendía. Únicamente cuando saludó a Pepa Frías dió señales de animación. Esta le preguntó en voz baja tuteándole:

      –¿Cómo vienes de frac?

      –Voy a comer a la embajada francesa.

      –¿Vas luego a casa?

      –Sí.

      Este diálogo rapidísimo en voz imperceptible fué observado por el duque, quien acercándose a Pinedo le preguntó con reserva y haciendo una seña expresiva:

      –Diga usted, ¿Arbós y Pepa Frías?…

      –Hace ya lo menos dos meses.

      La mirada que el banquero le echó entonces a la viuda no fué de la calidad de las anteriores. Era ahora más atenta, más respetuosa y profunda, quedándose después un poco pensativo. Calderón se había acercado al ministro y le hablaba con acatamiento. Salabert hizo lo mismo. Pero el personaje no tenía ganas de hablar de negocios o por ventura le inspiraba miedo el célebre negociante. La prensa hacía reticencias malévolas sobre los negocios de éste con el Gobierno. Por eso, a los pocos momentos, se fué en pos de Pepa Frías y se pusieron a cuchichear en un ángulo de la estancia.

      Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia. Entonces el duque se apoderó de Pepa Frías, mostrándose con ella tan galante y expresivo, como si fuese a hacerle una declaración de amor. El general, observándolo, dijo a Pinedo:

      –Mire usted al duque, qué animado se ha puesto. De fijo le está haciendo el amor a Pepa.

      –No—respondió gravemente el empleado—. A lo que está haciendo el amor ahora es al negocio de las minas de Riosa.

      La viuda anunció al cabo en voz alta que se iba.

      –¿Adonde va usted, Pepa, en este momento?—le preguntó el banquero.

      –A casa de Lhardy a encargar unas mortadelas.

      –La acompaño a usted.

      –Vamos; le convidaré a tomar unos pastelitos.

      Al duque le hizo mucha gracia el convite.

      –¿Vienes, chiquita?—le dijo a su hija.

      Clementina aún pensaba quedarse un rato. Pepa, al tiempo de salir del brazo del banquero, dijo en alta voz volviéndose a los Presentes:

      –Conste que no vamos en coche.

      Lo cual les hizo reir.

      –Conste—dijo el duque riendo—que esto lo dice por adularme.

      –Que se explique eso: no hemos comprendido …—gritó Cobo Ramírez.

      Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina. Clementina aguardó sólo cinco minutos. Cuando presumió que ya no podía tropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando un quehacer olvidado, se despidió también.

      III

      La hija de Salabert

      Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puerta de una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, miró rápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizo una seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestó con otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por la escalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentros importunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y se llevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de las puertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro con ímpetu, cual si la persiguiesen.

      –Más vale tarde que nunca—dijo el joven que había abierto, tornando a cerrar con cuidado.

      Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner los sastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el de ellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorosos adornos; traía en los pies zapatillas del


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