Escenas Montañesas. José MarÃa de Pereda
¡Tras de que deseo acompañarte hasta tu casa!…
De poco sirvió al mayorazgo esta reprensión. El seminarista apretó el paso, renegando de su mala estrella; dejó á medio camino al importuno, y no paró hasta la cocina de su padre, donde se presenta con el humor más perro del mundo.
—¡Cóncholes, qué hombre!—exclama por todo saludo al hallarse entre la familia.
—Pero ¿qué te pasa?—dice el tío Jeromo.
—¡Qué me ha de pasar? Ese fantasioso de mayorazgo…, ¡siempre con su latín!
—¿Y qué cuidao te da á ti? ¿No has estudiao tres años ya? ¿Por qué no le contestas?
—Porque no soy tan jaque como él…. Y luego él ha estudiado por otro arte. El mío no trae todas esas andróminas que él sabe…. ¡Cóncholes!, como quisiera entrarme á piscología … ¡sé más de ello!
—¿Y cuándo cantas misa?—añade la tía Simona cayéndosele la baba y mientras contemplan de hito en hito al estudiante sus dos hermanos.—Mira que el lugar está perdío…. El señor cura es tan viejo….
—Y que no sabe una palabra, madre. ¡Si fuéramos nusotros! ¡Cóncholes, cuánto aprendemos! Verán que sermones echo los días señalados….
III
Como quiera que no sea el objeto principal de este artículo retratar al hijo mayor del tío Jeromo, hago caso omiso de todo el diálogo promovido por su despecho contra el mayorazgo, y vamos á seguir con nuestro asunto comenzado, asistiendo á la cena de esta honrada familia en la noche de Navidad.
Después que el estudiante retira del fuego el puchero del guisado para que el calor de la lumbre le seque á él el lodo de los pantalones, y cuando su hermana ha recogido con gran esmero el balandrán y las camisas, toma aquél el jarro de la leche, ya que el papel del azúcar le tiene su padre, y se dispone á auxiliar á su madre y á su hermana en la preparación de las tostadas, amenizando el trabajo con el relato de sus proezas y aventuras de estudiante.
Cuando cada manjar «le puede comer un ángel» de bien sazonado que está, como dice la tía Simona, y todos ellos quedan cuidadosamente arrimados á la lumbre para que se conserven en buena temperatura, precédese á otra operación no menos solemne que la cena misma: poner la mesa perezosa.
Esta mesa se reduce á un tablero rectangular sujeto á una pared de la cocina por un eje colocado en uno de los extremos; el opuesto se asegura á la misma pared por medio de una tarabilla. Suelta ésta, baja la mesa como el rastrillo de una fortaleza, y se fija en la posición horizontal por medio de un pie, ó tentemozo que pende del mismo tablero.
La perezosa no se usa en las aldeas más que en el día del santo patrono, en la noche de Navidad en la de Año Nuevo y en la de Reyes, ó cuando en la casa hay boda.
Por eso no debemos extrañarnos del estrépito que se arma en la cocina del tío Jeromo al hacerse esta operación.—«¡Que no se te caiga!—¡Ayúdame por esta banda!—¡Quita ese banco!—¡Apaña esa cuchara!—¡Allá va!—¡Que está torcía!—¡Calza de allá!—¡Fuera esa pata!» Poco menos alboroto y mayores precauciones que si se botara al agua un navío de tres puentes.
Puesta la mesa y sobre ella los manjares, y echada la bendición por el estudiante, dejaremos á la familia cenar con toda libertad: es operación, salvas algunas leves diferencias de forma en los cubiertos y de fuerza de masticación, que todos hacemos lo mismo. Además, nuestra presencia tal vez impidiera al buen Jeromo sorber la salsa que queda en la cazuela del guisado, y á su mujer pasar el dedo por la tartera de las tostadas para rebañar el azúcar, y al seminarista apurar «hasta verte, Jesús mío», el vaso de vino blanco.
Volvamos á la misma cocina una hora más tarde.
Todos están más locuaces que antes, y hasta el viejo labrador ha desarrugado su habitual entrecejo. El rapazuelo ronca tendido sobre un banco, y el estudiante habla en latín y asegura que si entonces pillara al mayorazgo, ¡ira de Dios!… La tía Simona canta por lo bajo:
«Esta noche es Noche-Buena y mañana Navidad; está la Virgen de parto y á las doce parirá.»
Su hija se dispone á hacerle el dúo, cuando se oye en el corral un coro de relinchos y un ruido sobre los morrillos, como si avanzaran veinte caballos.
—¡Ahí están los ladrones!—diría en tal caso un ciudadano alarmado.
Pues, no señor, son los marzantes, es decir, dos docenas de mocetones del lugar que andan recorriéndole de casa en casa. El ruido sobre los morrillos y los relinchos los producen las almadreñas y los pulmones de los mozos.
Este acontecimiento hace en los personajes de la cocina un efecto agradabilísimo; callan todos como estatuas y se disponen á escuchar.
—Vaya, señor don Jeromo—dice una voz en falsete para disfrazar la verdadera, desde el portal:—á ver esas costillas que se están curando en el varal; esos ricos huevos de la gallina pinta que cacareaba en el corral, por, por, por, poner, por, ¡poner!… ¡Que sí!… ¡Vaya, que sí!…
El coro contesta con relinchos á esta primera tirada de algarabía, que así se llama técnicamente la introducción de los marzantes, y vuelve á continuar la voz pidiendo «morcillas en blanco, ó aunque sea en negro», y otras cosas por el estilo, hasta que concluye diciendo:
—¿Qué quiere usted?; ¿que cantemos ó que recemos?
—Que recen—dice Jeromo.
—¡Que canten, cóncholes!—replica el estudiante,—que á mí me gustan mucho las marzas…. ¡Ea, á cantar!—añade luego, abriendo una rendijilla, nada más, de la ventana.
Esta orden es acogida afuera con otro coro de relinchos, y al punto comienzan á cantar los marzantes, en un tono triste y siempre igual, un larguísimo romance que empieza:
«En Belén está la Virgen que en un pesebre parió; parió un niño como un oro relumbrante como un sol….»
y concluye:
«Á los de esta casa Dios les dé victoria, en la tierra gracia y en el cielo gloria.»
Esta copleja tiene esta otra variante que los marzantes suelen usar cuando no se les da nada, ó cuando se les engaña con morcillas llenas de ceniza:
«Á los de esta casa sólo les deseo que sarna perruna les cubra los huesos.»
Los pesados lances á que esta jaculatoria suele dar lugar, y los nada ligeros que se suscitan siempre al fin de la velada cuando van los mozos á comer las marzas á la taberna, ya encontrándose con los marzantes de otro barrio, ó ya provocando á algún vecino, es sin duda la causa de que disfrace la voz el que pide y de que guarden asimismo el incógnito todos sus compañeros.
Pero en casa de Jeromo no se engaña á nadie, y la tía Simona alarga media morcilla de manteca á los marzantes; y éstos, después de echar la primera copla, se marchan relinchando de placer.
La familia tira los últimos golpes á la cena, agótanse los jarros de vino, y el chicuelo despierta preguntando por los marzantes. Cuando sabe que se han marchado, alborota la cocina á berridos, dale su padre un par de guantadas, interpónense el seminarista y su madre, apágase la lumbre, oscila la luz del candil, dormita la moza, maya perezoso el gato, cáesele la pipa más de una vez de la boca al tío Jeromo, habla torpe sobre los fenómenos de la luz el seminarista; y cuando los relinchos de los marzantes se escuchan lejanos, hacia el fin de la barriada, desfila al paso tardo y vacilante la familia del tío Jeromo á buscar en el reposo del lecho el fin de tan risueña y placentera velada.
La tía Simona sale la última; y mientras se lamenta de haber dejado de rezar el rosario por causa del jaleo, y jura que al día siguiente ha de rezar dos, guarda en el arcón que ya conocemos los despojos del pan, del azúcar y de la manteca, para que en