Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan


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Y es norteamericana, no de Europa occidental: comida rápida, música rap, MTV.

      Entonces me acordé de que los jóvenes rumanos habían llenado, por primera vez en su vida, las iglesias ortodoxas para rezar por Michael Jackson cuando, en 1996, se dijo que estaba enfermo.

      —Cierto, la moda es europea —siguió diciendo—, pero también lo es la de Nueva York. Continuaremos con una americanización superficial mientras Rusia no estalle ni se extienda, o mientras Ucrania no se derrumbe.

      En otras palabras, la sima que se está abriendo entre los Balcanes y Europa central no tiene por qué ser necesariamente fatal siempre que la antigua Unión Soviética siga adoptando una actitud razonablemente benigna y la versión estadounidense del capitalismo democrático continúe siendo el modelo a seguir para el que fue mundo comunista.

      —La tarea de Rumania —continuó Patapievici— es adquirir un estilo público basado en normas impersonales, pues de lo contrario la política y los negocios serán presa de las intrigas, y me temo que en este punto no nos sirva de nada nuestra tradición de ortodoxos orientales. Rumania, Bulgaria, Serbia, Macedonia, Rusia, Grecia (todas las naciones europeas de religión ortodoxa) se caracterizan por sus débiles instituciones. Esto es debido a que la ortodoxia es flexible y contemplativa, y se basa más en tradiciones orales de los campesinos que en textos escritos. A diferencia del catolicismo polaco, nunca desafió al Estado. La Iglesia ortodoxa está separada del mundo tal como es, pero se muestra tolerante con él (sea fascista, comunista o democrático), pues ha creado un mundo alternativo basado en la aldea campesina. De este modo, la ortodoxia reconcilia nuestra herencia antigua con el brillo moderno.

      Efectivamente, Teoctist, el último dirigente de una institución importante que declaró su lealtad inquebrantable a Ceauşescu, sólo pocos días antes de su ejecución, era el patriarca ortodoxo en 1998. Aquí, la Iglesia continuó la opresión de los católicos griegos o uniatos, cristianos ortodoxos que se habían pasado al bando del Papa hace varios siglos. (Históricamente, las iglesias ortodoxas han mantenido mejores relaciones con los musulmanes que con los cristianos de Occidente, en los que veían un peligro más grave.)

      —La Iglesia ortodoxa y el islam son orientales. Y el comunismo —dijo Patapievici moviendo la mano— fue simplemente un caso de cómo los orientales ponían en práctica una seudociencia occidental. Como el nazismo, el comunismo era una rebelión contra la modernidad y los valores burgueses. Pero el nazismo y el comunismo no han agotado las posibilidades de las ideologías radicales, creo yo. Esto se debe a que las ideas son reflejos de la tecnología reinante. El nazismo y el estalinismo necesitaron los instrumentos de la era industrial para ser lo que fueron. Así, con la posindustrialización, estamos en tiempos proclives a cultos peligrosos y nuevas ideologías.

      Yo había llegado a Rumania durante la primera gran crisis gubernamental en más de sesenta años, prueba inicial de la incipiente democracia del país. Patapievici me dijo que, si el gobierno rumano estaba ahora sumido en maquinaciones erráticas, el hecho no era ni accidental ni obra de este o aquel ministro.

      —Una vez más —me explicó— estamos ante ese entresijo de rumores, falta de información, conspiraciones e intrigas que se da también, en términos similares, en otras sociedades de religión ortodoxa donde las instituciones son débiles y las normas imprecisas.

      Los años treinta del siglo XX habían presenciado la dictadura del rey Carol II; los años cuarenta, el régimen militar, respaldado por los nazis, del general Antonescu; desde finales de los cuarenta hasta los ochenta, el régimen comunista; y entre 1989 y 1996, un gobierno neocomunista que, aunque había sido elegido democráticamente, no había actuado de manera muy democrática.

      En la actualidad, el Partido Nacional Campesino, que gobierna, está dividido respecto al cumplimiento del acuerdo histórico de reconciliación con Hungría y otros muchos temas. El gobierno del primer ministro Victor Ciorbea había incumplido, uno tras otro, los plazos fijados por el Fondo Monetario Internacional para las privatizaciones y otras reformas. La afición del primer ministro a presidir reuniones de gobierno de hasta dieciocho horas de duración, en las que no se tomaba ninguna decisión, había incrementado los temores de los inversores. Finalmente, en la primavera de 1998, Ciorbea dimitió después de casi seis meses de esta situación agónica, pero Radu Vasile, que le sustituyó, también se vio bloqueado por las continuas divisiones de los partidos y las rivalidades en el seno del espectro político. Emil Constantinescu, presidente de Rumania, cuya elección en 1996 había puesto fin a siete años de gobierno neocomunista, se limitaba entonces a cumplir estrictamente su función constitucional, sin forzar al gobierno a tomar decisiones. Los rumanos temían la bulgarizarea, nombre con que designaban la ingobernabilidad que sus vecinos búlgaros habían conocido durante un corto período a principios de 1997.

      Los analistas rumanos y los diplomáticos occidentales con los que hablé coincidían con Patapievici en que la crisis estaba vinculada al «carácter nacional». Decían que no era porque a la gente les tuviera sin cuidado. Naturalmente, las personas eran imprevisibles y, de manera análoga, también la historia. Pero, como me había dicho Rudolf Fischer, conceptos como «Europa central de los Habsburgos», de la que Hungría había formado parte, y los «antiguos Imperios bizantino y otomano», de los que Rumania también había formado parte, significaban realidades tangibles, pues ¿qué es el presente sino la suma total del pasado hasta el momento actual?

      Por ejemplo, los rumanos vivieron durante siglos al lado de Rusia, convertida después en la Unión Soviética, y sufrieron repetidas invasiones rusas. Adoptaron la religión ortodoxa oriental del Bizancio griego; sufrieron la anarquía y el subdesarrollo del dominio turco; durante décadas soportaron el despotismo oriental de cariz estalinista de Ceauşescu, y, no obstante, hablaban una lengua latina, hermana del italiano y el portugués, y siempre han deseado vivamente formar parte de Occidente.

      Esta experiencia histórica y cultural es real y, al ser real, influye en cómo se comportan los dos pueblos y sus líderes. Hacer caso omiso de esas consecuencias equivale a desaprovechar un debate rico en contenido y sustituir la realidad por ilusiones. Decir a los rumanos, al menos a todos los que yo he conocido, que como pueblo carecen de características definidas basadas en una experiencia común y que son simplemente individuos que hablan la misma lengua y tienen (en su mayor parte) la misma religión, pero que, por lo demás, están desconectados entre sí en el plano global sería tanto como deshumanizarlos.[22] Cuando Patapievici me dijo que la cultura rumana no tiene núcleo, implícitamente presentaba este hecho como una característica definitoria de los rumanos antes que como una negación de que poseen una característica que los define.

      Los rumanos figuran entre los últimos supervivientes de la historia. El alemán Traugott Tamm, que vivió en la segunda mitad del siglo XIX, escribió:

      Los rumanos viven hoy donde hace quince siglos vivían sus antepasados. La posesión de las regiones del bajo Danubio pasó de una nación a otra, pero ninguna puso en peligro a la nación rumana como entidad nacional. «El agua pasa, las rocas permanecen»; las hordas del período de las migraciones, alejadas del suelo nativo, desaparecieron como la niebla en presencia del sol. Pero el elemento romano les hizo inclinar las cabezas mientras la tormenta arreciaba por encima de ellas...[23]

      Acerca de la pasividad característica de la Iglesia ortodoxa, Stelian Tănase, director de un periódico local, coincidía con Patapievici.

      —En nuestra religión —me dijo Tănase—, sólo Dios asume riesgos, nosotros no. Aquí no se le pide a nadie que trate de destacar por todos los medios, pues la ambición produce un sentimiento de vergüenza. No obstante, muchos de nosotros, especialmente nuestros políticos, son ambiciosos, pues por primera vez en décadas se nos permite manifestarnos. Pero la necesidad de negarlo conduce a duplicidades e intrigas.[24]

      Junto a la oficina de Tănase vi una espaciosa antesala llena de hombres trajeados que fumaban. Evidentemente no tenían otra cosa que hacer que servir café turco a los visitantes, acompañarlos hasta la escalera y atender el teléfono, una escena muy frecuente en los mundos turco, árabe y persa. Aunque en el curso de mi viaje me iba a encontrar a menudo esta situación, aquí, en Bucarest, la veía por primera vez.

      De


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