Escenas Montañesas. José MarÃa de Pereda
ve al Tuerto.
La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón, dejando fuera estas palabras:
—Anda, anda á prepararle la comida, ¡borrachona!
La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina después de haber despedido á su suegra con estos piropos:
—¡Bruja, brujona!…; vaya á discurrir los cuentos que le ha de decir al mi marido…; ¡chismosa, infamadora!
Antes de pasar más adelante, debe saber el lector que desde tiempo inmemorial, existe entre los mareantes de la calle Alta y los de la del Mar, barrios diametralmente opuestos de Santander, una antipatía inextinguible.
Cada barrio forma cabildo aparte, y no han querido para los dos un mismo patrono. San Pedro lo es de la calle Alta, ó Cabildo de Arriba, y la calle del Mar, ó Cabildo de Abajo, está encomendado al amparo de los santos mártires Emeterio y Celedonio, á cuyas gloriosas cabezas, de las que se cuenta que llegaron milagrosamente á este puerto en un barco de piedra ha dedicado, construyéndola á sus expensas, una bonita capilla en el barrio de Miranda, dominando una gran extensión de mar.
Con estos datos no se extrañará ya que mis dos vecinas, después de apostrofarse recíprocamente, como lo hacen en la primera parte del diálogo transcrito, puedan hallar ofensivo á su dignidad el ser callealteras ó el dejar de serlo.
Y prosigamos.
Llega á su casa el Tuerto. (Y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena, con todos sus pormenores.) Quítase el sueste, ó sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hombro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto á él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han rodeado la tartera, empieza á comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira á la tartera, después al fondo de la olla vacía, y, por último, á su mujer. Ésta palidece.
—¿Ónde está la carne?—pregunta al cabo, con voz ronca, el pescador.
—La carne …—tartamudea su mujer,—como ya estaba cerrada la tabla cuando fuí á buscarla, no la traje.
—¡Mentira!… Yo te di ayer al mediodía dos reales y medio para comprarla, y la tabla no se cierra hasta las cuatro. ¿Ónde tienes el dinero?…
—¿El dinero?…; el dinero … en la faltriquera.
—¡Bribona, tú la has hecho hoy … y yo te voy á abrir en canal!—grita exasperado el Tuerto al notar la turbación, cada vez más visible, de su mujer.—Á ver el dinero, digo, ¡pronto!
La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera, y sin abrir toda la mano, se los enseña á su marido.
—¡Esos no son más que ocho cuartos … y yo te dejé veintiuno!… ¿Ónde están los otros?…
—Se me habrán perdido…; que yo tenía los veintiuno esta mañana….
—No puede ser: yo te di dos reales en plata.
—Es que … los cambié en la plaza….
—¿Qué ha hecho tu madre esta mañana?—pregunta rápido el Tuerto al mayor de sus hijos, cogiéndole por un brazo.
El chiquitín tiembla de miedo, mira alternativamente á su padre y á su madre, y calla.
—¡Habla pronto!—dice el primero.
—Es que me va á pegar madre si lo digo—contesta, haciendo pucheros, el pobre chico.
—¡Es que si callas te voy á deshacer yo la cara de una guantá!
Y el muchacho, que sabe por experiencia que su padre no amenaza en vano, á pesar de las señas que le hace su madre para que calle, cierra los ojos y dice rápidamente, como si le quemaran la boca las palabras:
—Mi madre trejo esta mañana un cuartillo de aguardiente, y tiene la botella escondía en el jergón de la cama.
El Tuerto, oída esta última palabra, tumba de un sopapo á sus pies á la delincuente, corre á la cama, revuelve las hojas de su jergón, saca de entre ellas una botellita blanca que contiene un pequeño resto del delatado contrabando, vuelve con ella hacia su mujer, y arrojándosela á la cabeza en el momento en que se incorporaba, la derriba de nuevo y salpica á los chiquillos con el líquido pecaminoso. Gime, herida, la infeliz; lloran asustados los granujas, y el iracundo marinero sale al balconcillo renegando de su estrella y maldiciendo á su mujer.
Tío Tremontorio, que vino de la mar con Bolina y el Tuerto, se halla en su balcón tejiendo red (su ocupación preferida cuando está en casa) desde el principio de la reyerta de sus vecinos, y tirando de vez en cuando un mordisco á un pedazo de pan y á otro de bacalao crudo, manjares que constituyen su comida ordinariamente. No se da con el Tuerto por advertido del suceso que acaba de ocurrir y del que se ha enterado perfectísimamente, pues no le gusta meterse en lo que no le importa; pero el irascible marido, que necesita dar salida al veneno que aún le queda en el cuerpo, llama á su vecino, y de balcón á balcón entablan este diálogo á grandes voces:
—Tío Tremontorio, yo no puedo con esta bribona, y voy á hacer un día una barbaridá.
—Ya te he dicho que tienes tú la culpa desde un principio; en cuanto la veías ceñir un poco, arriabas en banda….
—¿Y qué había de hacer yo si me paecía una santa de Dios?
—¿Qué habías de hacer? ¡Tiña!; lo que yo te decía siempre:—«Caza firme y trinca bien; viento duro por la popa, y hala por avante.»
—¡Pero si no tiene ya un hueso en el cuerpo que no le haiga yo carenao á golpes!
—¡Después que se le había podrió la maera, tiña!
—¡Me valga Dios, qué pícara!… ¿Qué va á ser de estas criaturas el día que la suerte me saque de casa!…; porque el demonio no tiene por ónde desechar á esta mujer. La semana pasá la entregué veinticuatro riales pa que vistiera á los hijos…; ¿usté los ha visto?: pos tampoco yo. La borrachona los consumió en aguardiente. Peguéla una trisca que la dejé por muerta, y á los tres días me vende una sábana por media azumbre de caña; dóila ayer veintiún cuartos pa carne, y bébelos tamién…. Y á too esto, las criaturas esnudas, yo sin camisa, y sin atreverme, si á mano viene, á echar un vaso de vino un día de fiesta.
—¿Por qué no la conjuras, tiña? Pué que sea mal-dao.
—¡Si llevo gastao, tío Tremontorio, un costao en esos amenículos! Llevéla á má é tres leguas de aquí, á que un señor cura, que icen que tiene ese previlegio, la echara los Avangelios; leyóselos, dióme una cartilla bendecía y un poco de ruda, cosílo too en una bolsa, colguésela al pescuezo, costóme la cirimonia al pie de un napolión…, y ná: al día siguiente cogió una cafetera que no se podía lamber. Yo la he dao aguardiente cocío con pólvora, que icen que es bueno pa tomar ripunancia á la bebida, y á esta condená paece que le gusta más desde entonces. He gastao en velas pa los Santos Mártiles, á ver si la quitan el vicio, un sentío…, y como si callara…. Ya no sé qué hacer, tío Tremontorio, si no es matarla, porque es mucho el vicio que tiene. Fegúrese usté que dempués que la di el aguardiente con pólvora, la entró un cólico que creí que reventaba. Como yo había oído que el aguardiente es bueno pa quitar el dolor de barriga, poniendo por fuera unos paños bien empapaos en ello, calenté en una sartén como medio cuartillo; y cuando estaba casi hirviendo, llevélo así á la cama onde se estaba revolcando la muy bribona. Mándola que tenga