Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
Hussein a eludir las inspecciones de Naciones Unidas, siguen siendo considerados judíos en esta parte del mundo. Sin embargo, el asunto es ahora más sutil, dado el filosemitismo generado por el cosmopolitismo global, así como el hecho de que muchos miembros de la oligárquica estructura de poder rusa —Primakov, el magnate de los negocios Boris Berezovski, el reformista Grigori Yavlinski, etc.— son judíos.
Antes de marcharme, pregunté a Brucan si Mircea Răceanu, que fue un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores a quien entrevisté dos veces en la década de 1980 y que ahora vivía en Washington, estaba entre el puñado de comunistas, incluido el propio. Brucan, que en marzo de 1989 firmaron una carta para protestar contra la represión practicada por Ceauşescu.
—No —contestó Brucan con condenatorio desdén—. Răceanu era de la CIA, un espía al servicio de Estados Unidos, sir.
Más tarde comprobé que la acusación era correcta. Răceanu decidió colaborar con la Agencia Central de Inteligencia por razones patrióticas, para provocar un cambio político en Rumania, pero no se lo dijo a su esposa por su propia seguridad. Răceanu quería derribar el sistema, en cambio Brucan quería mantenerlo eliminando a Ceauşescu. Răceanu fue un auténtico héroe de la guerra fría. Brucan era un personaje más complicado, menos digno, pero más resistente: un clásico practicante de la política de poder, destinado a ejercer su oficio en un lugar que Occidente había abandonado cincuenta años antes.
—Yo no soy un héroe, soy un antihéroe. Las democracias no necesitan tantos héroes como las dictaduras —me dijo Emil Constantinescu, presidente de Rumania—. Yo no sufrí como aquellos que pasaron por el sistema penitenciario comunista. Ellos son los líderes morales, yo no. Los miembros del antiguo régimen afirmaban que en Rumania todos colaboraron, que todos mentimos. Pues bien, yo era profesor de geología, miembro del partido, sí. Pero nunca elogié a Ceauşescu durante su dictadura. Es más, millones de rumanos eran como yo: no colaboraban. Soy un presidente al que no se puede chantajear, pues nunca comprometí mi honor. La gente debe saber que podemos tener un sistema democrático basado en la verdad, no en mentiras, que no a todas las personas se las puede comprar y que no todos los valores están en venta. Con la verdad puedes hacer cosas inimaginables, puedes borrar un legado trágico de la historia.
Constantinescu fue el primer gobernante rumano moralmente legítimo desde la muerte del rey Fernando en 1927. A Fernando le había sucedido su nieto Miguel, de seis años edad, aunque el poder lo ejercía un consejo regente. Siguió el reinado corrupto y desastroso de Carol II, que dominó los años treinta, antes del advenimiento de los regímenes fascista y comunista. Femando y su esposa inglesa, la reina María, habían vivido en el palacio Cotroceni, donde me recibió Constantinescu. Éste era un cincuentón con el pelo canoso, barba de chivo y elegantes gafas —un profesor típico, pensé—, y lo que más llamó mi atención en él cuando entró en la habitación fue su contagiosa sonrisa y su brioso modo de andar. El presidente de Rumania rebosaba optimismo. Estaba en medio de una crisis de gobierno, y llevaba sin dormir desde la una de la noche anterior. Pero no parecía cansado. Estuvimos hablando durante dos horas y media.
—Mi tarea es ser un gobernante democrático moderno, no un gobernante que mira a la población desde arriba, como corresponde a la tradición balcánica, sino alguien que hoy está aquí y mañana vuelve a su vida privada, alguien que tiene que pedir el voto a la gente.
—¿Qué es lo que más le ha costado aprender? —le pregunté.
—Que todos no somos iguales. El paso de la dictadura a la democracia es un paso del ideal colectivista al ideal común. El colectivismo aniquila al individuo, mientras que comunidad significa asociación de individuos. Y, al redescubrir nuestra individualidad, comprobamos que unos son más inteligentes que otros, unos trabajan más, unos son más innovadores, unos tienen más suerte y están en mejor posición para adquirir riquezas. La competencia es una selección de los mejores ajena a todo sentimiento. Esto se hizo con toda dureza en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Lo único importante es que haya igualdad de oportunidades, no igualdad en los resultados. Decir a personas como los rumanos, cuya individualidad ha sido aplastada por el comunismo, que todos son iguales es un insulto. Porque ésa fue una verdad difícil de aceptar durante la fase temprana de la industrialización. El comunismo sedujo a los intelectuales con la mentira de la igualdad, que en la práctica resultó estar regida por los más mezquinos de entre nosotros.
—¿Qué me dice de la igualdad de las naciones? ¿Es Rumania igual a Hungría?
—Occidente solía agruparnos con el nombre de «países comunistas», pero, a medida que pasa el tiempo, se pone de manifiesto que cada país arrastra su propio pasado. Nosotros superaremos el nuestro, pero Occidente ha de tener paciencia. Nosotros no empezamos a partir del mismo nivel de desarrollo que Hungría; nuestros problemas son más profundos. Por ejemplo, Ceauşescu castigó a la sociedad rumana al obligarla a pagar la deuda externa antes de la fecha estipulada, con la pretensión de que el país fuera «independiente» —Constantinescu se echó a reír al evocar los aspectos absurdos y tragicómicos de la política de Ceauşescu—. Mientras tanto, Hungría y Polonia siguieron recibiendo de Occidente préstamos para el desarrollo; y luego, cuando cayó el muro de Berlín, ¡Occidente canceló sus deudas!... Pero aquí, hasta 1996 no subieron al poder demócratas auténticos, aunque ni siquiera entonces pudimos gobernar, pues no teníamos instituciones honradas. Sólo las dictaduras son estables: no tienen crisis, sólo asesinos. Precisamente porque nuestra situación es más frágil, necesitamos la OTAN...
Éste era en esencia el mensaje del presidente. En 1998, mientras los analistas disentían acerca de las consecuencias que la ampliación de la OTAN a países de Europa central iba a tener en las relaciones de Occidente con Rusia, el debate de la OTAN, que entonces nadie siguió a pesar de ser más importante, tenía que ver con los Balcanes. La idea de que la ampliación de la OTAN amenazaba la reconstrucción de Rusia como democracia benigna era absurda, pues, en primer lugar, había pocas posibilidades de una Rusia verdaderamente democrática. El gobierno alemán, con sus considerables recursos financieros, estaba teniendo no pocas dificultades en su tarea de rehabilitar a dieciseite millones de habitantes de la antigua República Democrática Alemana que habían vivido durante cuatro décadas bajo un régimen comunista. Las posibilidades de democratizar a 149 millones de rusos, diseminados en zonas siete veces más extensas y enfrentados por conflictos entre cristianos ortodoxos y musulmanes —ni unos ni otros herederos de la Ilustración y no con cuatro, sino con siete décadas de comunismo a sus espaldas— nunca fueron muchas. Del mismo modo que el colapso de la Unión Soviética fue principalmente el resultado de factores internos, el futuro de Rusia también estaría determinado por sus propias acciones. La importancia real de la ampliación de la OTAN hasta incorporar a Hungría, la República Checa y Polonia no tenía tanto que ver con Rusia en sí misma como con el modo en que esa ampliación institucionalizaría la línea divisoria entre el Occidente cristiano y el Este ortodoxo, pues no sólo Rusia, también los Balcanes estaban separados de la nueva Europa. En vez de preocuparse de Rusia, que tenía pocas posibilidades de cumplir los requisitos para ser miembro de la OTAN, los analistas occidentales deberían haberse preocupado de países como Rumania y Bulgaria, de religión ortodoxa, que tenían buenas posibilidades.
Como al final los estados excomunistas de Europa central serán aceptados en una Unión Europea ampliada, la pertenencia a la OTAN no es tan decisiva. En Hungría, por ejemplo, pertenecer a la OTAN significa, como me dijo un analista de Budapest, mero «protocolo», un sello equivalente a un visto bueno que Hungría podría utilizar para seguir atrayendo inversiones privadas. Pero para Rumania y Bulgaria, la OTAN es la única esperanza, pues sus líderes sabían muy bien que no tenían posibilidad de ingresar inmediatamente en la Unión Europea como miembros de pleno derecho. En los Balcanes más pobres y aislados, que corren peligro de que les alcance la violencia de la antigua Yugoslavia, ser miembro de la OTAN aparecía como el símbolo supremo de la civilización occidental y del apoyo estadounidense. En Bucarest se creía que, si se conseguía pertenecer a la OTAN, se aseguraba la democracia en los países de la zona.
Constantinescu me dijo:
—Vemos la OTAN como un organismo que representa un conjunto de valores característicos de Occidente: alto rendimiento