El príncipe roto. Erin Watt

El príncipe roto - Erin Watt


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de una botella…

      Suspiro.

      —Creo que deberías llamar a Brooke.

      Mi padre se detiene cuando está a punto de quitar el tapón a la botella de whisky.

      «Sí, ya me has oído, viejo. Y créeme, yo estoy tan sorprendido como tú», digo mentalmente.

      Al ver que no responde, me obligo a ir un paso más allá.

      —Cuando traigas a Ella de vuelta, vamos a necesitar ayuda. Alguien tiene que hacer de parachoques. —Doy una arcada al pronunciar las siguientes palabras—. Necesitaremos la presencia de una mujer, supongo. Ella estaba muy unida a su madre. A lo mejor si Brooke hubiese estado más por aquí, Ella no se habría ido.

      Mi padre frunce el ceño.

      —Creía que odiabas a Brooke.

      —¿Cuántas veces quieres que diga que soy un idiota?

      Esbozo una lánguida sonrisa, pero mi padre permanece impasible.

      —Quiere un anillo, y yo no estoy preparado para eso.

      Gracias a Dios. Supongo que el alcohol no le ha nublado todo su buen juicio.

      —No tienes que casarte con ella. Solo… —Me humedezco los labios con la lengua. Esto es muy duro, pero sigo adelante porque he hecho un trato. No puedo permitirme que Brooke diga a la gente que ese puto bebé es mío—. Solo quiero que sepas que no pasa nada si aceptas que vuelva de nuevo. Lo entiendo. Necesitamos gente de la que preocuparnos. Que se preocupe por nosotros.

      Al menos, eso sí es cierto. El amor de Ella me ha hecho creer que podía ser una mejor persona.

      —Eso es muy generoso por tu parte —dice mi padre con brusquedad—. Y… joder, a lo mejor tienes razón. —Juguetea con el vaso lleno—. La encontraremos, Reed.

      —Eso espero.

      Me dedica una sonrisa forzada y yo salgo de la habitación. Cuando la puerta se está cerrando, lo oigo coger el teléfono y decir:

      —Brooke, soy Callum. ¿Tienes un minuto?

      Le mando un mensaje enseguida.

      «Hecho. No le digas lo del bebé. Eso solo lo distraería».

      Me devuelve un mensaje con un emoji de un pulgar hacia arriba. La funda de metal se me clava en los dedos cuando agarro el teléfono con más fuerza. Tengo que hacer acopio de toda mi voluntad para no arrojarlo contra la pared.

      Capítulo 4

      —Reed. —Valerie Carrington se acerca a mí en el jardín trasero del colegio. Su melena, que le llega a la altura de los hombros, se mueve con el frío viento otoñal—. Espera.

      Me detengo a regañadientes. Doy media vuelta y me topo con un par de ojos oscuros que me atraviesan. Val tiene la misma estatura que un duende, aunque tiene un aspecto bastante amenazador. Nos vendría bien alguien en nuestra línea ofensiva con esa aproximación tan directa.

      —Llego tarde al entrenamiento —murmuro.

      —No me importa. —Se cruza de brazos—. Deja de jugar conmigo. Si no me dices qué le ha pasado a Ella, te juro por Dios que llamaré a la policía.

      Han pasado dos días desde que Ella se marchó y todavía no hemos tenido noticias del investigador privado. Papá nos ha obligado a venir a clase como si no hubiera ocurrido nada en absoluto. Le dijo al director que Ella estaba enferma y que se quedaría en casa hasta recuperarse, que es lo mismo que le digo ahora a Val.

      —Está en casa, enferma.

      —Y una mierda.

      —Es verdad.

      —Entonces ¿por qué no me dejáis verla? ¿Por qué no me devuelve las llamadas ni los mensajes? ¡Ni que tuviera el cólera! Solo es la gripe… y hay vacunas para eso. Debería poder ver a sus amigos.

      —Callum la tiene básicamente en cuarentena —miento.

      —No te creo —espeta—. Creo que algo va mal, pero muy mal, y si no me dices lo que es, voy a darte una patada en las pelotas, Reed Royal.

      —Está mala y necesita recuperarse, en casa —repito—. Tiene la gripe.

      Valerie abre la boca, pero la cierra al instante. Luego, la vuelve a abrir y chilla, exasperada.

      —Eres un mentiroso.

      Lleva a cabo su amenaza y me da un rodillazo en las pelotas.

      Un dolor agonizante me atraviesa.

      —Me cago en la puta.

      Me lloran los ojos mientras me agarro mis partes nobles, y Valerie se marcha sin pronunciar palabra alguna.

      Oigo una risa detrás de mí. Estoy gimiendo, todavía con los testículos en la mano, cuando Wade Carlisle llega a mi lado.

      —¿Qué has hecho para merecerte eso? —pregunta con una sonrisa—. ¿Rechazarla?

      —Algo así.

      Se pasa una mano por el pelo rubio.

      —¿Vienes a entrenar conmigo o vamos primero a por hielo?

      —No, voy contigo, imbécil.

      Nos dirigimos al gimnasio; yo, cojeando y él, desternillándose. El gimnasio está reservado únicamente para el equipo de fútbol americano de tres a seis, lo cual me deja tres horas para entrenar hasta que el cuerpo y la mente dejen de funcionar por completo. Y eso es exactamente lo que hago. Levanto pesas hasta que me duelen lo brazos y me siento exhausto.

      Cuando llego a casa por la noche, voy a la habitación de Ella y me tumbo en su cama. Cada vez que entro, el aroma de su piel que impregna el dormitorio es más tenue. Sé que eso también es culpa mía. East asomó anoche la cabeza en la habitación y dijo que el cuarto apestaba a mí.

      Es cierto que toda la casa apestaba. Brooke ha estado aquí todas las noches desde que Ella se fue, pegada a mi padre, pero sin apartar la vista de mí. De vez en cuando, baja la mano disimuladamente hasta el vientre a modo de advertencia, como si quisiera decirme que, si me paso de la raya, puede soltar la bomba del embarazo en cualquier momento. El bebé debe de ser de mi padre, lo cual significaría que es mi medio hermano o hermana, pero no sé qué hacer con esa información o cómo procesarla. Solo sé que debo hacerme a la idea de que Brooke está aquí y Ella no; la señal perfecta de que todo mi mundo está patas arriba.

      ***

      El día siguiente es más de lo mismo.

      Me muevo por inercia, voy a clase y me siento sin escuchar ni una sola palabra de lo que dicen los profesores y, luego, me dirijo al campo de fútbol para asistir al entrenamiento que tengo por la tarde. Por desgracia, repasamos jugadas, así que no puedo placar a nadie.

      Esta noche jugamos en casa contra el Devlin High, cuya línea ofensiva se rompe como un juguete barato tras un pequeño golpe. Podré apalear a su quarterback. Podré jugar hasta no sentir nada. Y, con suerte, cuando vuelva a casa, estaré demasiado agotado como para obsesionarme con Ella.

      Ella me preguntó una vez si peleaba por dinero. No lo hago por eso. Peleo porque me gusta. Me encanta la sensación de dar un puñetazo en la cara a alguien. Ni siquiera me importa el dolor que siento cuando otro me asesta un golpe. Es una sensación real. Aunque nunca lo he necesitado. Nunca he necesitado nada de verdad hasta que Ella llegó a mi vida. Ahora que no está a mi lado me cuesta respirar.

      Llego hasta la puerta trasera del edificio justo cuando un grupo de tíos sale de golpe. Uno de ellos me pega un empujón en el hombro y luego espeta:

      —Mira por dónde vas, Royal.

      Me tenso cuando cruzo la mirada con Daniel Delacorte, el cabrón que drogó a Ella el mes pasado en una fiesta.

      —Me


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