Escenas Montañesas. José MarÃa de Pereda
Índice
I
Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas á la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco á la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara conque yo los veo. En cuanto á traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, ó se disputan una desgarrada camisa que á cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, ó con la manta de la cama.
El Tuerto era pescador, su mujer es sardinera, y los niños … viven de milagro.
En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexión hercúlea, y un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela á mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; pero responde á todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su gigantea corpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes y celliscas. Á la edad que cuenta, lleva hechas dos campañas de rey; es decir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra, dos veces á cuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y con esta fragata dió la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó de conquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros sus muchos conocimientos como marinero, su valor, su buen corazón … y sus férreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera.
Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges esta aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De este matrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padre aprendió á tirar del remo, á aparejar sereña, á ser, en fin, un buen pescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre al andar se ladeó de la derecha, sigue, á pesar de sus años, bregando con la mar, como el tío Tremontorio; y no por afición á ella, como diría muy serio un poeta del riñón de Castilla ó de la Mancha, acostumbrado á mandar las maniobras y á conjurar tormentas des de un escenario, ó en el estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólo pescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómito mar de Cantabria, sobre una frágil lancha.
Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendido al verme tan enterado de ellos, que ni yo los he buscado ni los personajes descritos han venido á traérmelos: ellos, solitos, se han colado por la puerta de mi balcón, de la manera más sencilla.
La aludida casa está separada de la en que escribo, por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves, de balcón á balcón.
Por ejemplo:
Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.
No se ve la escena, porque lo impide el humo de la cocina que sale á borbotones por el balconcillo, conductor único que para él hay en la casa.
La mujer del tío Bolina está clavando unas rabas de pulpo en la pared de su balcón, para que se oreen. Su nuera aparece en el suyo, más desaliñada que nunca, con la cara roja como un pimiento seco y con la crin suelta, en medio de una espesísima nube de humo, ¡aparición verdaderamente infernal!; saca medio cuerpo fuera de la balaustrada, y con voz ronca y destemplada, grita, mirando al piso segundo:
—¡Tía!…
Debo advertir que este es el tratamiento que se da, entre la gente del pueblo de este país, por los yernos y nueras, á las suegras.
La vieja del segundo piso, sin dejar de clavar las rabas, al conocer la voz de su nuera, contesta de muy mala gana:
—¿Qué se te pudre?
—¿Tiene un grano de sal pa freir unas bogas?
—No tengo sal.
—Salú es lo que no había de tener usté—refunfuña la mujer del Tuerto.
—Vergüenza es lo que á tí te falta—gruñe, al oirlo, la vieja.—Y sábete que tengo sal, pero que no te la quiero dar.
—Ya me lo figuro, porque siempre fué usté lo mismo.
—Por eso te he quitao el hambre más de cuatro veces, ¡ingratona, desalmada!
—Lo que usté me está quitando todos los días es el crédito, ¡chismosona, mas que chismosa!; y si no fuera por dar al diablo que reir, ya la había arrastrao por las escaleras abajo.
—Capaz serás de hacerlo, ¡bribonaza!; que la que no quiere á sus hijos, mal puede respetar las canas de los viejos.
—¿Que no quiero yo á mis hijos!…; ¿que no los quiero!—ruge la de la buhardilla, puesta en jarras y echando llamas por los ojos.—¿Quién será capaz de hacerlo bueno?
—Yo—replica con mucha calma la vieja;—yo que los he recogido muchas veces en mi casa, porque tú los dejas desnudos y abandonaos en la calle cuando te vas á hacer de las tuyas de taberna en taberna … ¡borrachona!
—¡Impostora…, bruja!—grita al oir estas palabras, descompuesta y febril, la mujer del Tuerto.—¿Yo borracha! ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladura? Y aunque fuera verdá, á mi costa lo sería: á denguno le importa lo que yo hago en mi casa.
—Me importa á mí, que veo lo que suda el mi hijo pa ganar un peazo de pan que tú vendes por una botella de aguardiente, en lugar de partirle con tus hijos. Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes tú un grano de sal y me la vienes á pedir á mí…. Cómpralo, ¡viciosona!… Pero vienes tú de mala casta para que seas buena.
—Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos. Y yo en mi casa me estaba. Él fué á buscarme.
—Nunca él hubiera ido…; bien se lo dije yo:—«¡Mira que esa es callealtera y no puede ser buena!»
—Los de la calle Alta tienen la cara muy limpia y se la pueden enseñar á todo el mundo … algo mejor que los de acá abajo…; ¡flojones, más que flojones!, que se han dejao ganar tres regatas de seguido por los callealteros…. Esa es la rescoldera que á usté le pica; pero por más pedriques que echen en Miranda y más velas que pongan á los Mártiles, San Pedruco el nuestro los ha de echar á pique.
—San Pedro no puede amparar nunca á gente tan desalmada como tú, y si se perdieron las regatas, Dios sabe por qué fué.
—Por falta de puños, pa que usté lo sepa.