Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera

Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera


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menos necesidades.

      A Ginger le dolió que, de cierta manera, reconociera que le gustaba ser un animal. Tal vez, quisiera irse pronto y regresar a su vida de antes, dejándola a ella sin…

      Sin un amigo.

      Una gota cayó en la nariz de Sebastian y se alteró.

      —Ay, no. No otra vez —se pegó a una pared y miró al cielo.

      —¿Qué pasa?

      —¡Va a llover! —el terror y la angustia se reflejaron en sus ojos.

      Ginger alzó la barbilla al cielo y sacó la lengua, como si quisiera capturar alguna gota.

      —Claro que no. Solo estás un poco…

      Un trueno hizo vibrar los cristales de las casas y, de inmediato y sin previo aviso, se soltó una lluvia torrencial.

      —Diablos. —Ginger se apresuró a sacar las llaves de su casa y se agachó hacia su perro—. Honey, como te enseñé. ¡Toma las llaves y corre lo más rápido que puedas a la casa! ¡Corre!

      El perro, obediente, salió disparado con las llaves que tintineaban en su hocico. Ginger se apresuró a quitarse el suéter y se lo puso a Sebastian sobre la cabeza.

      —Olvídalo, ya es tarde.

      —Ni loca. —Le tomó la mano y se la apretó con fuerza para luego jalarlo—. Agacha la cabeza y corre, yo te guío. Confía en mí.

      Ginger corrió como una desesperada. Le había dicho a Sebastian que confiara en ella, pero ella no podía confiar en su vista… Se le había metido agua en los ojos y eso le impedía tener una visión clara.

      Tuvo que guiarlo con los ojos cerrados; al menos ella se sabía el camino de memoria. Logró parpadear y deshacerse un poco del agua. No estaban lejos de la casa, pero ella ya iba demasiado empapada. La blusa se le transparentaba y sus zapatos crujían mientras emitían un sonido de succión por el agua que había dentro de ellos.

      Era Sebastian el que ahora le apretaba la mano a ella con mucha fuerza.

      —Ya casi llegamos, solo aguanta…

      Faltaban tres casas para llegar y Ginger pasó de sentir calor a tener los dedos fríos por la lluvia. Se detuvo en seco. Las gotas caían más cargadas, con más furia. Miró su mano vacía y luego miró por encima de su hombro.

      Sebastian ya no estaba.

      

Capítulo 4

      Bola de pelos

      El suéter rosa estaba hecho una bola empapada sobre la banqueta. El agua había oscurecido la tela y la había cambiado de un rosa palo a un rosa intenso. Ginger se acercó a él y cayó de rodillas; no le importaba la lluvia.

      Levantó el extremo de una manga y encontró a un precioso gato negro, hecho un ovillo sobre sus cuatro patas, con el pelaje apelmazado por el agua. Debajo de él estaba la ropa de su padre.

      —Se… Sebastian —susurró con la voz a medio quebrar.

      Él la miró con esos enormes ojos azules y las pupilas tan dilatadas que se veía adorable e indefenso.

      —Miaaaaauuuu.

      —Lo siento tanto —se disculpó.

      Sebastian se levantó y apoyó sus patas delanteras en las rodillas de Ginger. Las almohadillas de sus patitas estaban muy frías. Ella lo levantó y lo cargó sobre su hombro, después, lo cubrió con el suéter. Sabía que más mojado no podía estar.

      Al llegar a las escalinatas, la puerta ya estaba abierta. Honey los esperaba echado sobre su estómago, movía su cola a pesar de estar empapado.

      En cuanto vio a Sebastian, gruñó y este a su vez siseó.

      —¡Tranquilos los dos! —reprendió Ginger.

      Cerró la puerta con el talón y subió a su habitación dejando un rastro de pisadas de agua. En cuanto lo bajó al suelo, Sebastian se sacudió desde la cabeza hasta la cola. Luego se apuró a acicalarse.

      Si antes Ginger dudaba de algo, ahora sabía que todo era cierto. ¡No podía creer que lo aceptaba!

      Miró las patas de Sebastian y soltó un suspiro de nostalgia. Esas patas hacía unos minutos eran manos y dedos que ella misma había sostenido. No podía soportar que algo así fuera verdad.

      Pronto, ella estornudó y supo que era hora de cambiarse. Sacó ropa seca del ropero, encendió la calefacción, encerró a Sebastian en su cuarto y ella se metió a bañar.

      Cuando salió y estuvo de nuevo frente a la puerta de su habitación, el corazón le latía con rapidez y fuerza.

      Imaginó el perfil de Sebastian recargado contra su ventana; pero al abrirla solo encontró a una bola de pelos que veía por el ventanal. Soltó un suspiro, se acercó y se sentó junto a él mientras se abrazaba las rodillas.

      Sebastian la ignoró hasta que ella le rascó tras las orejas y él comenzó a ronronear con fuerza. Ginger puso un dedo bajo su cuello, le gustaba sentir la vibración que emitía cuando ronroneaba.

      Sebastian estaba encantado, ¿qué gato no lo estaría? Si había algo que ellos amaran más que a la leche, eso era que los acariciaran y, si había algo más divertido que una caricia, esas eran las bolas de estambre.

      Y, en ese momento, la blusa de Ginger tenía un hilo suelto. Sebastian no se pudo resistir, sus pupilas se dilataron y su trasero se meneó para lanzarse y juguetear con el hilito. Sin poder controlarse, clavó las garras justo en la tela del pecho derecho de Ginger y se atoró cuando intentó zafarse.

      —¡Eres un pervertido! —Le aporreó la pata. Ginger tuvo que intervenir. Jaló su blusa de un lado y la pata de Sebastian hacia el otro.

      Él corrió asustado y se ocultó debajo de la cama, asomó sus brillantes ojos a través del edredón que colgaba.

      Ginger salió hecha una furia y azotó la puerta. Sebastian la escuchó revolver en el interior de algún cajón de la habitación contigua y luego oyó sus pasos de regreso.

      Vio su cabello descender hasta la alfombra: estaban cara a cara.

      —Ven, Sebastian. —Chasqueó los dedos—. Bichito, bichito.

      Él, como siempre que pasaba cuando era un gato, no entendía casi nada de lo que decían; pero el sonido que Ginger hacía al decir «bichito, bichito» le pareció atractivo. Se acercó cauteloso. Temía que ella pudiera tenderle una trampa y quisiera hacerle una vasectomía con una navaja para depilar los vellos de las piernas.

      Cuando tuvo medio cuerpo fuera de las profundidades abismales de la cama, Ginger lo tomó del pescuezo y lo sentó en su regazo con firmeza.

      Y luego, Sebastian escuchó el sonido más horroroso del mundo.

      Volteó y comprobó que el ruido venía del arma más horrorosa y mortal del mundo: la secadora para el cabello. Trató de zafarse, maulló, se revolvió, crispó el lomo, sacó las uñas; pero Ginger no lo soltó, lo tenía bien asido.

      —Tranquilo, Sebastian —le susurró con una dulce voz casi inaudible a causa del alarido de la secadora—. Solo quiero que regreses.

      —Maaauuu —bramó.

      —Solo vuelve —pidió.

      Una campanita tintineó en el cerebro de Sebastian y se quedó quieto al instante.

      «Vuelve».

      Esa palabra la entendía tan bien como a su nombre. Se quedó sentadito sobre las arañadas piernas de Ginger y se las arregló para lamerle los dedos que agarraban su cuello.

      Ginger se rio por lo bajo.

      —Tienes


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