Peregrinaciones. Rubén Darío
las construcciones surja una nueva revelación artística, por otra parte. Notas originales hay pocas, pero las hay, ante las grandes combinaciones de arquitectos que han procurado «deslumbrar» a la muchedumbre. Los palacios de los Campos Elíseos—el Petit Palais y el Grand Palais—son verdaderas inspiraciones de la más elegante y atrayente masonería; la Puerta Monumental es un hallazgo, de una nota desusada, aunque la afea a mi entender la figura pintiparada de la parisiense, que parece concebida en su intento simbólico para reclame de un modisto, y cuyo «modernismo» tan atacado por algunos críticos y tan defendido por otros, francamente, no entiendo. La calle de las Naciones aglomera sus vistosas fábricas en la orilla izquierda del Sena, y presenta, como sabéis, a los ojos, que se cansan, la multiplicidad de los estilos y el contraste de los caracteres. «Carácter», propiamente entre tanta obra, lo tienen pocas, como lo iremos viendo paso a paso, lector, en las visitas en que has de acompañarme; pues unos arquitectos han reproducido sencillamente edificios antiguos, y otros han recurrido a profusas combinaciones y mezclas que hacen de la fábrica el triunfo de lo híbrido.
El conjunto, en su unidad, contiene bien pensadas divisiones, facilitando así el orden en la visita y observación. El lado del Trocadero, el de los Campos Elíseos, el de la Explanada de los Inválidos, el de la orilla izquierda del Sena, el de la orilla derecha y el del Campo de Marte, son puntos diversos con sus particularidades especiales y diferentes atractivos, y, vínculo principal entre orilla y orilla del río, tiende su magnífico arco, custodiado por sus cuatro pegasos de oro y adornado por sus carnales náyades de bronce, el puente Alejandro III. La unión total, la mágica villa de muros de madera, tiene treinta y seis entradas además de la puerta colosal de Binet, y las dos que, llamadas de honor, se abren en el comienzo de la avenida Nicolás II. Por todas partes hallan su gloria los ojos, con verdores de árboles, gracia de líneas y de formas, brillo de metales, blancuras y oros de estatuas, muros, domos, columnas, fino encanto de mosaicos, perspectivas de jardines, y, circulando por Babel, toda ella una sonrisa, la flor viviente de París.
He aquí la gran entrada por donde penetraremos, lector, la puerta magnífica que rodeada de banderas y entre astas elegantes que sostienen grandes lámparas eléctricas, es en su novedad arquitectural digna de ser contemplada; admírese la vasta cúpula, la arcada soberbia, la labor de calado, y la decoración, y evítese el pecado de Moreau-Vauthier, la señorita peripuesta que hace equilibrio sobre su bola de billar. ¿Es que este escultor ha querido lanzar a su manera el ohé! les grecs, faudraît voir! de George D’Esparbes? Pues ha fracasado lamentablemente.
Eso no es arte, ni símbolo, ni nada más que una figura de cera para vitrina de confecciones. La maravillosa desnudez de las diosas, es la única que, besada por el aire y bañada de luz, puede erguirse en la coronación de un monumento de belleza. Sin llegar a la afirmación de Goethe: «el arte empieza en donde acaba la vida», los que alaban esa estatua por lo que tiene de realismo y de actualidad, deberían comprender que la ciudad de París, no puede simbolizarse en una figura igual a la de Yvette Guilbert o mademoiselle de Pougy.
¡Por Dios! La ciudad de París tiene una corona de torres, y tal aditamento descompondría los tocados de las amables niñas locas de su cuerpo.
La moda parisiense es encantadora: pero todavía lo mundano moderno no puede sustituir en la gloria de la alegoría o del símbolo a lo consagrado por Roma y Grecia...
Es hermoso y real lo hecho por Guillot en cambio. Ha puesto en el friso del Trabajo, las figuras de los trabajadores; y su idea y su obra son buenas y plausibles; así se da, aunque sea en pequeña parte, la suya, a los albañiles, a los carpinteros, a los hombres de los oficios que con sus manos han puesto fin al pensamiento y los cálculos de artistas e ingenieros. Por la noche es una impresión fantasmagórica la que da la blanca puerta con sus decoraciones de oro y rojo y negro y sus miles de luces eléctricas que brotan de los vidrios de colores. Es la puerta de entrada de un país de misterio y de poesía habitado por magos. Ciertamente, en toda alma que contempla estas esplendorosas féeries se despierta una sensación de infancia. Bajo la cúpula se detienen los visitantes; y el hindú pensará en míticas pagodas y el árabe soñará con Camarazalmanes y Baduras; y todo el que tenga un grano de imaginación creerá entrar en una inaudita Basora. Y allí está Isis sin velo. Es la Electricidad, simbolizada en una hierática figura; aquí lo moderno de la conquista científica se junta a la antigua iconoplastía sagrada, y la diosa sobre sus bobinas, ceñida de joyas raras como de virtudes talismánicas, con sus brazos en un gesto de misterio, es de una concepción serena y fuerte. Hay en ella la representación de la naturaleza, la elevación de la fuerza en tranquila actitud, y el arcano de esa propia forma de fuerza que apareció lo mismo en las cumbres del Sinaí mosaico que en las sorpresas de Edison o en las animaciones luminosa de Lumière. ¡Admirable centinela de entrada! La gente pasa, pasa, invade el recinto, se detiene bajo los tres arcos unidos triangularmente, mientras en lo alto, hacia la plaza de la Concordia, sobre el barco de la Caput Galliæ, el gallo simbólico lanza al horizonte el más orgulloso cocoricó que puede enarcar su cuello.
La gente pasa, pasa. Se oye un rumoroso parlar babélico y un ir y venir creciente. Allí va la familia provinciana que viene a la capital como a cumplir un deber; van los parisienses, desdeñosos de todo lo que no sea de su circunscripción; van el ruso gigantesco y el japones pequeño; y la familia ineludible, hélas!, inglesa, guía y plano en mano; y el chino que no sabe qué hacer con el sombrero de copa y el sobretodo que se ha encasquetado en nombre de la civilización occidental; y los hombres de Marruecos y de la India con sus trajes nacionales; y los notables de Hispano-América y los negros de Haití que hablan su francés y gestean, con la creencia de que París es tan suyo como Port-au-Prince. Todos sienten la alegría del vivir y del tener francos para gozar de Francia.
Todos admiran y muestran un aire sonriente. Respiran en el ambiente más grato de la tierra; al pasar la puerta enorme, se entregan a la sugestión del hechizo. Desde sus lejanos países, los extranjeros habían soñado en el instante presente. La predisposición general es el admirar. ¿A qué se ha venido, por qué se ha hecho tan largo viaje sino para contemplar maravillas? En una exposición todo el mundo es algo badaud. Se nota el deseo de ser sorprendido. Algo que aisladamente habría producido un sencillo agrado, aquí arranca a los visitantes los más estupendos ¡ah! Y en las corrientes de viandantes que se cruzan, los inevitables y siempre algo cómicos encuentros: ¡Tú por aquí! ¡Mein Herr! ¡Caríssimo Tomasso! Y cosas en ruso, en árabe, en kalmuko, en malgacho, ¡y qué sé yo! Y entre todo, ¡oh, manes del señor de Graindorge! una figurita se desliza, fru, fru, fru, hecha de seda y de perfume; y el malgacho y el kalmuko, y el árabe, y el ruso, y el inglés, y el italiano, y el español, y todo ciudadano de Cosmópolis, vuelven inmediatamente la vista: un relámpago les pasa por los ojos, una sonrisa les juega en los labios. Es la parisiense que pasa. Allá, muy lejos, en su smalah, en su estancia, en su bosque, en su clima ardoroso o frígido, el visitante había pensado largo tiempo en la Exposición, pero también en la parisiense. Hay en todo forastero, en todo el que ha llegado, la convicción de que ella es el complemento de la prestigiosa fiesta. Y los manes del señor de Graindorge vagan por aquí complacidos.
La muchedumbre pasa, pasa. Deja el magnífico parasol de la cúpula, y entra ya en la villa proteiforme y políglota. Es la primavera. Los árboles comienzan a sentir su nuevo gozo, y, con ademanes de dicha tienden a la luz sus hojas recién nacidas. Una onda de perfumes llega. Es el palacio de las flores, son los jardines cercanos. Y pues es la pascua de las flores, a las flores el principio. Después, a medida de lo fortuito, sin preconcebido plan, iremos viendo, lector, la serie de cosas bellas, enormes, grandiosas y curiosas.
II
Abril de 1900.
«On n’a jamais admiré une rose parce qu’elle ressemble á une femme; mais on admire une femme parce qu’elle ressemble á une rose.» Esta admirable frase de un maestro de estética ha venido a mi pensamiento al sentir en el palacio de la Horticultura y de la Arboricultura el suave encanto floral de tanta exquisita colaboración de la naturaleza y del hombre como se expone en mazos, girándulas, ramilletes, cestos y plantíos. Y he recordado también al loco admirable que se enamoró de una flor y mantenía por ella la pasión que se concibe únicamente por una mujer. A