Guerra y Paz. Leon Tolstoi

Guerra y Paz - Leon  Tolstoi


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le dirigía alguna observación, Timokhin se ponía tan rígido que materialmente parecía imposible que pudiera envararse más. Pero cuando le habló el Generalísimo, el capitán se envaró de tal forma que visiblemente no era posible que pudiese mantenerse en este estado si la mirada del Generalísimo se prolongaba algún rato. Kutuzov comprendió enseguida esta situación, y como apreciaba al capitán se apresuró a volverse. Una sonrisa imperceptible apareció en la cara redonda y cruzada por una cicatriz del Generalísimo.

      –Un compañero de armas de Ismail – dijo -. Un bravo oficial. ¿Estás contento de él? – preguntó Kutuzov al General.

      Éste, reflejado como en un espejo en los gestos y ademanes del oficial de húsares, tembló, avanzó y repuso:

      – Muy contento, Excelencia.

      – Todos tenemos nuestras debilidades – dijo Kutuzov sonriendo y alejándose-. La suya era el vino.

      El General se aterrorizó como si él hubiese tenido la culpa y no dijo nada. En aquel momento, el oficial de húsares vio la cara del capitán de nariz colorada y vientre hundido y compuso tan bien su rostro y postura, que Nesvitzki no pudo contener la risa. Kutuzov se volvió. No obstante, el oficial podía mover su rostro como quería. En el momento en que el Generalísimo se volvía, el oficial pudo componer una mueca y tomar enseguida la expresión más seria, respetuosa e inocente.

      La tercera compañía era la última, y Kutuzov, que se había quedado pensativo, pareció como si recordara algo. El príncipe Andrés se destacó de la escolta y dijo en francés y en voz baja:

      – Me ha ordenado que le recuerde al degradado Dolokhov, que se encuentra en este regimiento.

      – ¿Dónde está? – preguntó Kutuzov.

      Dolokhov, que se había puesto ya su capote gris de soldado, no esperaba que le llamasen. Cuidadosamente vestido, serenos sus ojos azul claro, salió de la fila, se acercó al Generalísimo y presentó armas.

      – ¿Una queja? -preguntó Kutuzov frunciendo levemente el entrecejo.

      – Es Dolokhov – dijo el príncipe Andrés.

      – ¡Ah! – repuso Kutuzov -. Espero que esta lección te corregirá. Cumple con tu deber. El Emperador es magnánimo y yo no te olvidaré si te lo mereces.

      Los ojos azul claro miraban al Generalísimo con la misma audacia que al jefe del regimiento y con la misma expresión parecían destruir la distancia que separa a un generalísimo de un soldado.

      – Sólo pido una cosa, Excelencia – replicó con su voz sonora y firme -: que se me dé ocasión para borrar mi falta y probar mi adhesión al Emperador y a Rusia.

      Kutuzov se volvió. En su rostro apareció la misma sonrisa que había tenido al dirigirse al capitán Timokhin. Frunció el entrecejo, como si quisiera demostrar que hacía mucho tiempo sabía lo que decía y podía decir Dolokhov, que todo aquello le molestaba y que no era necesario. Se dirigió a la carretela. El regimiento formó por compañías, marchando a los cuarteles que les habían sido designados, no lejos de Braunau, donde esperaban poder calzarse, vestirse y descansar de una dura marcha.

      II

      Kutuzov se había replegado hacia Viena, destruyendo tras de sí los puentes del Inn en Braunau y el del Traun en Lintz. El 23 de octubre, las tropas rusas pasaban el Enns. Los furgones de la artillería y las columnas del ejército pasaron el Enns en pleno día, desfilando a cada lado del puente. El tiempo era bochornoso y llovía. Ante las baterías rusas que defendían el puente, situadas en unas lomas, abríase una amplia perspectiva velada tan pronto por una cortina de lluvia como desaparecía ésta y al resplandor del sol se distinguían los objetos a lo lejos, resplandeciendo como si estuvieran cubiertos de laca. Abajo veíase la ciudad con las casas blancas y los tejados rojos, la catedral y los puentes, por cuyas bocas, apelotonándose, fluían las tropas rusas. En el recodo del Danubio veíanse las embarcaciones, la isla y el castillo con el parque rodeado por las aguas del Enns, que desembocaban en aquel lugar en el Danubio, y distinguíase la ribera izquierda, cubierta, a partir de este río, de roquedales y bosques que perdíanse en la lejanía misteriosa de los picos verdes y los azulencos collados. Veíanse aparecer los pequeños campanarios del monasterio, surgiendo por encima de un bosque de pinos silvestres, como una selva virgen; y lejos, delante, en lo alto de la montaña, al otro lado del Enns, veíanse las patrullas enemigas. En medio de los cañones emplazados en aquella altura, el comandante de la retaguardia, con un oficial de su séquito, examinaba el territorio con unos anteojos de campaña. Un poco hacia atrás, Nesvitzki, a quien el general en jefe había enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que le acompañaba le entregó un pequeño macuto y una botella, y Nesvitzki obsequió a los oficiales con pastas y un doble kummel autentico.

      Los oficiales le rodeaban muy animados, unos arrodillados y otros sentados a usanza turca sobre la hierba húmeda.

      – En efecto, el príncipe austriaco que reconstruyó aquí este castillo ya sabía lo que hacía. ¡Que lugar más encantador! ¿Por qué no comen, señores? – dijo Nesvitzki.

      – Gracias, Príncipe – repuso uno de los oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor -. Un lugar magnífico. Al pasar por el parque hemos visto a dos ciervos. Es un castillo incomparable.

      – Príncipe – dijo otro que tenía un vivo deseo de coger otro dulce pero que no se atrevía y fingía por eso admirar el paisaje -, mire; nuestros soldados ya están allí. Mire, allí abajo, aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arrastran algo. ¡Oh! Vaciarán este palacio – dijo, exaltado.

      – Sí, exactamente, exactamente – dijo Nesvitzki -. Me tienta-continuó, acercando un dulce a su boca perfectamente dibujada y húmeda – ir allí. – Señalaba al monasterio, cuyos campanarios distinguía. Luego sonrió, entornando los ojos-. Estaría muy bien, ¿verdad, señores? -Los oficiales sonrieron -. ¡Ah! ¡Si pudiéramos asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy lindas. De buena gana daría cinco años de mi vida por darme este gusto.

      – Esto, prescindiendo de que las pobres se molesten – añadió, riendo, el oficial más audaz.

      Mientras tanto, un oficial del séquito, que se hallaba en primer término, señalaba algo al General, y éste observaba con los anteojos.

      – Sí, sí, tiene usted razón, tiene usted razón – dijo con cólera, dejando de mirar por los anteojos y encogiéndose de hombros -. En efecto, atacarán cuando atravesemos. ¿Qué es aquello que arrastran por allí?

      Desde el otro lado, a simple vista, veíase al enemigo en sus baterías, de las cuales ascendía una humareda blanca y lechosa. Tras la humareda oíase una detonación lejana y veíanse a las tropas apresurarse a atravesar el río.

      Nesvitzki, por fanfarronería, se levantó y, con la sonrisa en los labios, se acercó al General.

      – ¿No quiere usted probar un poco, Excelencia?

      – Mal negocio – dijo el General sin contestarle -. Los nuestros se han rezagado.

      – ¿Hay que ir, Excelencia? – preguntó Nesvitzki.

      – Sí, vaya, por favor – repuso el General.

      Y repitió la orden que ya había dado detalladamente:

      – Diga a los húsares que pasen los últimos y que incendien el puente, tal como ya he ordenado. Además, que inspeccionen las materias inflamables que ya han sido colocadas.

      – Muy bien – replicó Nesvitzki.

      Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó preparase la cantina, e irguió ligeramente su cuerpo sobre la silla.

      –Me vendrá muy bien. De paso visitaré a las monjas – dijo a los oficiales, que le miraban con media sonrisa, y se alejó por el sinuoso sendero de la montaña.

      – Vaya, capitán, veamos el blanco – dijo el General dirigiéndose al capitán de artillería -. Distráigase un poco.

      – ¡Artilleros, a las piezas! –


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