Escenas Montañesas. José María de Pereda

Escenas Montañesas - José María de Pereda


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que pase por el ojo de la aguja que apenas se ve entre sus callosos dedos, pone en orden á la susceptible costurera, se acerca al muchacho, le hace girar tres veces sobre sí mismo, le estira con fuerza la levita que lleva puesta y después de contemplar un instante su obra, vuelve á sentarse, exclamando con acento de profunda convicción:

      —Que la pinte mejor un sastre.

      Pero antes de ir más lejos, y para mejor inteligencia de los lectores, es justo que, como diría el inédito poeta don Pánfilo, expliquemos la situación.

      Que nuestros personajes son montañeses, debe haberse deducido del estilo del diálogo anterior; y si éste no lo ha demostrado bastante, conste desde ahora que lo son en efecto.—El lugar de la escena puede el lector colocarle en el punto de esta provincia que más le conviniere, si bien su parte oriental es preferible por ser en ella más frecuentes que en las demás, cuadros semejantes al que voy á describir.—El escenario es aquí el ancho soportal, ó tejavana de una casa pobre de aldea.—Ésta, como todas ó la mayor parte de las de su categoría, tiene en la humilde fachada del portal tres huecos: la puerta principal en el centro; la de la cuadra á la izquierda, y á la derecha la ventana de la cocina. Sentadas en el alto batiente de la primera, cosen las dos mujeres; la segunda está entreabierta, porque acaba de entrar por ella á arreglar el ganado el bueno de tío Nardo; jefe de la familia, ó esposo y padre respectivamente de los personajes de nuestro diálogo. Por lo que hace á la ventana, aunque no la necesitamos para nada, diré, á fuer de verídico historiador, que está cerrada, pues su destino, más que dar luz á la cocina, es dejar que salga el humo de ella cuando hay fuego en el hogar, el cual está ahora tan frío como la borona que en él se coció por la mañana para todo el día…; y dicho se está con esto que la escena es por la tarde: conste también, sin que este dato sea, como parecerá á primera vista, una minuciosidad inútil, que corre el mes de septiembre. Ahora sólo nos resta consignar que el pequeñuelo interlocutor, al dirigir tan graves cargos á su madre y á su hermana, llegaba al portal, vestido con levita, pantalón y chaleco de mahón gris; agarrotado su cuello entre los revueltos y atropellados pliegues de una enorme corbata de percal con grandes cuadros rojos; medio oculta su diminuta é inteligente cabeza bajo las anchas alas de un sombrero de paja con cinta verde, y calzado, por último, con gruesos zapatos de Novales. El polvo que los cubre, el arrebatado color de la cara del muchachuelo y el garrote que éste trae en una mano, prueban bien á las claras que acaba de hacer una larga caminata. En cuanto á las razones que tiene para quejarse de las tijeras de su madre y de la aguja de su hermana, no dejan de parecer fundadas, si se mira su vestido con alguna atención, pero también es cierto que las pobres mujeres nunca las vieron más gordas, y que el intolerante rapaz se mete por primera vez bajo aquellos faldones que le estorban. También debe constar que á pesar de lo que dijo al presentarse en escena, hay en su fisonomía algo de risueño y placentero que denota una satisfacción interior; su viaje debe haber tenido un éxito feliz…. Mas para saber lo que hay sobre esto y otras cosas que nos proponemos referir, volvamos á tomar el asunto donde le dejamos para hacer esta digresión.

      Mientras la madre pronunciaba las palabras que dejamos escritas, hecho el examen de la levita de su hijo, éste se sentó en el poyo del portal, entre las dos puertas; y limpiándose luego con el pañuelo del bolsillo el polvo de sus zapatos, replicó vivamente:

      —Eso lo dice usted aquí porque no hay comparanza; pero si me viera al lado de don Damián como yo acabo de verme…. ¡Tisana, qué levita!…; ¡aquéllas sí que son costuras!… Ni siquiera se conocen…. ¡Y qué corte! Da gloria de Dios el verla. Y no estos costurones … ¡más mal asentaos!

      —Pero, condenao, ¿cómo quieres tú comparar aquel paño tan fino con este mahón de á tres reales?

      —¡Qué mahón ni que ocho cuartos! En las manos consiste toa la cencia…. Si me hubiera hecho la ropa un sastre de Santander, como yo quería…. Lo mismo que el chaleco … y los calzones: por un lado me sobra media fanega, y por otro no me puedo revolver adentro…. ¡Y estos zapatos!… Yo no sé en qué consiste que cuanto más tocino les doy, más peor se ponen. ¡Qué zapatos los de don Damián, tisana! Relumbran como el sol de mediodía.

      —Pero, hijo mío, ¿no ves que don Damián es un señor muy rico?…

      —También tú te vestirás así el día de mañana, ¿verdá, madre?

      —¡Anda, anda!; ya te estás relambiendo con los vestidos que te he de regalar…. ¡Como no pongas otros!…

      —Ni falta que me hacen, para que lo sepas; probe nací, y con saya de estameña y tirando de la azada me han de querer….

      —Calla, tonta, que lo dije por oirte: ¡miá tú qué me importará á mí el día de mañana vestirte como una señora prencipal!… ¿eh, madre?

      Á la buena mujer, mientras sus dos hijos comenzaban á contender en este terreno, se le iban enrojeciendo los ojos, fenómeno que, en idénticas circunstancias, había observado de algunos días á aquella parte el tío Nardo con no poca sorpresa; y sabiendo por la experiencia que si no combatía la emoción á tiempo no podría disimularla, dió al diálogo otro giro diverso, preguntando al muchacho:

      —¿Te dió la carta don Damián?

      El interrogado que por otra parte, parecía estar deseando que se le hiciera semejante pregunta, llevó la diestra al bolsillo interior de su levita; después á uno de los del chaleco; ocultó entre sus dedos una moneda, y sonriendo con expresión de triunfo, exclamó, alzando progresivamente la voz:

      —Aquí está la carta … y aquí esto…; ¿lo ven bien? Esto … ¿qué dirán que es esto?… ¡Tisana!, que no lo aciertan…. Pues esto es … ¡media onza!…

      —¡Media onza!…

      —¡Media onza!

      —¡Media onza!—añadió el tío Nardo asomando la cabeza por la puerta de la cuadra;—¡media onza!—repitió mientras descubría el tronco;—¡media onza!—exclamó, en fin, trasladándose de un brinco junto al grupo que formaba su familia admirando la moneda que Andrés (y ya es hora de decir como se llamaba el rapaz) mostraba como una reliquia.

      —¡Media onza, sí!—recalcaba este último girando en todas direcciones;—¡media onza más maja que el sol!… Aquí está; don Damián me la dió para mí solo…. ¡Viva don Damián!

      Después que hubo pasado la moneda de mano en mano por todas las del grupo, y que todas las personas que le componían la hubieron mirado y remirado y hecho sonar contra las piedras, Andrés se volvió á apoderar de ella, y reclamando la atención de toda su familia, desdobló la carta que también le dió don Damián, y leyó en ella, con mucha seguridad, aunque con bien poco sentido gramatical, lo que sigue:

      «Señor don Frutos Mascabado y Caracolillo.

      »Habana.

      »Mi querido amigo y antiguo compañero: El dador de ésta lo será, Dios mediante, el joven Andrés de la Peña, que saldrá de Santander, al primer tiempo, en la fragata Panchita con rumbo á esa ciudad, en la cual se propone probar fortuna. Al efecto, me tomo la libertad de suplicar á usted le auxilie en todo lo que esté de su parte, tratando por de pronto de proporcionarle acomodo conveniente á sus circunstancias. Dicho Andrés es muchacho listo y de buena conducta, tiene excelente pluma y sabe de cuentas hasta la de compañías inclusive.

      »Contando con la buena amistad de usted, me atrevo á anticiparle las gracias por lo que en obsequio de mi recomendado haga, que será, desde luego, uno de los buenos servicios entre los muchos que ya le debe su afectísimo amigo y seguro servidor

      Q.S.M.B.

      Damián de la Fuente

      Después de esta carta, parécenos excusado decir á nuestros lectores lo que significan la levita de Andrés y el inusitado movimiento de toda su familia alrededor de su equipaje.

      


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