Escenas Montañesas. José María de Pereda

Escenas Montañesas - José María de Pereda


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hombrear, de tener mucha fuerza y de levantar medio palmo sobre la talla. Pero cuando los niños son de estas montañas, por un privilegio especial de su naturaleza, su único anhelo es la independencia con un Don y mucho dinero. Y, según ellos, no hay más camino para conseguirlo que irse «á las Indias»…. Los abismos del mar, los estragos de un clima ardiente, los azares de una fortuna ilusoria, el abandono, la soledad en medio de un país tan remoto … nada les intimida; al contrario, todo estos obstáculos parece que les excitan más y más el deseo de atropellarlos. ¿No es cierto que en América es de plata la moneda más pequeña de cuantas usualmente circulan? Pues un montañés no necesita saber más que esto para lanzarse á esa tierra feliz; la vida que en la empresa arriesga le parece poco, y otras ciento jugara impávido, si otras ciento tuviera.

      ¿Hay quien lo duda? Ofrezca un pasaje gratis desde Santander á la Isla de Cuba, ó una garantía de pago al plazo de un año, y verá los aspirantes que á él acuden. Y no se apure porque el pasaje no sea en primera cámara: un montañés de pura raza atraviesa en el tope el Océano, si necesario fuese.

      Díganle «á las Indias vamos», y con tan admirable fe se embarca en una cáscara de limón, como en un navío de tres puentes. Este heroísmo suele ir más allá aún. Un indiano de semejante barro ve transcurrir los mejores años de su juventud de desengaño en desengaño, y no desmaya. No hay trabajo que le arredre, ni contrariedad que apague su fe: la fortuna está sonriéndole detrás de sus desdichas, y la ve tan clara y tan palpable entonces, como la vió de niño, cuando, soñando sus ricos dones, se columpiaba en las altas ramas del nogal que asombraba su paterna choza.

      De lo cual se deduce que la honradez, la constancia y laboriosidad de un montañés, son tan grandes como su ambición.

      Nadie, en buena justicia, podrá quitar á esta noble raza un timbre que tanto la honra.

      Nuestro Andresillo, pues, vástago legítimo de ella, no bien supo hablar, ya dijo á su madre que él sería indiano. Creció en edad, y la idea de irse á América fué el tema de todas sus ilusiones; y tanto y tanto insistió en su proyecto, que su familia comenzó á deliberar sobre él muy seriamente.

      Un día fueron tío Nardo y su mujer á consultarlo con don Damián, indiano muy rico de aquellas inmediaciones, y de quien ya hemos oído hablar. Don Damián había hecho, es cierto, un gran caudal: esto es lo que veía toda la población de la comarca y lo que excitaba más y más en los jóvenes el deseo de emigrar; pero en lo que se fijaban muy pocos, si es que alguno pensó en ello, era en que don Damián se hizo rico á costa de veinte años de un trabajo constante; que en todo ese tiempo no dejó un sólo día, una sola hora, de ser hombre de bien, ni de cumplir, por consiguiente, con todos los deberes que se le imponían en las dificilísimas circunstancias por que atravesó. Además, don Damián había ido á América muy bien recomendado y con una educación bastante más esmerada que la que llevan ordinariamente á aquellas envidiadas regiones los pobres montañeses. Todas estas circunstancias que obraron como base principal de la riqueza de don Damián, le obligaban á exponérselas á cuantos iban á pedirle cartas de recomendación para la Habana, y á consultarle sobre la conveniencia de salir á probar fortuna. Cuando semejantes consideraciones no bastaban á desencantar á los ilusos, daba la carta que se le pedía, y á las veces su firma garantizando el pago del pasaje desde Santander á la Habana.

      Los padres de Andrés oyeron del generoso indiano las reflexiones más prudentes y los más sanos consejos, cuando á pedírselos fueron en vista de las reiteradas insinuaciones de aquél. En obsequio á la verdad, la mujer del tío Nardo no necesitaba de tantas ni tan buenas razones para oponerse á los proyectos de su hijo: era su madre, y con los ojos de su amor veía á través de los mares nubes y tempestades que obscurecían las risueñas ilusiones del ofuscado niño; pero el tío Nardo, menos aprensivo que ella y más confiado en sus buenos deseos, apoyaba ciegamente á Andrés; y entre el padre y el hijo, si no convencían, dominaban á la pobre mujer, que, por otra parte, respetaba mucho las corazonadas, y jamás se oponía á lo que pudiera ser permisión del Señor. El párroco del lugar le había dicho en muchas ocasiones que Dios hablaba, á veces, por boca de los niños; y por si á Andrés le había inspirado el cielo su proyecto, se decidió á respetarle en cuanto le pareciese deber hacerlo así.

      Sobreponiéndose, pues, á las reflexiones del indiano la fuerza de voluntad de Andresillo y la buena fe de su padre, el primero prometió su protección al segundo; y desde aquel día no se pensó más en la casita que conocemos que en arreglar el viaje lo más pronto posible.

      Los preparativos al efecto eran bien sencillos: sacar el pasaporte y hacer el equipaje.

      Éste se componía:

      De tres camisas de estopilla;

      Un vestido completo de mahón, de día de fiesta;

      Otro ídem íd. íd., para diario;

      Una colchoneta y una manta, y

      Un arca de pino, pintada de almagre, para guardar, durante el viaje, la ropa que Andrés no llevase puesta.

      Del pago del pasaje se encargó don Damián hasta que Andrés supiera ganarlo.

      El producto de la única vaca que tenía el tío Nardo, vendida de prisa y al desbarate, dió justamente para los gastos de equipo del futuro indiano y para el pequeño fondo de reserva que debía llevar consigo, fondo que se aumentó con medio duro que el señor cura le regaló el mismo día que le confesó; con seis reales del maestro que le dió últimamente lecciones especiales de escritura y cuentas, y con la media onza de que tiene noticia el lector. Y no se arruinó completamente la pobre familia para «echar de casa» á Andrés, gracias al generoso anticipo del indiano; de otro modo, hubiera vendido gustosa hasta la cama y el hogar. Los ejemplos de esta especie abundan, desgraciadamente, en la Montaña.

      El día en que presentamos la escena á nuestros lectores era el último que Andrés debía pasar bajo el techo paterno: le había destinado á despedidas, y ya tuvimos el gusto de ver el resultado que le dió la de don Damián; día que, dicho sea inter nos, había costado muchas lágrimas á la pobre madre, á escondidas de su familia, pues no podía resignarse con calma á ver aquel pedazo de sus entrañas arrojado tan joven á merced de la suerte, y tan lejos de su protección.

      Pero las horas volaban, y era preciso decidirse. Cuando Andrés acabó de leer la carta, su único amparo al dejar su patria, y á vueltas de algunos halagüeños comentarios que se hicieron sobre aquélla, la pobre mujer, á quien ahogaba el llanto, mandó entrar en casa á su hijo para que su hermana le limpiara la ropa que llevaba puesta y se la guardara, mientras ella daba las últimas puntadas á una camisa.

      Andrés, entonando un aire del país, obedeció, saltando de un brinco sobre el umbral de la puerta; pero su madre, al ver aquella expansiva jovialidad en momentos tan supremos, fijos en él sus turbios ojos mientras atravesaba el angosto pasadizo, abandonó insensiblemente la aguja, y dos arroyos de lágrimas corrieron por sus tostadas mejillas.

      —¡Pobre hijo del alma!—murmuró con voz trémula y apagada.

      Tío Nardo, más optimista, por no decir menos cariñoso que su mujer, no comprendiendo aquel trance tan angustioso, hacía los mayores esfuerzos por atraerla á su terreno.

      —Yo no sé, Nisca—le dijo cuando estuvieron solos,—qué demonches de mosca te ha picao de un tiempo acá, que no haces más que gimotear. Pues al muchacho no soy yo quien le echa de casa, que allá nos anduvimos al efeuto de embarcarle…; y por Dios que no lo afeaste nunca bastante, ni te opusiste de veras.

      —Y ¿qué había de hacer yo? Tampoco hoy me opongo, aunque cuanto más se acerca la hora de despedirme de él…. ¡Pobre hijo mío!… Dícenme que puede hacerse rico…; ¡y nosotros somos tan pobres! ¡Ofrecen tan poco para un hombre estos cuatro terrones que el Señor nos ha dado!… ¡Ay, si Él quisiera favorecerle!…

      —Pues ¿qué ha de hacer, tocha? ¡No, que no!…; ahí tienes á don

       Damián….

      —¡Siempre habéis de salirme


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