Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
día de un febrero inusitadamente cálido. Soldados rumanos con sombreros de piel permanecían en posición de firmes mientras pasaba el tren. Humo de madera y emanaciones de lignito empañaban la nieve y el aire puro de las montañas. Después el tren descendió hasta una llanura que parecía aún más inmensa que la Puszta húngara. No había árboles en la distancia y un gris polvillo de arena espesaba el aire, fundiéndose con la tierra y oscureciendo el horizonte. Horribles fábricas y pueblos sin carácter arquitectónico aparecían diseminados en la llanura de Valaquia, «el país de los Vlachs», nombre con que otros designaron a los rumanos hasta el siglo XIX.
El tren pasó por Ploieşti, donde el olor a petróleo invadió el compartimento y las llamaradas amarillas de gases evacuados se alzaban cerca de los grandes bloques de viviendas desprovistos de espacios verdes. Ploieşti había sido la principal ciudad petrolera de Rumania, en otro tiempo tan estratégica como el golfo Pérsico. Durante la Primera Guerra Mundial, agentes británicos bombardearon las diez refinerías que hay aquí para que no pasaran a manos alemanas. Durante la Segunda Guerra Mundial, el objetivo primordial del gobierno del general rumano Ion Antonescu, sometido a los nazis, fue mantener el orden en el país para que los alemanes pudieran extraer petróleo de los pozos de Ploieşti y así abastecer su maquinaria de guerra. En 1944, aviones aliados arrasaron Ploieşti con sus bombas. A finales del siglo XX, la ciudad recobrará su importancia estratégica, pero, como me informarían después en Bucarest, de manera más sutil.
De repente, la monótona llanura se pobló de barracas hechas con trozos de metal y cajas de cartón y ocupadas por marginados. El espectáculo era tan espantoso como los que he visto en África, en Asia y en Latinoamérica. Después vi bloques de casas de cemento sin pintar, con ropa puesta a secar y alguna que otra antena parabólica. Eran los suburbios de Bucarest, capital de Rumania, en su zona noroeste. En la estación me asaltaron varios taxistas. Uno me agarró del brazo, otro echó mano a mi bolsa de viaje. Yo sabía que la carrera hasta el piso de mi amigo, en el centro de la ciudad, costaba 15 000 lei, unos dos dólares. Me dirigí al taxista y le insistí en que debía usar el taxímetro. Lo hizo, pero antes ya lo había manipulado. La carrera vino a costarme el equivalente a 5,50 dólares. Fue una suerte poder alojarme en casa de mi amigo. Ahora, en el más barato de los principales hoteles de la ciudad tenías que pagar 156 dólares por dormir una noche. En el Athenee Palace, restaurado por la cadena Hilton y propiedad de un misterioso consorcio rumano, costaba de 300 dólares para arriba. Los diplomáticos y los hombres de negocios occidentales con los que hablé calificaban esto de extorsión.
Lo primero que percibí fue el polvo gris, que siempre me había recordado a Damasco y Teherán. Normalmente, en Bucarest el clima no lo determinan las borrascas procedentes del norte —que son bloqueadas por los Cárpatos— ni las que llegan por el sur —que son bloqueadas por los montes Balcanes ya en Bulgaria—, sino las que vienen por el este y el noreste, o sea, por Ucrania y Rusia. Me sorprendió la transformación de esta ciudad prohibida en tiempos de la guerra fría estalinista, que yo no había visto desde poco después de la caída del muro de Berlín. Ahora ya sabía por qué los occidentales, que rara vez se aventuraban a salir del centro de Bucarest, estaban tan entusiasmados con Rumania. En lugar del aterrado campesinado urbano que recordaba de mis visitas en la década de 1980, encontré un centro urbano en el que se veían los últimos modelos y peinados italianos, teléfonos móviles, casinos, casas de cambio particulares y en las aceras tenderetes en los que se vendían libros y discos compactos, todo lo imaginable desde Mein Kampfen rumano hasta música pop israelí, con predominio de los manuales de informática y dirección de empresas. Vi parejas jóvenes que se abrazaban apasionadamente en las aceras. En todas partes había clubes de top-less, y las telenovelas mexicanas dominaban los treinta canales, incluida la televisión por cable. Como en París y Nueva York, el color negro era lo chic. Algunas tiendas exhibían modelos de carne y hueso en sus escaparates. Aún funcionaban restaurantes que ofrecían chuletas de cerdo cargadas de grasa y licor de ciruela a precios de la época comunista, pero habían sido superados en popularidad por establecimientos más íntimos, a menudo con pocas mesas, gestionados por profesionales jóvenes, que tenían una cocina internacional y más sana. Por doquier había teléfonos móviles y su pitido característico se oía en todos los bares. Estos aparatos son el artilugio más genuino y representativo de economías febrilmente dinámicas con una débil infraestructura de telecomunicaciones.
—Aquí no hay límites para los nuevos ricos —me dijo durante la comida lona Ieronim, poeta y antigua diplomática—. Así es como éramos en el período de entreguerras, en la década de 1930. Nosotros somos ingeniosos, adaptables, exagerados, emigrantes seudocosmopolitas en un nuevo mundo global. Somos clones unidimensionales, latinoorientales, de Occidente. Debido a una explosión de libertad, aquí reinan una crudeza y una franqueza que no encontrarás en los franceses o los italianos, a los que superficialmente nos parecemos.
Iona me contó que había observado cómo «una mujer joven y bonita, con un vestido insinuante, trataba de comprar a un joven profesional» en una de las nuevas boutiques de Bucarest. La mujer le dijo que le convenía tener una relación sexual con ella, pues le podría ayudar gracias a sus «influyentes contactos». (El joven no aceptó.)
Los rumanos se estaban adaptando al capitalismo global con la misma agresividad con la que se habían adaptado en otro tiempo al fascismo y, después, al comunismo. En el pasado, los rumanos habían mostrado el más brutal antisemitismo, pero ahora los judíos gozaban de su favor, pues simbolizaban el cosmopolitismo al que aspiraban los rumanos jóvenes. Ladislau Gyemant, vicedecano de la Universidad Babeş-Bolyai de Cluj, me dijo que cuando se ofreció la posibilidad de estudiar hebreo como lengua extranjera, se matricularon cuatrocientos estudiantes, de los cuales sólo un puñado eran judíos. La actriz y cabaretista más popular de Bucarest era una judía rumana de nombre Maia Morgenstern. En diciembre de 1997, cuando las autoridades municipales iluminaron las calles durante las Navidades por primera vez desde los años treinta, en los medios de comunicación de la ciudad también se concedió mucho espacio a la fiesta judía de Hanuká. Un día, cuando pasaba por delante de la embajada polaca en Bucarest, contemplé un cartel en el que se mostraban las «diferentes culturas» de Polonia. Entre las tres fotos que presentaba la embajada una estaba dedicada a los judíos celebrando la festividad de Rosh Hashaná. Los diplomáticos occidentales sospechan que algunos de los casinos de aquí blanquean dinero del crimen organizado y el narcotráfico.
Pero mientras que la agresiva economía de Hungría estaba sacando a aquel país del «segundo mundo» del comunismo y lo estaba integrando en el «primer mundo» de Occidente, Rumania parecía estar derivando del segundo al tercer mundo, con colonias de marginados, una masa de campesinos rurales y una nueva clase social caracterizada por sus hábitos consumistas y limitada esencialmente a unos barrios de Bucarest, una ciudad de dos millones de habitantes en un país de 23 millones. En 1997, en Rumania los ingresos anuales per cápita fueron de 1 500 dólares; en Hungría, de unos 4 500 dólares.[21]
—Cuando compramos ordenadores, discos compactos y ropa adquirimos las consecuencias materiales de Occidente sin captar los valores fundamentales que crearon esas tecnologías —me dijo el filósofo e historiador rumano Horea-Roman Patapievici.
La conversación con Patapievici en su casa, durante mi segunda noche en Bucarest, condensó todo lo que siempre me había abrumado acerca de Rumania, un país que era como una película negra: sensual, macabro, siempre fascinante y en ocasiones brillante.
Patapievici vivía en un piso alto de un bloque pobremente iluminado, cuyo vestíbulo se veía invadido por algunos de los incontables perros callejeros que hay en Bucarest. El filósofo vestía tejanos azules y batín de seda, con una cruz ortodoxa colgada al cuello. Me recibió y me condujo a un estudio con un ecléctico repertorio de libros, iconos y cedés de música clásica. Unos amigos me dijeron que, cuando era un hombre de mediana edad de rasgos duros y acusados, Patapievici había dejado la física y se había pasado a la filosofía y la historia; después había ganado fama entre los intelectuales rumanos como pensador de una gran originalidad. «Ahora está plenamente en su campo —me había comentado un periodista rumano—, su pensamiento se desarrolla en un nivel mucho más profundo que el de los políticos y académicos.»
—La cultura rumana es como una cebolla —empezó