Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan


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Segunda Guerra Mundial, pero Estados Unidos lo salvó del comunismo. Ahora Occidente tiene que salvarnos a nosotros una vez más de los rusos.

      De hecho, Atlantic Richfield había comprado el 8 por ciento de la compañía rusa Lukoil, un ejemplo de cómo la economía global diluye el imperialismo económico que la chica rumana temía. Además, de momento había pocas pruebas de la implicación rusa en la economía y el crimen organizado de Rumania. No obstante, en Bucarest un ejecutivo occidental me dijo lo siguiente:

      —Nadie sabe realmente quién es el dueño de los casinos, de algunos hoteles... Hay muchos puntos oscuros, y esto no causa una buena impresión. Cuando los rumanos venden una empresa, simplemente la venden al mejor postor, al que acepta la extorsión. No estudian los antecedentes del comprador. Esto añade más incertidumbre sobre quién es el dueño de qué. No es así como estaban las cosas en los años treinta, cuando las comunidades comerciales judía, alemana y griega establecieron algunas normas razonables; todo eso ha desaparecido.

      Un diplomático extranjero residente en Cluj resumió así la situación:

      —En Cluj hay pocos inversores occidentales, y no parece que vayan a venir más. En Rumania los impuestos cambian constantemente, y es imposible predecir cuáles serán las leyes que regulan las inversiones. Además, Cluj está aislada, a medio camino entre las capitales de Budapest y Bucarest. ¿Qué posible inversor quiere pasarse todo un día o toda una noche en un incómodo tren o volar en un horrible avión para llegar aquí? La única esperanza de Cluj es un futuro transnacional con fronteras estatales débiles, como en los tiempos del Imperio de los Habsburgos... Pero la lista de sociedades anónimas en esta ciudad puede llenar un listín telefónico, pues todo rumano que crea una empresa puede importar un coche. Mientras tanto, los pocos extranjeros que intentan iniciar negocios tienen dificultades para legalizar sus vehículos... Y Funar no es el único problema. El Partido Nacional Campesino que gobierna desde Bucarest ni siquiera puede hacer que sus miembros de Cluj cumplan un acuerdo sobre la protección de las minorías que Rumania firmó con Hungría en 1997.

      Tanto los estudiantes como los profesores con los que me reuní en Cluj subrayaron que el principal problema de este país fue «la ausencia de una Ilustración, lo que hizo que su única defensa fueran los valores protestantes representados en Transilvania por el calvinismo húngaro». Transilvania, me dijeron, necesitaba un grado de autonomía respecto del «gobierno gitano de Bucarest». Aunque los estudiantes y profesores eran mayoritariamente de origen rumano y de religión ortodoxa, el tradicional cosmopolitismo de Transilvania —con su población compuesta por rumanos, húngaros, alemanes y judíos antes de la llegada de Hitler y Stalin—, junto con la libertad de expresión imperante desde 1989, les había permitido comparar severamente su propia cultura rumana con la de sus vecinos húngaros de convicciones calvinistas. No es necesario decir que todos odiaban al alcalde Funar y se sentían avergonzados de él.

      Desde Cluj continué viaje hacia el sureste, en dirección a Bucarest, primero en coche, durante una hora, con un amigo rumano, hasta que me detuve en Sărmaşu para visitar las tumbas judías; después en tren. Por todas partes, en los ondulados brezales de Transilvania, la tierra era negra y fértil y, no obstante, el paisaje estaba salpicado de carretas tiradas por mulas y caballos y montañas de leña apilada. Esta potencial despensa de cereales europea seguía practicando una agricultura primitiva. A pesar de la abundancia de petróleo en el sur de Rumania, aquí los bosques eran talados para obtener leña. Había pocas carreteras buenas.

      Cerca de Sărmaşu descubrí un conjunto de grandes mansiones, ya abandonadas, que habían sido propiedad de nobles húngaros en el siglo XIX. Estaban rodeadas por murallas medievales con abigarrados arcos de piedra y jalonadas por columnas corintias y torres que combinaban motivos bizantinos y góticos. No se había hecho ningún intento por conservar o ajardinar estas magníficas residencias. Simplemente se habían convertido en ruinas. En sus tejados había profundas hendeduras. Ventanas y pavimentos estaban destrozados o habían desaparecido. Algunos patos y otras aves bebían en charcos cubiertos de inmundicia rodeados de prados con la hierba muy alta, entre chopos y sauces. Vi niños de un pueblo cercano, vestidos con harapos, que jugaban en uno de los edificios abandonados. Si exceptuamos los oxidados postes de teléfono y los montones de latas, envoltorios de plástico y otros elementos de desecho, eran pocos los signos del siglo XX. El lugar me recordaba las ruinas medievales de Angkor Wat, en el corazón de la selva camboyana. El brutal legado del comunismo de Ceauşescu —la aplicación de la mentalidad campesina a la revolución industrial— persistirá durante mucho tiempo.

      La calefacción del tren que tomé cerca de Sărmaşu estaba demasiado alta. Mi asiento estaba roto. El muchacho que se sentaba a mi lado iba desde Baia Mare, en el extremo norte de Rumania (cerca de la frontera con Ucrania), hasta Bucarest en busca de trabajo.

      —¿Sabe usted cuál es el problema de este país? —me dijo en inglés—. Nuestra mentalidad, nuestro fatalismo, el soborno y la extorsión. En Bucarest no hacen nada; todo son promesas, robos y corrupción. Nueve años después de la ejecución de Ceauşescu seguimos esperando una reforma económica auténtica. Y si las cosas van mal corremos ese peligro. —Se refería a nacionalistas radicales como Funar.

      Mientras el muchacho hablaba, yo me sentí cautivado de nuevo por el paisaje. A causa de las comunidades húngara y alemana, Transilvania había sido, en el sureste, la avanzada de la cultura de la Reforma y la Ilustración, que no penetró más allá de los Cárpatos hasta lo que después sería Rumania. La Rumania que surgió en 1859 estaba compuesta únicamente por las provincias de Moldavia y Valaquia, antes gobernadas por Turquía.[19] Transilvania no se unió a ellas hasta la derrota y la desintegración del Imperio austrohúngaro al final de la Primera Guerra Mundial. Cerca de Rupea, a varias horas de viaje hacia el sureste desde Cluj, en una ondulada meseta antes habitada por sajones alemanes —que habían llegado aquí en el siglo XII y se fueron a finales del siglo XX huyendo de Ceauşescu—, divisé a través de la lluvia unas colinas cubiertas de rica tierra negra y coronadas por almenas en ruinas, techos que se desmoronaban y agujas afiladas que los sajones habían dejado tras su marcha. Al fondo se alzaba una nube de hollín industrial emitida por unas fábricas de la era comunista.[20]

      Me apeé del tren para pasar la noche en Braşov, patria chica de Rudolf Fischer. Situada en el extremo suroriental de la Europa central, Braşov fue un asentamiento sajón que en la Edad Media recibió el nombre de Kronstadt. Unos kilómetros más adelante —donde los picos más altos de los Cárpatos terminan bruscamente a la entrada de la llanura de Valaquia— el reino renacentista de Hungría y el Imperio de los Habsburgos habían caído bajo el dominio turco. Antes de la puesta del sol, trepé fácilmente a la cima de una pequeña montaña en Rîşnov, antiguo asentamiento alemán cerca de Braşov, donde se hallaban las ruinas de una ciudadela del siglo XIII. Durante los cuatro siglos siguientes, estas murallas ocres, ahora cubiertas de hierba y flores silvestres, habían resistido las incursiones periódicas de tártaros y turcos hacia los Cárpatos. Con una luna creciente que acababa de salir y a la que los rumanos llaman «la nueva princesa», miré hacia abajo y vi, a los pies de las colinas, los restos de varios pueblecitos alemanes, cada uno de ellos igual al siguiente, con empinados tejados rojos en hileras perfectas, como los árboles de un bosque, y realzados por iglesias góticas y barrocas. Junto con el barrio medieval de Braşov, donde me alojaba, iba a ser la última huella arquitectónica de Europa central que vería en mis viajes.

      Aquella noche, cuando paseaba por la plaza barroca de Braşov, vi jóvenes motoristas rumanos con chaquetas de piel, mujeres con llamativos leotardos negros y otras con elegantes blazers y gafas. Las personas de cierta edad, vestidas todas ellas con ropas siempre raídas, miraban a los jóvenes, desorientadas y sorprendidas. En mi decadente hotel, propiedad del Estado, la televisión ofrecía un canal en alemán de la MTV, con música heavy metal interpretada por un grupo cuyos componentes vestían uniformes militares futuristas.

      Al día siguiente tomé el tren y me dirigí hacia el sur, a Bucarest.

      4.

      TERCER MUNDO EN EUROPA

      Bucarest está a dos horas de Braşov en dirección sur. Al principio el tren atravesó


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