Peregrinaciones. Rubén Darío

Peregrinaciones - Rubén Darío


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arboledas, en la avenida elegante y noblemente decorativa, los «parterres» con sabiduría dispuestos, y los macizos de flores nuevas que exteriorizan como el gozo y la sonrisa de la tierra. La caricia de la recién llegada primavera lustra las hojas de los castaños, aterciopela los céspedes, pone como un deseo de expansión amorosa en tanta corola fina y fresca. Aquí se ha vertido el tesoro de las serres, la riqueza florida de Longchamps, del Parc des Princes, de Auteuil, aumentando el acervo de la capital; y en los soberbios jardines de los Campos Elíseos, poetas de la jardinería han recurrido a sus clásicos, y con ellos y la inventiva o inspiración propia, han llevado a cabo poemas que habrían deleitado a Poe, quien, como sabéis, consideraba este oficio, de dulzura y de paciente ejecución, como una de las Bellas Artes.

      Árboles extranjeros, frondosas pawlonias, copudos árboles de Francia, ofrecen sombra y meditación; y los soñadores chorros de agua—tan dulces bajo la luna y en Verlaine—hacen sus juegos y cantan tenuemente versos versalleses.

      Mas en el palacio de las flores, que está a la orilla del río, se entroniza la esplendidez de esas bellas y delicadas cosas, de modo que no dejan que se aparte la mirada de su varia maravilla y de su tentadora gracia. Los tres serres en combinación triangular encierran la vasta joyería perfumada. Llega el sol como a través de un velo de opaca muselina, de manera que no ofenda tanta fragilidad de color, ni disminuya el encanto de las medias tintas. En este pequeño imperio creería verse un revuelo de pájaros y amores. Los amores pasan, al lado de sombreros claros y de trajes que son labores artísticas; los sombreros sobre cabezas que se armonizan divinamente con las flores: los trajes, producto de las tijeras y agujas más pinpleas, revelando exquisitas músicas de líneas y de formas. Y se me antoja pensar que la frase ruskiniana traducida por Sizeranne, bien pudiera volverse del revés: «On n’a jamais admiré une femme parce qu’elle ressemble à une rose; mais on admire une rose parce qu’elle ressemble á une femme.»

      Grato deliquio de los ojos, hay ya una explosión de rosas rojas, ya un grupo exuberante de rosas blancas; un derrame de tintas violetas, o la sutil sordina de las lilas, las paletas desfallecientes, la gradación casi imperceptible de las suavísimas coloraciones. La preciosa misa de las flores de Gutiérrez Nájera y antes de Víctor Hugo, me canta en el alma. Atraen las flores que se asemejan a niñas enfermizas, flores delicadas, para vasos venecianos—ciertos vasos que según Mauclair son seres vivientes—un casi desvanecido género de violetas casi blancas; ciertas pálidas mimosas; lirios de una celeste anemia, o las anémonas que sueñan, y tienen por obra del consonante, entre las flores amorosas, su moro de Venecia.

      Enormes, enormísimas rosas, de un rojo veroniano, instalan los anchos vuelos de sus trajes purpúreos. Los lises se erigen en la rêverie de invisibles anunciaciones; y los tulipanes de color, y los tulipanes cremas y blancos, tienen en los pétalos entreabiertos como una sensualidad labial. Las flores triunfan, las flores expresan delicias primitivas, a través de los tiempos y de «las avalanchas de oro del viejo azul» que promulga el celeste verso de Mallarmé. Luego son las flores extrañas, de jardineros simbolistas y decadentes, de señoritas Boticelli, de poetas malignos y de mister Chamberlain. Entre la orquestación de todos los perfumes, las orquídeas lanzan sus notas enervadoras. Con sus nombres de venenos exhiben sus extraordinarias formas, Aroideas, guarias, alocasias, el anthurium colombiano, cipripedium, toda la flora propicia a Des Esseintes, semejantes a objetos, a animales, aun a mujeres; lisas o vellosas y arrugadas, caracolares o atirabuzonadas, metálicas o sedosas, casi hediondas, o de perfume femenino, como bocas de víboras o como corsés, orgullosas, pomposas, provocantes, obscenas, en la más inaudita polimorfia, en la variedad extravagante extraída, se diría de los lugares secretos, de los senos ocultos de la naturaleza vegetal. Detenerme más en análisis y nomenclaturas sería repetir a Huysmans, o recurrir a los formidables inventarios zolescos, caros a la literatura Roret. Pero he de recordar una visión obsesionante, un iris casi marchito, cuya expresión verdaderamente animada pugnaba por traducir a los ojos del artista, no sé qué misterios de esos mundos herméticos en que las relaciones de forma, y de color y de ademán tienen una clave en ocasiones casi adivinada por el comprensivo y por el poeta. Era una flor con faz propia, y cuyo retrato habría hecho a maravilla una de estas dos inquietantes pintoras: madame Bonemin, o madame Louise Desborde, la Rachilde del pincel. La onda de aromas pesa por fin entre tanta exhalación distinta, a modo de llegar a causar opresión o mareo. Busco una salida para ir a respirar el aire de afuera, y a contemplar la orilla izquierda del Sena, que se divisa mágicamente por los vidrios; y se presentan a mi imaginación, como en una galería pintada por un pintor de ensueños, en

      La terre jeune encore et vierge de désastres,

      las faces de flores mallarmeanas: la gladiola fiera, el rojo laurel, el jacinto, y, «semejante a la carne de la mujer, la rosa cruel, Herodías en flor del jardín claro regado por una sangre feroz y radiante»; y el lirio «de blancura que solloza»...

      Hosannah sur le cistre et sur les encensoirs

       Notre Père. Hosannah du jardin de nos Limbes!

       Et finisse l’écho par les mystiques soirs,

       Extase des regards, scintillement des nimbes!

      Mas en el gran departamento del fondo me llama otro espectáculo: y lo primero, las patatas. En cestitos, o en grandes montones, las hay de todas clases. La patatita mignone, flor de Parmentier, que me parece más comparable a l’orteil du séraphin que le divin laurier del poeta esotérico; la patata enorme, que una sola persona no podría concluir y que el pre-naturista Bernardino habría creído hecha ex profeso por la buena Divinidad para ser comida en familia; patatas doradas, pálidas, rojizas, lisas o de cortezas ásperas, con lunares y hoyuelos o sin ellos; patatas redondas, alargadas, aperadas o aovadas, toda suerte de patatas, que me hacían pensar en los cucuruchos llenos de las fritas sabrosísimas, que se venden en largos y blancos cucuruchos, y que muerden y mascan con verdadera sensualidad las más lindas bocas de la capital de Francia. Luego desfilo ante el grupo de los nabos y zanahorias, de los espárragos como cetros, de los zapallos que obligan a la veneración con sus inmensas panzas monacales; y una cantidad de las más variadas legumbres, desde las majestuosas calabazas hasta las finas arvejas, y habiendo cumplido en mi tarea con dar una parte a la idea del ensueño y otra a la idea del puchero, salgo contento, en la creencia de que he tenido un buen día.

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      Viejo París, Abril 30 de 1900.

      

STOY en el Viejo París, la curiosa reconstrucción de Robida. Aunque, como todo, no está todavía completamente concluído, la impresión es agradable. Desde el río, la vista de los antiguos edificios se asemeja a una decoración teatral. Casas, torrecillas, techos, barrios enteros evocados por el talento de un artista ingenioso y erudito halagan al contemplador con su pintoresca perspectiva.

      Al entrar, ya se ve uno que otro travesti, desde el arcabucero o el lancero que se pasean ante los portales, hasta las vendedoras de chucherías que tras los mostradores y las mesitas erigen en las graciosas cabezas el alto gorro picudo, cuyo nombre en viejo francés se me traspapela en la memoria. El sol se cuela por los armazones de madera, se quiebra en las joyas y dorados de las ventas y en las brigandinas de los soldados: y un aire de vida circula, el mismo que la primavera sopla sobre la Exposición enorme y fastuosa, sobre el glorioso París. Como la imaginación contribuye con la generosidad de su poder, no puede uno menos que encontrar chocante en medio de tal escenario, la aparición de una levita, de unos prosaicos pantalones modernísimos y del odioso sombrero de copa, justicieramente bautizado galera, que llegan a causar un grave desperfecto a la página de vieja vida que uno se halla en el deseo de animar así sea por cortos instantes. Si las cosas actuales anduvieran de otro modo, allí se debería


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