Escenas Montañesas. José MarÃa de Pereda
hoy, Teresa!
—¡Vaya!
—Es la pura verdad. Ese pañolito de crespón rojo junto á ese cuello tan blanco….
—¡Dale!
—Ese pelo, tan negro como los ojos….
—¡Otra!
—Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita!
—¡Jesús!
—Es que me gusta mucho el color de lila…, cae muy bien sobre un zapatito de charol tan mono como el de usted…. ¡Ay qué pie tan chiquitín!… ¡Si le sacara un poco más!…
—¡Hija, qué hombre!
—Yo quisiera tener una fotografía de usted en esa postura, pero mirándome á mí.
—¡Vaya un gusto!
—Ya se ve que sí.
—Pues también yo tengo fotografías, sépalo usted.
—¡Hola!
—Y hecha por Pica-Groom.
—¿En la postura que yo digo?
—¡Quiá!; no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto á la fábrica del gas.
—Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Como iba usted tan entretenida!…
—¡Si éramos ocho ó nueve!
—¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas.
—Usté siempre poniendo motes á todo el mundo.
—Es que entre aquellos árboles, y subiendo la cuesta…, ni más ni menos que la del monte Helicona….
—¿Ónde está eso?
—¿Helicona?… Un poco más allá de Torrelavega. El que no me gustó fué aquel Apolo que las acompañaba á ustedes.
—Si no se llama Polo…. Es un chico del comercio.
-Lo supongo. Quiero decir que iba algo cursi. ¡Y ustedes iban tan vaporosas, tan bonitas!
—¡Otra! Si íbamos al baile de Miranda, como todos los domingos.
—Ya oí el organillo.
—Y aquél que nos acompañaba era uno de los que dan el baile…. Y como nos había regalado billetes para todos los de verano en la huerta, y, si á mano viene, nos convida también á los de ivierno, de salón….
—Ya sé que son chicos muy galantes esos empresarios y sus amigos: ellos pagan para que ustedes bailen todo el año gratis.
—Cabal. Y tan buenas somos nosotras como las señoritas que hacen lo mismo.
—Ya se ve que sí.
—Me parece que La Nata y Flor y El Órgano, no tienen nada que envidiar á ningún baile.
—Sobre todo en caras bonitas y cuerpos de sal y pimienta.
—Es que, como usté decía….
—Lo que yo decía, ó iba á decir, es que el ir á un baile no es motivo para que usted deje de saludar en la calle.
—¡Jesús!; ¿qué se diría!
—¿Cómo que «qué se diría»?
—Pues es claro…. ¡Tratarse usté con costuderas!
—Lo dice usted con un retintín….
—No por cierto, hijo; pero es la verdad.
—Pues no hay tal cosa. Yo saludo á todo el mundo en la calle, con muchísimo gusto … y sobre todo á usted.
—Muchas gracias; pero….
—¿Pero qué?…
—Que no le creo á usté, vamos; que usté es muy truhán … y que no me fío de usté, en plata.
—¡Hola!; ¿esas tenemos? ¿Y por qué me teme usted?… De fijo que no será por seductor.
—No por cierto. Es que entre usté y otros como usté, se cuenta lo que es y lo que no es.
—Me hace usted poco favor, Teresa.
—Lo siento, pero yo digo siempre la verdad. Cuando usté pasó el domingo junto á nosotras, íbamos hablando de eso una amiga y yo.
—¿La que iba á la derecha de usted?
—¿Por qué se fija usté en esa?
—Porque me hace mucha gracia: es una rubia saladísima.
—¿Le gusta á usté la Bigornia?
—¿Qué es eso de la bigornia?
—¡Otra!; pues esa chica, que la llaman así.
—¿Y por qué la llaman así?
—Porque es hija de un calderero.
—¡Ave María Purísima!
—¿Y tampoco sabe usté cómo llaman á la que iba á mi izquierda?
—No, hija mía.
—Pues ¿en qué mundo vive usté, cristiano?
—Eso le probará á usted cuan injusta fué conmigo antes, al sospechar de mi sinceridad.
—Pero ¿quién no conoce aquí á la Faisanuca?
—Yo no la conozco por ese nombre…. ¿Y por qué se le han dado?
—Porque su madre vende alubias en la plaza.
—¡Qué atrocidad!
—¡Otra!…; y al tenor de esos, todas tenemos mote…. ¿Pero ahora se desayuna usté?
—Le aseguro á usted que sí. ¿Y quién se entretiene en bautizarlas de ese modo?
—Pues en la enseñanza, cuando somos chiquillas…, ó en los bailes después, nunca falta alguno que, por reirse un rato de nosotras, nos ponga un mote; y como lo malo corre mucho….
—¡Vaya una barbaridad! ¿Y ustedes entre sí, se llaman por esos nombres?
—¡Quiá!… Pero lo sabemos; y como no la deshonran á una….
—Es claro…. Pero volvamos á la rubia.
—Parece que la tiene usté entre las cejas.
—Como me ha dicho usted que iban hablando de mí….
—¿Yo he dicho eso?
—Por lo menos una cosa muy parecida.
—Lo que yo dije es que íbamos hablando de lo mucho que se alaban algunos hombres de cosas que no les han pasado.
—Eso sí que no iría conmigo.
—No por cierto; pero iba con algunos que usté conoce muy bien.
—Podrá ser así…. ¿Y sabe usted, Teresa, que de algún tiempo á esta parte anda muy entonada la rubia?
—¡Lo ve usté!
—Lo digo sin ánimo de injuriar á esa muchacha.
—Es que así se dicen todas las cosas, y luego … el diablo las enreda…. En cuanto una se pone un día un poco vestida…. Hija, ¡qué lenguas!… Ya se ve, ustedes están acostumbrados á oir que una señora gasta el oro y el moro para salir á la calle medio decente; y como nosotras no tenemos rentas, en cuanto nos ven algo majas, ¡es claro!, en seguida, que se lo regalan á una…. ¡Como no regalen!…