Escenas Montañesas. José MarÃa de Pereda
la comiste?
—¡Corcía!…; ¡toa la apandé con el deo!
En aquel instante recuerda con susto el primero que su padre arma el gran escándalo cada vez que falta la nata á su ración diaria de leche, y que sus costillas conservan más de un testimonio de tan borrascosos sucesos, impresos por los dedos paternales. Por eso, temiendo una nueva felpa, y para manifestar su inocencia, echa el tizón al fuego y las dos manos á la calzonada de su amigo, y comienza á gritar con el mayor desconsuelo:
—¡Padre!, ¡padre!
Pero el goloso prisionero, que ya se da por muerto, tira uno de retortijón á cada mano de su carcelero, y toma pipa por el corral afuera, relamiéndose de gusto.
Tío Jeromo, que en la socarreña, detrás de la casa, encambaba un rodal, acude á los gritos, y creyendo una patraña lo del robo de la nata, presume que su hijo se la ha chupado, y le arrima candela entre las nalgas y un par de soplamocos que hacen al chicuelo sorberse los propios.
Grita el rapaz y amenaza el padre, y entre los gritos y las amenazas, óyese la voz de la tía Simona, desde el portal:
—¡Ah, malañu pa vusotros nunca ni nó!… ¡Que siempre vos he de alcontrar asina!
—¡Ay, madruca de mi alma!—exclama el muchacho corriendo á agarrarse del refajo de la buena mujer.
—¿Por qué lloras, hijo? ¿Quién te ha pegao?
—¡Mujuééé…. Me pegó … jun … ú … ú … padreeéé!!
—Y todavía has de llevar más—murmura éste retirándose á la cuadra á arreglar el ganado.—¡Yo te enseñaré á golosear la nata!
—Yo no la comí, ¡ea!, que la comió Toñu el de la Zancuda…; ¡júmmaaá!
—Y pué que sea verdá, angelucu; que ese es un lambistón que se pierde de vista…. Vamos, toma unas castañas y no llores más…. Tu padre tamién tiene la mano bien ligera…. ¿Ha venío el estudiante?
—No, siñora….
—Dios quiera que no me lo coma un lobo en dá qué calleja…. ¿Y ónde está tu hermana?
—Fué á la juenti.
—Á esa pingonaza la voy yo á andar con las costillas…. No, pues; no me gusta á mí que á estas horas se me ande á la temperie de Dios, que ese hijo condenao de la Lambiona tiene un aquel … que malañu pa él nunca ni nó.
Y murmurando así la tía Simona, deja las almadreñas á la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se cubría los hombros del mango de un arado que asoma por una viga del piso del desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade á la lumbre algunos escajos; enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre el poyo y al alcance de su mano para dar principio á la preparación de la cena de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija que entra con dos escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura por aquellas que son cruces…, y que mal rayo la parta si junta boca con mentira».
Poco después viene el tío Jeromo, que toma asiento cerca de la lumbre para auxiliar á la familia en la operación; pues la gente de campo de este país, sobria por necesidad y por hábito, goza tanto con el espectáculo de la cena de Navidad como saboreándola con el paladar.
El chirrido de la manteca en la sartén, el cortar las torrejas, el quebrar los huevos, el batirlos, el remojar en ellos el pan, el derramar el azúcar sobre las torrejas que salen calentitas de la sartén, el verter la leche ó la miel sobre ellas, etc., etc., y el considerar que todo ello, más el jarro de vino que está guardado como una reliquia, ha de ser engullido y saboreado por los pobres labriegos que lo contemplan, les produce unas emociones tan gratas que…; en fin, no hay más que ver los semblantes de la familia del tío Jeromo, olvidado ya el suceso de la nata.
¡Qué expansión!; ¡qué felicidad se refleja en ellos! La tía Simona, con el mango de la sartén en una mano y con una cuchara de palo en la otra y acurrucada en el santo suelo, se cree más alta que el emperador de la China, y en más difícil é importante cargo que el de un embajador de paz entre dos grandes pueblos que se están rompiendo el alma.
¡Lástima que no haya llegado el estudiante para solemnizar debidamente toda la Noche-Buena!
Porque ésta tiene en la aldea varias peripecias.
Después del placer de preparar la cena y del de tragarla, falta el de la llegada de los marzantes, por los cuales ha preguntado ya muchas veces el vapuleado chicuelo, á quien, la verdad sea dicha, preocupan todavía más que la tardanza de su hermano. Y es porque el infeliz no los ha oído nunca, ni en la Noche-Buena, ni en la de Año Nuevo, ni en la de los Santos Reyes, pues se ha dormido siempre antes de que lleguen al portal; así es que cree en los marzantes como en el otro mundo, por lo que le cuentan.
II
No vaya á creerse que el tío Jeromo, porque tiene un hijo estudiante, es hombre rico tomada la palabra en absoluto; el marido de la tía Simona tiene, para labrador, un pasar, como él dice. Pero en la familia hay una capellanía que ningún varón ha querido, y el tío Jeromo sacrificó de buena gana algunas haciendas para ayudar á costear la carrera á su hijo mayor y asegurarle la pitanza, ordenándole á título de aquélla, cuyas rentas, por sí solas, no alcanzaban á tanto. Eso sí, y bien claro se lo solfeó á su hijo:—«Si llegas á gastar los cuartos que me valieron las tierras sin cantar misa, Dios te la depare buena, porque, lo que es yo, te abro en canal.»
Contribuyó mucho á que el chico entrara en el Seminario, el consejo del mayorazgo de la Casona. Este sujeto había estudiado un poco de latín en sus mocedades, y era tan pedante, que sólo por tener alguno con quien lucir su sapiencia, insistió con tío Jeromo un día y otro día hasta que logró decidirle á que su hijo aprendiera latinidades. Y tan obcecado es el mayorazgo en su saber, y tal es su pedantería que, ingresado ya el primogénito del tío Jeromo en el Seminario, varias veces ha querido renunciar á las vacaciones por no hallarse cara á cara con el vecino, que le asedia con latinajos arrevesaos, como dice el estudiante.
Huyendo, pues, de encontrarle en alguna calleja ó sentado en el banco del portal de su padre, como suele estar todos los días, el seminarista ha salido tarde de su celda con el objeto de entrar de noche en el pueblo; y esto es lo que explica su tardanza, que ya va metiendo en cuidado á la tía Simona.
Pero lo que ésta no sabía, ni sospechar pudo el mismo estudiante, fué que, habiéndose éste sentido con sed y decidido á echar medio en sangría en la taberna del lugar, que halló al paso, huyendo de la máxima de su padre de que «el agua cría ranas», lo primero con que tropezó, antes que con el tabernero, fué el mayorazgo, el cual, al guiparle, le enjaretó un «amice, ¿quo modo vales?» que quitó al estudiante hasta la sed.
—¡Cóncholes con el hombre!—murmuró el interpelado, recogiendo otra vez el lío de ropa ó sea el balandrán y dos camisas sucias, que había puesto sobre un banco al entrar en la taberna.
—¿Unde venis? ¿Quórsum tendis?
—¡Jeringa, digo yo!; que traigo andadas cuatro leguas á pie, y no estoy pa solfeos de esa clase. Queden ustedes con Dios.
—Aguárdate hombre. ¡Que siempre has de ser arisco!
—Y usté preguntón. Y es que el mejor día le echo una zurriascá de latín que no se la sacude en todo el año…. Porque yo también…. Pues si le entro á teología, veremos ónde usté se me queda.
—Parce miqui, incipiens sa-cerdo.