Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera
roce de la tela de su ropa con la de Sebastian pudiera desatar semejante cóctel de sensaciones dentro de su cuerpo.
Sebastian puso las manos hacia atrás, enterrándolas en el colchón, y miró las molduras del techo que estaban alrededor del pequeño candelabro de la habitación de Ginger.
—Sucede cada vez que llueve y yo no me refugio. ¡Puff! En un momento estoy comiendo un hot dog —ahuecó su mano con la forma de un hot dog invisible— y al otro… —inclinó la mano, como si dejara caer el hot dog— estoy en cuatro patas sobre un charco.
Ginger se fascinó con la escena que se formó en su mente. Se imaginó a un Sebastian pequeño convirtiéndose en un gatito indefenso que no podía caminar, con los ojos cerrados, sin que se le hayan abierto aún, arrastrándose por algún callejón mugroso y húmedo.
Miró su ancha espalda y tuvo el desesperante impulso de frotar una mano en ella para consolarlo por todas esas veces que había llovido. Hasta donde sabía, Londres era la ciudad más lluviosa del mundo, lo que significaba un montón de transformaciones a lo largo de su vida.
—Si el agua te hace cambiar cómo regresas a… ser tú.
—¿Tú que crees? —preguntó.
Giró los ojos hacia ella, tenía la mirada sensualmente afilada y una sonrisa en los labios. Dios, ella no lo pudo soportar. A Ginger se le nubló la conciencia por un momento.
Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo y torció la boca, algo que siempre hacía durante los exámenes de matemáticas.
—Veamos, si el agua te moja, te conviertes. Y lo contrario…
—Ya estás cerca —dijo él, como si pudiera oler lo que ella estaba pensando.
—Lo seco.
—¿Cómo dices? —inquirió.
—Vuelves a tu forma humana una vez que te secas —respondió.
Los ojos de Ginger brillaban de emoción, la misma emoción que le producía ser la primera en resolver los dichosos problemas de matemáticas… que después le copiaban como buitres de carroña sobre un bisonte muerto, claro.
—Por eso, anoche, cambiaste porque… —miró la calefacción empotrada entre la pared y el piso—, porque yo encendí la calefacción y te secaste más rápido —culminó enarcando una ceja—. ¿No es así?
Ambos bajaron la vista y se dieron cuenta de su posición. Mientras Ginger hablaba, no se dio cuenta de que, de forma inconsciente, se inclinó más y más sobre Sebastian. Lo dejó al borde de estar tumbado sobre la cama.
Movido por la inercia, sus ojos aterrizaron justo en los labios entreabiertos de Ginger y cuando su cerebro logró entender lo que su cuerpo quería hacer se disparó la alarma contra incendios que se imaginaba había en su interior y retrocedió.
—Vaya… eres… —carraspeó— muy lista.
«Muy bonita», pensó.
Ginger tardó más tiempo en reaccionar y, cuando lo hizo, se sonrojó hasta el cuero cabelludo. Se levantó de un salto, buscó sus gafas con la idea de ocultar su rostro. Luego, comenzó a ordenar con torpeza el basurero que era su habitación, como si así pudiera construir un escudo protector entre ellos.
Porque él la afectaba.
Su mirada profunda la afectaba como no tenía idea.
—Y dime —pronunció Ginger mientras se retiraba un mechón de la cara al agacharse para recoger una camiseta—; si sabes que el agua te hace ser gato, ¿por qué no te compras una sombrilla o tratas de evitarla?
En ese momento no veía la expresión de Sebastian, pero pudo sentir que su rostro se torció con una mueca.
—No es tan fácil. Tarde o temprano también tengo que bañarme, ¿no? Eso no es algo que me guste hacer. Si las cosas fueran diferentes para mí, sería sencillo quedarme horas bajo una ducha, por el simple placer de que el agua caliente relaje mis músculos… Pero no lo son, así que odio el agua, tanto como los gatos de verdad.
Agua
Era poco más de mediodía y la señora Kaminsky había salido a hacer unas compras, por lo tanto, Ginger estaba sola.
Con Sebastian. Que era un chico.
Un chico.
Le gustaba pensarlo y hacer gestos desdeñosos frente al espejo.
—Oh, ¿Qué dices Keyra? ¿Qué mi «novio» está más bueno que el tuyo? —Se abanicó con la mano—. Ji, ji, ji. Pues sí. Está más bueno que un chocolate caliente.
—Ginger ¿Irás a tardar mucho? —la voz impaciente y amortiguada de Sebastian sonó al otro lado de la puerta del baño principal y la sobresaltó.
—No. ¿Por qué? ¿Quieres entrar? —preguntó.
Ay, Dios. Mejor tendría que haber dicho: «¿quieres entrar después de mí?».
—No, pero es que… ¡Auch! Tu perro no deja de amenazarme de muerte.
La situación estaba así: tratar que Sebastian saliera de la casa era como intentar meter a un gato en la bañera.
Y, en ese momento, tenía las manos aferradas al umbral de la puerta con mucha fuerza.
—Sebastian, esto es ridículo, los vecinos están mirando hacia acá —regañó Ginger—. Sal de una vez. ¿Acaso no estás aburrido de estar encerrado todo el día en mi habitación?
—¿Estás loca? ¿Qué tal si llueve? ¿Eh?
—Acaba de llover. No volverá a pasar hasta dentro de muchas horas —tranquilizó.
—Solo mira esa nube. —Señaló una gigantesca masa irregular de color gris que estaba en el cielo.
De pronto, Ginger se acordó de algo que no le había preguntado antes y se sintió desconsiderada por no haberlo hecho antes.
—¿Te duele al cambiar?
Él la miró por encima del hombro:
—No, creo que no… —respondió—. No lo sé, ni siquiera me doy cuenta hasta que noto que todo me queda a dos metros de distancia sobre la cabeza.
Eso debía ser muy raro.
Ginger estaba detrás de Sebastian y, detrás de Ginger, estaba Honey. El perro aprovechó que Sebastian zafó un brazo del umbral para lanzarse sobre su dueña con sus dos patas delanteras. Por inercia, Ginger chocó con la espalda de Sebastian y lo hizo caer por las escalinatas… arrastrándola a ella también.
Ginger quedó apretada entre un charco que le mojaba la espalda y el pecho de Sebastian.
—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre tienes que ser tan agresiva? —cuestionó él.
—¡Fue Honey! Además, yo no soy… —Sebastian se movió un poco, solo un poco, pero fue lo justo para que Ginger sintiera toda la firmeza de su cuerpo.
Se mareó.
Honey comenzó a ladrar con aire burlón. El corazón de Ginger latió a tal velocidad que sabía que él lo podría notarlo a través de la ropa.
Ella colocó las manos en los hombros de Sebastian y le dio empujones.
—Quítate, ¡quítate!
Él se apartó mientras se sobaba la parte baja de la espalda, luego le tendió la mano a Ginger para ayudarla a levantarse. En algún pequeño lugar, dentro de sí misma, estaba harta.
Harta.