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con su sonido metálico a todos los que se hallaban en la montaña. La granada se elevó zumbando; y lejos, ante el enemigo, por el humo, indico dónde había estallado al caer. Las caras de los soldados y de los oficiales se iluminaron al oír la detonación. Todos se levantaron e hicieron observaciones sobre los movimientos de sus tropas, que veíanse abajo, como sobre la mano, y también sobre el enemigo que avanzaba. En aquel momento, el sol disipó por completo las nubes y el agradable sonido de un cañonazo aislado se fundió en el claro resplandor del sol, en una impresión de coraje, entusiasmo y alegría.
III
Dos granadas enemigas habían atravesado el puente, produciendo un gran remolino. El príncipe Nesvitzki echó pie a tierra. Hallábase en medio del puente y apoyó su enorme cuerpo contra la baranda. Volvióse y llamó al cosaco que, con los dos caballos cogidos por la brida, marchaba algunos pasos más atrás. En cuanto el príncipe Nesvitzki intentaba avanzar, los soldados y los carros precipitábanse sobre él, empujándole contra la baranda. Y esto, no obstante, le producía cierta complacencia.
– ¡Eh, camarada! – dijo un cosaco a un soldado encargado de una furgoneta, que seguía a la infantería apelotonada al lado de las ruedas y de los caballos-. ¿No podrías esperar un poco? ¿No ves que el General ha de pasar?
Pero el conductor del furgón, sin hacer caso del título de general, gritó a los soldados que le impedían el paso:
– ¡Eh, eh! ¡Sorches! ¡Pasad a la izquierda y esperad!
Pero la infantería, apoyando hombro contra hombro, entrecruzando las bayonetas, movíase sobre el puente como una masa compacta, sin detenerse. Mirando hacia abajo por encima de la baranda, el príncipe Nesvitzki contemplaba las rápidas y rumorosas ondas del Enns, que, mezclándose y rompiéndose contra los pilares del puente, encaballábanse unas sobre otras. En el puente veíanse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los quepis, las caras de pronunciados pómulos, las hundidas mejillas, las fisonomías fatigadas y las piernas que se movían sobre el fango pegajoso que cubría las maderas del puente. A veces, en medio de las ondas monótonas de los soldados, levantábase, como la espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de fisonomía muy distinta a la de los soldados; a veces cerrábanse las ondas de la infantería y llevábanse consigo, como un trozo de madera sobre el río, a un húsar a pie, a un asistente o a un aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una carreta de la compañía, cargada hasta los topes y cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas partes.
– Esto es como si se hubiera roto una esclusa – dijo el cosaco, deteniéndose desesperado -. ¿Hay muchos allá todavía?
– Un millón, poco más o menos – repuso un soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y desapareció. Tras él venía otro soldado viejo.
–Si «él», el enemigo, se pudiera precipitar contra el puente – dijo el soldado viejo dirigiéndose a un compañero -, se te pasarían las ganas de rascarte.
El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba en un carro.
– ¿Donde diablos has puesto los calcetines? – decía un hombre que corría tras un carro, buscando en él.
También el carro y el soldado se alejaron. Aparecieron después otros soldados alegres; evidentemente, habían bebido más de la cuenta.
–Amigo mío, le he dado un buen culatazo en los dientes-decía alegremente un soldado que tenía subido el cuello del capote, agitando las manos.
– ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones – replicó el otro riendo.
Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a quién habían herido en los dientes ni qué significación tenía la palabra «jamón».
– ¿Por qué corren tanto? ¿Porque «él» ha tirado? Di que no quedará ninguno-dijo con malicia y tono de reconvención un suboficial.
– Cuando la granada pasó por delante, me quedé deslumbrado – decía, conteniendo la risa, un joven soldado de enorme boca -. Te juro que me moría de miedo – continuaba diciendo, como si presumiera de su terror.
También paso. Venía detrás un carro muy diferente de cuantos habían pasado hasta entonces. Era una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un colchón, veíase a una mujer con una criatura de pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro colorado.
– ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse al oficial – decía desde diversos puntos la multitud, parada pero mirando y empujándose continuamente hacia la salida.
Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para él, de algo que se acercaba rápidamente, el pesado sonido de algo que caía al agua.
– Mira dónde apunta – dijo severamente un soldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.
– Quiere que pasemos más deprisa – dijo otro, inquieto.
La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki comprendió que se trataba de una granada.
– ¡El cosaco! ¡El caballo! – dijo -. Apartaos vosotros. Dejadme paso.
A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le hicieron daño en las piernas. Pero los que se hallaban más cerca de él no tenían la culpa, porque se sentían empujados fuertemente por quienes estaban más lejos.
– ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! – dijo tras él una voz ronca.
Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras él, más allá de la masa de la infantería en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el dormán tirado graciosamente sobre la espalda.
– Ordena a estos diablos que dejen paso – gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como el carbón, resplandecían. En la mano desnuda, pequeña, tan roja como su cara, empuñaba el sable envainado aún.
– ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? – gritó alegremente Nesvitzki.
– No puedo hacer pasar al escuadrón – gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que, inquieto por el brillo de las bayonetas, movía las orejas, piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurría por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo permitía.
– ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos. ¡Dejadme paso! ¡Apártate! – gritaba, sin pronunciar las erres-. ¡Carretero del diablo, me abriré paso a sablazos! – y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.
Los soldados, con las caras descompuestas, apretujábanse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzki.
– ¿Cómo es que no estás todavía borracho hoy? – preguntó Nesvitzki a Denisov cuando se acercó a él.
– No dan tiempo ni para beber – repuso Denisov -. Nos pasamos el día arrastrando al regimiento de un lado para otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no sólo el diablo sabe lo que pasará.
–Estás hoy muy elegante-dijo Nesvitzki mirándole, contemplando su dormán nuevo y los arreos de su caballo.
Denisov sonrió. Sacó su pañuelo impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de Nesvitzki.
– ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar en fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.
La imponente figura de Nesvitzki, acompañado de su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandía el sable y enronquecía a gritos, produjeron tanto efecto que pudieron atravesar el puente y detener a la infantería. Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien había de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su comisión, retrocedió.
IV
El resto de la infantería atravesaba