Escenas Montañesas. José María de Pereda

Escenas Montañesas - José María de Pereda


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pues cuatro veranos tiene, y Dios sabe lo que tirará todavía si no se van del mundo el agua, el jabón y las planchas…. ¡Vaya!

      —Si yo estoy en eso mismo, hija mía.

      —Es claro, esa muchacha es de suyo vistosa y arrogante; después, tiene unas manos divinas para cortar y coser, y hace un vestido de baile aunque sea de unas enaguas….

      —Si no digo yo lo contrario….

      —Y al verla en la calle compuesta, como ella tiene aquel semblante y aquel cuerpo…, ¡uf!, lo que menos se figura la gente que lo ha ganado de mala manera. Pues mire usté, para que se vea lo que son las cosas, todavía, después de vestirse con la peseta que gana la infeliz, le queda para que fume su padre…. ¡Pero ya se ve!…, es una pobre costudera…, ¡y allá va eso! Pues si fuera yo á decir todo lo que sé…. ¡Cuántos vestidos de moaré se pasean por esas calles que no se han pagado, y cuántos se han pagado sin el dinero del marido de las que los llevan!… Pero esas son señoras y tienen bula para todo…. Lo mismo que lo demás…. ¡Cuántos cuerpecitos que á ustedes les marean están hechos por estas manos!… Pero más vale callar.

      —Es usted cruel, Teresa; lo que he dicho de la rubia fué … por decir algo. Desde hace dos ó tres días, cuando pasa á las doce por la plaza Vieja, la veo más compuesta que de costumbre….

      —Eso es decir que usté se pone allí para verla pasar todos los días.

      —No diré que por ella; pero por ella y por usted y por otras por el estilo, quizá, quizá.

      —Y ¿qué saca usté de eso?

      —Recrear la vista. ¡Como son ustedes tantas y tan bonitas!… Por cierto que me ha chocado ver cómo se las arreglan ustedes de manera que pasan siempre por la Plaza, sea cualquiera la procedencia que traigan.

      —Pues eso quiere decir que por todas partes se va á Roma, y que cuando una deja la costura al medio día, de la hora que le queda para comer aprovecha la mitad para ver gente y tomar un poco el aire.

      —Y ¡qué bonita era aquella amiga que la detuvo á usted esta mañana en la esquina del Puente!…; pero no es tan elegante como usted.

      —¿Una morena? Aquélla no es amiga; es costudera de sastre.

      —¡Ah, ya!… Como la vi hablar con usted….

      —Me estaba dando un recado. Y no es porque yo tenga á menos ser amiga de algunas de esas, sino que como las que cosemos en blanco en las casas tenemos sociedad aparte…. Y no crea usté que nos faltaría motivo para darnos tono con ellas, porque ahí están las modistas que parece que nos honran cuando nos saludan en la calle.

      —¡Vea usted qué demonio!

      —Y ahora que me acuerdo, ¿qué le decía usté esta mañana á aquel otro señor de patillas, cuando nosotras pasábamos, que nos miraban tanto?

      —¿Luego me vió usted?

      —Yo veo todo lo quiero.

      —¡Ah, pícara!; me servirá de gobierno. Pues decía á mi amigo que estaban ustedes mucho más bonitas cuando salían á la calle en pelo, tan primorosamente peinadas, y con aquellos pañolitos al cuello, como el que usted tiene puesto ahora, que con la mantilla y el chal que les comen lo mejor de la figura.

      —¡Otra!…; ¡mira qué reparón!

      —Ya se ve que sí.

      —Pues no llevan todas mantilla.

      —Y usted es una de esas excepciones; y para que nunca caiga en el pecado de ponérsela, se lo advierto.

      —¿Y qué habría en ello de malo?

      —Que con la mantilla dejaría usted de ser un tipo lindísimo y de pura raza santanderina, para confundirse con la vulgaridad de las señoritas más ó menos cursis.

      —Yo tengo amigas que llevan el velo muy bien.

      —Es que el velo no le va bien á nadie, por que, sin cubrir una caballera fea, obscurece una bonita, y exige un chal que oculta las formas….

      —¡Qué enterado está usté de esas cosas, ave María!

      —Soy artista, Teresa.

      —¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro?

      —¡Friolera! Estudio la belleza dondequiera que la encuentro.

      —Lo que usté estudia son picardías.

      —Eso no es exacto, ni siquiera una razón en favor de los velos.

      —Si á mí no me gustan tampoco; pero la moda…. ¿Qué está usté mirando con tanto empeño por las vidrieras?

      —¿Por qué se ha puesto usted tan colorada?

      —¿Yo? ¡Jesús!… Puede que sea usté capaz de creer que es por ese chico que está en el portal de enfrente.

      —Eso se llama curarse en sana salud.

      —Es que pudiera usté creer cualquiera otra cosa; y como es un chico que me carga…. Y eso que es muy buen mozo.

      —Usted no me dice la verdad…. Yo conozco bien á ese chico y sé que no la esperaría á usted todos los días á estas horas si no tuviera grandes esperanzas por lo menos….

      —¿Habrá sido capaz, el muy tunante, de decirle á usté lo que no es?

      —Mi palabra de honor que no he hablado con él de este asunto.

      —Es que como se ha visto tanto de eso….

      Pues mire usté, porque no se crea otra cosa, ese chico no deja de gustarme pero está perdiendo el tiempo.

      —No comprendo….

      —Hace un año que bailó conmigo en la Natar y Flor. Desde entonces yo no sé cómo él averigua en dónde coso; pero lo cierto es que todas las tardes me le encuentro, como ahora, al dejar la labor…, sobre todo en ivierno, que salimos de noche…, y esto es precisamente lo que me carga.

      —¿El que la acompañe á usted de noche?

      —No, señor: el que tenga á menos acompañarme de día.

      —Entonces, ¿qué hace ahí enfrente?

      —Esperarme; pero al llegar conmigo á la esquina me da una disculpa cualquiera y se larga…. Y cuando coso en el Muelle, ó en alguna calle del centro, me espera en el mismo portal: allí estamos un rato hablando, y luego … cada uno por su lado. Como usté comprenderá, esto no halaga nada á una mujer…. Por eso me gustan más los de mi parigual.

      —¿Y quiénes son esos?

      —Pues los chicos del comercio. Con éstos se entiende una bien; y si mañana ú otro día…, vamos…, ¿está usté? Quiere decirse que allá nos andamos, y de pobre á pobre va…. Pero de estos señoritos entran pocos en libra…. Y, ¡ay de la infeliz á quien le toca uno!…; ¡qué belenes, hija!; primero con él, y después con su familia que la persigue á una como si una le hubiera ido á buscar…. Vea usté…. Y es claro: ellos empiezan por pasar el rato; y como suele suceder que una es tonta y se los cree, á lo mejor se encuentra con que no puede arrepentirse ya…. Por eso le digo á usté que ese chico pierde el tiempo.

      —Yo creo ahora todo lo contrario; porque acaba usted de decirme que á veces se los cree á pesar de todo.

      —Es que yo he escarmentado en cabeza ajena…. Mire usté que tengo una amiga, ¡ay, la infeliz las lágrimas que ella ha llorado, las palizas que la ha dado su padre y la estimación que ha perdido por un pícaro de esos que la engañó!… No, hijo, no: pobre nací, y no quiero ser señora á costa de tantos trabajos.

      —Muy bien pensado. Pero, entretanto, usted no despide á su adorador.

      —Hasta


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