AntologÃa. Ken Wilber
eso no tiene absolutamente nada de místico. Según Jung, los arquetipos son form as míticas básicas vacías de todo contenido; mientras que el misticismo, por su parte, es conciencia carente de forma. No parece existir, por tanto, ningún punto de contacto entre ambos.
En segundo lugar, Jung tomó prestado el término «arquetipo» de grandes místicos como Platón y san Agustín. Pero la forma en que lo utiliza no es la misma en la que lo utilizaron ellos, ni tampoco es la forma en la que lo han utilizado los grandes místicos del mundo entero. Para los místicos –Shankara, Platón, san Agustín, Eckhart y Garab Dorje, por ejemplo–, los arquetipos son las primeras formas sutiles que aparecen cuando el mundo brota del Espíritu carente de forma, del Espíritu no manifestado. Para ellos, los arquetipos son los modelos en los que se basan todos los demás modelos manifestados. El término arquetipo procede del griego arche typon, que significa “modelo original”. En este sentido, los arquetipos son formas sutiles, formas trascendentales, las primeras formas manifestadas, ya se trate de manifestaciones físicas, biológicas, mentales, etcétera, etcétera. Y en la mayoría de las formas de misticismo, esos arquetipos son pautas de radiación, puntos de luz, iluminaciones audibles, formas y luminosidades de colores radiantes, luces irisadas, sonidos y vibraciones, a partir de los cuales se manifiesta y condensa, por así decirlo, el mundo material.
Pero Jung utiliza el término refiriéndose a ciertas estructuras míticas básicas que son comunes a todos los seres humanos, como el tramposo, la sombra, el Sabio, el ego, la máscara, la Gran Madre, el anima, el animus y demás. Para Jung, pues, los arquetipos no son tanto trascendentales como existenciales, simples facetas de la experiencia comunes a la condición humana cotidiana. Coincido con Jung en que esas formas míticas constituyen un legado colectivo y también estoy plenamente de acuerdo con él en que es muy importante «llevarse bien» con esos «arquetipos» míticos.
Si, por ejemplo, tengo un problema psicológico con mi madre, si tengo lo que se llama un complejo materno, es importante que me dé cuenta de que gran parte de la carga emocional no sólo proviene de mi propia madre biológica sino también de la Gran Madre, una poderosa imagen del inconsciente colectivo que condensa, por así decirlo, la quintaesencia de todas las madres del mundo. Es decir, el psiquismo porta la imagen de la Gran Madre del mismo modo que también parece estar equipado con las formas rudimentarias del lenguaje, la percepción y diversas pautas instintivas. De este modo, si se reactiva la imagen de la Gran Madre, no sólo tendré que habérmelas con mi propia madre biológica sino también deberé afrontar miles de años de experiencia materna. Así pues, la imagen de la Gran Madre conlleva una carga y tiene un impacto muy superior al de mi propia madre biológica. Llegar a entrar en contacto con la Gran Madre, a través del estudio de los mitos de todo el mundo, constituye una buena forma de hacer frente a esa forma mítica, de tornarla consciente y poder diferenciarse así de ella. Estoy totalmente de acuerdo con Jung sobre este punto. Pero, en cualquier caso, esas formas míticas no tienen nada que ver con el misticismo, no tienen nada que ver con la auténtica conciencia trascendental.
Lo explicaré de una manera más sencilla. El gran error de Jung, en mi opinión, consistió en confundir lo colectivo con lo transpersonal (con lo místico). El hecho de que mi mente herede ciertas formas colectivas no significa que esas formas sean místicas o transpersonales. Todos heredamos diez dedos en los pies, por ejemplo, ¡pero el hecho de experimentar los diez dedos de mis pies no supone, en modo alguno, estar viviendo una experiencia mística! Los «arquetipos» de Jung no tienen casi nada que ver con la conciencia espiritual, trascendental, mística y transpersonal, son formas heredadas por todos que compendian algunos de los encuentros más fundamentales, cotidianos y existenciales de la condición humana: la vida, la muerte, el nacimiento, la madre, el padre, la sombra, el ego, etcétera. Pero en esto precisamente no hay nada místico. Colectivo sí, pero transpersonal no.
Hay elementos colectivos prepersonales, elementos colectivos personales y elementos colectivos transpersonales. Y Jung no los diferencia con la claridad necesaria. Y ese descuido, creo, desvirtúa toda su comprensión del proceso espiritual.
Así que estoy de acuerdo con Jung en que es muy importante entenderse con las formas tanto del inconsciente mítico personal como del inconsciente colectivo. Pero ninguno de ellos está relacionado con el verdadero misticismo que consiste, en primer lugar, en encontrar la luz más allá de la forma, y en segundo, en encontrar la ausencia de forma más allá de toda luz.
Gracia y coraje, 212-214
LA VISIÓN ROMÁNTICA
Veamos, para ilustrar el error fundamental de la visión romántica, el caso de la infancia. Desde la perspectiva romántica, el niño comienza su andadura en una especie de Cielo inconsciente, es decir, su yo todavía no se ha diferenciado del entorno que le rodea (de la madre) y, en consecuencia, es inconscientemente uno con el Fundamento dinámico del Ser. Así pues, el Cielo inconsciente –dichoso, extraordinario y místico–, constituye el estado paradisíaco del que no tardará en caer y al que siempre anhelará regresar.
En algún momento de los primeros años de la vida –prosigue la visión romántica–, el yo se diferencia del entorno, se rompe la unión con el Fundamento dinámico, el sujeto y el objeto se separan, y el yo se aleja del Cielo inconsciente para aproximarse al Infierno consciente (al mundo de la enajenación, de la represión, del terror y de la tragedia egoica).
Más tarde, sin embargo –prosigue esa misma visión–, el yo puede efectuar un giro de 180° en su desarrollo y regresar al estado de unión infantil anterior y reunirse con el gran Fundamento del Ser, sólo que ahora de un modo completamente consciente y autorrealizado y redescubrir, de ese modo, un Cielo, sólo que ahora un Cielo consciente.
Ésta es, pues, la esencia de la visión romántica, una visión según la cual el desarrollo se inicia en el Cielo inconsciente (en una unión inconsciente con lo Divino), luego se pierde esa unión inconsciente y se sumerge en el Infierno consciente y, finalmente, termina recuperando lo Divino en un nivel superior y más consciente.
Pero el primer paso –la pérdida de la unión inconsciente con lo Divino– es completamente imposible. ¡Todas las cosas son una con el Sustrato Divino que es, después de todo, el Fundamento mismo de todo ser! De modo que perder la unidad con ese Fundamento significa dejar de existir.
Veamos esto mismo desde otra perspectiva ya que, si todas las cosas son una con el Fundamento, no existen más que dos posibles alternativas, ser conscientes de esa unidad o no serlo, es decir, ser conscientes o ser inconscientes de nuestra unión con el Fundamento Divino.
Y, puesto que, según la visión romántica, usted parte de una unión inconsciente con el Fundamento, ¡no puede perder esa unión! Tal vez, usted haya perdido la conciencia de esa unión ¡pero no puede perder esa unión porque, en tal caso, dejaría de existir! De modo que, si usted es inconsciente de esa unión, las cosas ya no podrán, ontogenéticamente hablando, irle peor, porque ése será ya el culmen de la enajenación. Usted ya está, por así decirlo, viviendo en el Infierno, usted ya está inmerso en el samsara, sólo que no se da cuenta de ello porque carece de la conciencia necesaria para apercibirse. Ése es, de hecho, el estado real del yo infantil, el infierno inconsciente.
Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el yo comienza a despertar al mundo alienado en que se encuentra. Usted pasa del infierno inconsciente al infierno consciente y, en ese proceso, va cobrando conciencia del infierno, del samsara, del dolor inherente a la existencia y, al llegar a ser adulto, se descubre sumido en la pesadilla de la miseria y la alienación. El yo infantil no vive, pues, en el cielo, sino que no es lo suficientemente consciente como para sufrir las llamaradas del infierno que le rodea. El niño se halla inmerso en el samsara, sólo que no es lo suficientemente consciente como para darse cuenta de ello. ¡La iluminación, pues, no tiene nada que ver con un retorno a este estado infantil […] ni siquiera con una «versión madura» de ese estado! Ni el yo del niño ni el de mi perro se retuercen en la culpabilidad, la angustia y agonía ¡Por esta razón la iluminación no consiste en recuperar la conciencia de perro (ni siquiera una «forma madura» de conciencia canina)!
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