Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
no empezaba y terminaba en un lugar concreto, sino que se diluía en una serie de planos descendentes. El primero era el mercado chino en los suburbios del este de Budapest, más oriental y menos desarrollado que el centro turístico, junto al Danubio. En las semanas siguientes aún iba a ver más planos descendentes.
Desde el tren divisé un paisaje llano y pobre con carreteras fangosas, bosquecillos de chopos, casas de paredes desconchadas y gallineros carcomidos. Noventa minutos después, el tren cruzó el río Tisza y aquel paisaje tan llano se hizo más vacío y más amplio, con una tierra fértil, negra como el carbón, y mares de hierba verde limón que se mecía y brillaba a la luz de un día de finales de invierno inusitadamente caluroso. Era la Puszta o Alföld, la «gran llanura» húngara, la estepa más occidental que mantiene características asiáticas. A través de esta llanura, las siete tribus magiares, antecesoras de los húngaros modernos, llegaron a Hungría al mando del príncipe Arpad, en el año 896 de nuestra era, después de pasar casi mil años avanzando hacia el oeste desde los Urales, en el borde occidental de Siberia, y atravesando el Cáucaso septentrional, donde se encontraron con búlgaros y turcos. La lengua ugrofinesa de Hungría, con sus muchas palabras de origen turco, demuestra esta ascendencia nómada.[13]
Además de los magiares, otros pueblos de Asia central llegaron a esta llanura a principios de la Edad Media: escitas, hunos, ávaros, tártaros, kumikos, pechenegos y otros, que dejaron su impronta genética antes de debilitarse y desaparecer.[14] Hasta entonces, la llanura era una región fronteriza de Roma en el noreste, donde el relativo orden y prosperidad de las provincias imperiales de Panonia, Mesia Superior y Dacia dieron paso, en el siglo VI, al caótico dominio de tribus tales como los gépidos godos y los sármatas indoiraníes.[15] La absoluta horizontalidad y la vaciedad paisajística conferían a la llanura húngara el aspecto de una frontera.
Pero yo no crucé ninguna frontera. Debrecen, cerca del borde oriental de la Puszta, resultó ser una reproducción en pequeño de Budapest.
Yo había estado aquí por última vez en 1973, cuando recorrí Europa oriental haciendo autostop. Debrecen es una ciudad de comercio agrícola con más de doscientos mil habitantes. Recordaba sus calles adormecidas, con pocos artículos en venta, sus edificios góticos adornados como pasteles fantásticos y sus cúpulas verdosas con regusto oriental. Había mucho que comprar. La zona de la estación era el equivalente local del mercado chino de Budapest, con multitud de personas vestidas con chándales baratos que vendían y compraban una amplísima gama de productos de baja calidad procedentes de Asia y el antiguo mundo comunista. En la estación había toda una sala llena de hileras de zapatos negros baratos. Pero el centro de Debrecen se parecía al centro de Budapest. Había cajeros automáticos y en las tiendas letreros cromados de imaginativo diseño. Los bancos extranjeros, con fachadas de mármol, eran tan numerosos como las iglesias protestantes, que han proporcionado a Debrecen el sobrenombre de la Roma calvinista. Muchos establecimientos de fitness y boutiques, con nombres como Yellow Cab 2nd Avenue 48th Street New York, vendían zapatos de moda, y en las pantallas de información se anunciaban cursos de «Taekwondo, rugby, baile hip-hop, tecno rap...».
Un tranquilo y ruinoso patio barroco que recordaba de mi visita veinticinco años antes estaba ahora recién pintado en color pastel y dominado por un cartel de Microsoft. El tráfico era intenso y había mucha gente, entre ella grupos de adolescentes en ajustados tejanos, arracimados en torno a los escaparates de las tiendas. Los quioscos estaban llenos de revistas occidentales de pasatiempos e informática. En febrero de 1998, en Debrecen la imagen de Leonardo DiCaprio era omnipresente, tanto como un mapa de Hungría en 1890 que incluía Transilvania (que pasó a formar parte de Rumania en 1918).
Me sorprendió la actividad comercial. Debrecen era conocida por su conservadurismo religioso, y estaba lejos de Budapest, en una de las zonas más pobres de Hungría. A mediados del siglo XVI Debrecen fue un semillero de la Reforma, hasta el punto de que los católicos tenían prohibido establecerse en la ciudad. Aquí se creó una universidad calvinista y los calvinistas locales hicieron un pacto con los turcos musulmanes para que, como gobernantes que eran, velaran por la seguridad de sus moradores. Pero la llamada ética protestante del trabajo no infundió fuerza a los calvinistas de Debrecen. László Csaba, economista y crítico social húngaro, me había dicho en Budapest:
—En Hungría oriental, el calvinismo ha sido mero conservadurismo y fatalismo, incluso otro elemento étnico rodeado por muros religiosos que proscriben toda innovación.
Siempre han sido las zonas católicas de Hungría las que han mostrado un mayor dinamismo económico. Csaba había añadido que la «ética prusiana del trabajo», basada parcialmente en el protestantismo, también fue mal interpretada. La ética prusiana del trabajo no era emprendedora, sino que estaba unida a la burocracia y a la industrialización masiva. Sólo funcionaba si alguien proporcionaba los empleos y decía a la gente lo que tenía que hacer.
—En una época posindustrial —siguió diciendo Csaba—, no espere que las zonas de Alemania que en otro tiempo fueron prusianas vayan a ser centros de pujante dinamismo económico. Budapest y el resto de Hungría están más cerca del Múnich católico que del Berlín prusiano y protestante, y es posible que en una nueva Europa de regiones-estado, la región orientada hacia Múnich sea más fuerte.
Otra razón por la que me sentí sorprendido ante el dinamismo de Debrecen fue que la economía húngara registraba su debilidad máxima al este del río Tisza, donde el paro alcanzó el 20 por ciento en 1997, frente a una media nacional del 8,7 por ciento. Pero esa debilidad era relativa en una economía «agresiva», en la que las exportaciones habían subido desde 5 500 millones de dólares anuales a finales de los años 1980 hasta 20 000 millones de dólares a finales de la década de 1990. Hungría exportaba más productos de ingeniería a Europa occidental que España y Portugal: casi la mitad de las exportaciones húngaras eran artículos de alta tecnología.[16]
De hecho, Hungría mostraba lo que los economistas llaman un modelo de desarrollo normal, donde un tercio del país (la región de Budapest) estaba por delante del crecimiento medio nacional y un tercio (la región situada al este del río Tisza) por detrás. La reducida extensión de Hungría y su topografía llana, junto con la ubicación de la capital en el centro del país, facilitaban que los efectos de la inversión occidental en Budapest llegaran a otras regiones. Yo tendría que recorrer más de mil doscientos kilómetros hacia el sureste y llegar a Turquía para encontrar otra economía como la húngara, donde el desarrollo no estaba limitado a unas pocas zonas urbanas.
Pasé la noche en el Aranybika (Toro dorado), un hotel europeo, construido el año 1914 en el estilo Sezession, con desvanecida grandeza, precios moderados y buen servicio; el último hotel de su clase que iba a encontrar en mi viaje.
Salí de Debrecen al día siguiente, por la mañana temprano. La estación de autobuses era un edificio limpio y austero de la época comunista: cemento gris y placas de cristal, con un letrero nuevo y reluciente de Pepsi y un horario electrónico. El autobús que debía llevarme a Biharkeresztes, a cincuenta kilómetros en dirección sureste, en la frontera entre Hungría y Rumania, iba repleto de provincianos de aspecto próspero y tenía un delicioso olor a queso y salchichas. A causa de los muchos rodeos y paradas que hizo el conductor, el viaje duró dos horas. Aquí la Puszta, en su extremo oriental, antes de que empezaran a divisarse las estribaciones de los Cárpatos, era verdaderamente majestuosa: una inmensa extensión de tierra negra y hierba verde y granjas colectivas dispersas, techos de paja, mulas que sacaban agua de los pozos y algún que otro campanario gótico. Incluso ahí, los artículos expuestos en las tiendas y los taxis Opel eran signos de desarrollo. Cuando el conductor llegó a la estación de Biharkeresztes, yo era el único pasajero que quedaba en el autobús.
Al acercarme a la frontera, me di cuenta de que entraba en otro plano descendente. La estación de ferrocarril, casi desierta, estaba formada por unas cuantas salas de contrachapado barato y un mostrador donde se expendían los billetes bajo una bombilla de luz mortecina. Aunque la frontera rumana estaba a menos de dos kilómetros, una mujer vestida con una blusa azul tardó veinte minutos en resolver los detalles que comportaba venderme un billete internacional a «Kolozsvár», ciudad a la que los rumanos llaman Cluj (aunque este nombre fue cambiado oficialmente por el de Cluj-Napoca