Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi

Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent  Bugliosi


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por la mañana, y que estuviera agotado, y muy asustado.

      Al poco de esto, Garretson contrató los servicios del abogado Barry Tarlow. Tuvo lugar un segundo interrogatorio en presencia de Tarlow en Parker Center, la sede del Departamento de Policía de Los Ángeles. Para la policía, también resultó infructuoso. Garretson aseguró que aunque vivía en la propiedad, tenía poco contacto con la gente de la vivienda principal. Dijo que solo recibió una visita la noche anterior, un chico llamado Steve Parent, que apareció en torno a las once y cuarenta y cinco y se fue alrededor de media hora después. Cuando le preguntaron acerca de Parent, Garretson dijo que no lo conocía bien. Hizo dedo subiendo el cañón con él una noche un par de semanas antes y, al salir del coche delante de la verja, le preguntó a Steve si estaba en el barrio para que se pasara a verlo. Garretson, que vivía solo en la casa de la parte de atrás, con la única compañía de los perros, dijo que había hecho invitaciones parecidas a otras personas. Cuando apareció Steve, Garretson se sorprendió: era el primero en hacerlo. Pero Steve no se quedó mucho tiempo, y se marchó al saber que Garretson no estaba interesado en comprar un radiodespertador que le quería vender.

      En ese momento la policía no relacionó la visita de Garretson con el joven del Rambler, posiblemente porque Garretson había sido incapaz de identificarlo antes.

      Después de consultarlo con Tarlow, Garretson aceptó pasar una prueba del polígrafo, que se fijó para la tarde del día siguiente.

      Habían pasado doce horas desde el descubrimiento de los cadáveres. Inidentificado 85 seguía sin ser identificado.

      El teniente de la policía Robert Madlock, que había estado a cargo de la investigación unas cuantas horas antes de que fuera asignada a homicidios, declararía después: «Cuando encontramos el coche [de la víctima] en el lugar de los hechos, íbamos en catorce direcciones a la vez. Había que hacer muchísimas cosas, supongo que no tuvimos tiempo para asegurarnos de registrarlo bien».

      Wilfred y Juanita Parent pasaron el día esperando y preocupados. Steven, su hijo de dieciocho años, no había vuelto a casa la noche anterior. «No llamó por teléfono, no dejó un mensaje. Jamás había hecho una cosa así antes», dijo Juanita Parent.

      Alrededor de las ocho de la tarde, consciente de que su esposa estaba demasiado angustiada para hacer la cena, Wilfred la llevó a ella y a los otros tres hijos a un restaurante. «A lo mejor cuando volvamos ya estará Steve en casa», le dijo a su mujer.

      Desde fuera de la verja del 10050 de Cielo era posible distinguir la matrícula del Rambler blanco: ZLR 694. Un periodista la anotó y luego hizo una comprobación por su cuenta a través del Departamento de Vehículos de Motor, gracias a la cual se enteró de que el propietario registrado era «Wilfred E. o Juanita D. Parent, 11214 de Bryant Drive, El Monte, California».

      Cuando llegó a El Monte, un barrio de las afueras de Los Ángeles, a unos cuarenta kilómetros de Cielo Drive, no encontró a nadie en casa. Tras preguntar a los vecinos, se enteró de que la familia tenía efectivamente un chico de casi veinte años, y también del nombre del párroco de la familia, el padre Robert Byrne, de la Iglesia de la Natividad, y pasó a verlo. Byrne conocía bien al joven y a su familia. Aunque el sacerdote estaba seguro de que Steve no conocía a ninguna estrella de cine y de que todo aquello era un error, aceptó acompañar al periodista hasta el depósito de cadáveres del condado. De camino habló de Steve. Era un «loco» de los equipos estereofónicos, dijo el padre Byrne. Si querías saber lo que fuera sobre tocadiscos o radios, Steve tenía la respuesta. El padre Byrne tenía grandes esperanzas puestas en su futuro.

      Mientras tanto, el LAPD descubrió la identidad del joven gracias a una huella y a la comprobación del carnet de conducir. Poco después de que los Parent regresaran a casa, un policía de El Monte apareció en la puerta, entregó a Wilfred Parent una tarjeta con un número de teléfono y le dijo que llamara. Se fue sin decir nada más.

      Parent marcó el número.

      —Oficina Forense del condado —respondió un hombre.

      Confundido, Parent se identificó y explicó lo del policía y la tarjeta.

      La llamada fue transferida a un ayudante del coroner, que le dijo:

      —Al parecer su hijo se ha visto involucrado en un tiroteo.

      —¿Está muerto? —preguntó Parent helado. Su mujer, al oír la pregunta, se puso histérica.

      —Tenemos aquí un cadáver —contestó el ayudante del coroner—, y creemos que es su hijo.

      Luego pasó a describir los rasgos físicos. Coincidían.

      Parent colgó el teléfono y empezó a sollozar. Después, comprensiblemente amargado, comentaría: «Solo puedo decir que ha sido una manera lamentable de comunicar a una persona que su hijo ha muerto».

      Hacia la misma hora, el padre Byrne examinó el cadáver e hizo la identificación. Inidentificado 85 pasó a ser Steven Earl Parent, un entusiasta de los equipos de alta fidelidad de El Monte.

      Habían dado las cinco de la mañana cuando los Parent se fueron a la cama. «Mi mujer y yo finalmente metimos a los niños en la cama con nosotros y los cinco nos aferramos los unos a los otros y lloramos hasta dormirnos.»

      En torno a las nueve de la noche de ese mismo sábado 9 de agosto de 1969, Leno, Rosemary LaBianca y Susan Struthers, la hija de Rosemary fruto de un matrimonio anterior, de veintiún años, abandonaron el lago Isabella para emprender un largo viaje en coche de vuelta a Los Ángeles. El lago, situado en una zona turística muy frecuentada, estaba a unos doscientos cuarenta kilómetros de Los Ángeles.

      El hermano de Susan, Frank Struthers hijo, de quince años, había pasado unas vacaciones en el lago con un amigo, Jim Saffie, cuya familia tenía allí una cabaña. Rosemary y Leno habían ido hasta allí en coche el martes anterior para dejarles a los chicos su lancha motora, y después regresaron el sábado por la mañana para recoger a Frank y la lancha. Sin embargo, los chicos estaban pasándoselo tan bien que los LaBianca aceptaron dejar a Frank quedarse un día más, y volvían ya, sin él, con el Thunderbird verde de 1968 y la lancha en un remolque.

      Leno, presidente de una cadena de supermercados de Los Ángeles, era de origen italiano y, con casi cien kilos, tenía algo de sobrepeso. Rosemary, una morena esbelta y atractiva de treinta y ocho años, había trabajado en un drive in y, después de una serie de empleos de camarera y de un mal matrimonio, había abierto una tienda de ropa femenina, la Boutique Carriage, en la calle North Figueroa de Los Ángeles, que tenía mucho éxito. Leno y ella llevaban casados desde 1959.

      Debido a la lancha, no podían viajar a la velocidad que prefería Leno, y se quedaron rezagados de la mayor parte del tráfico de la autopista del sábado por la noche que iba a toda velocidad hacia Los Ángeles y alrededores. Como muchos otros aquella noche, llevaban la radio puesta y oyeron la noticia de los asesinatos del caso Tate. Según Susan, aquello pareció inquietar especialmente a Rosemary, que, unas semanas antes, había dicho a una amiga íntima: «Alguien entra en nuestra casa cuando no estamos. Han registrado las cosas y los perros están fuera de la casa cuando deberían estar dentro».

      DOMINGO, 10 DE AGOSTO DE 1969

      Alrededor de la una y media de la mañana, los LaBianca dejaron en su apartamento de Greenwood Place a Susan, en el barrio de Los Feliz de Los Ángeles. Leno y Rosemary vivían en el mismo barrio, en el 3301 de Waverly Drive, no lejos del parque Griffith.

      Los LaBianca no volvieron inmediatamente a casa, sino que fueron antes en coche a la esquina de Hillhurst con Franklin.

      John Fokianos, que tenía un puesto de periódicos en esa esquina, reconoció el Thunderbird verde con la lancha mientras entraba en una gasolinera de Standard al otro lado de la calle, y mientras daba una media vuelta que lo dejaría al lado del puesto de periódicos, alargó una mano para coger un ejemplar de Los Angeles Herald, edición del domingo, y un boleto para apostar a los caballos. Leno era un cliente habitual.

      A Fokianos los LaBianca le parecieron cansados del largo viaje. No había mucho


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