Matar a la Reina. Angy Skay
cruzó por mi cabeza. Saqué mi teléfono y marqué.
—Quiero el doble de dinero en mi cuenta. Tienes dos minutos, o me largaré.
—¡¿Qué?! —exclamó al otro lado de la línea quien había contratado mis servicios.
Sin verlo, supe que su gran cuerpo había pegado un bote en el sillón de cuero de su despacho.
—Lo que has oído —le contesté en tono serio.
—¡Tú te has vuelto loco! ¿De verdad piensas que voy a hacer semejante idiotez?
Vi cómo el coche el cual estaba esperando aparcaba en el callejón que tenía previsto.
—Objetivo bajándose del coche. En cuanto cruce la esquina, lo perderé.
—¡No acordamos eso! —Se puso nervioso.
—Soy un pájaro libre, no creo que tenga que recordártelo. —Escuché cómo bufaba, así que decidí ponerlo más nervioso—: Sesenta segundos.
—No pienso pagarte nada más.
—Cuarenta segundos —añadí sin inmutarme.
Resopló dos veces más y, a regañadientes, después de una breve pausa, dijo:
—Ya lo tienes.
Mi teléfono vibró, indicándome que había un mensaje. Lo abrí y, efectivamente, dos millones más se sumaban a mi cuenta. Dejé el aparato en el bolsillo de mi pantalón, posicioné el rifle encima del muro de la azotea y, apuntando a mi objetivo, disparé.
Sentí la bala salir a gran velocidad a la vez que el retroceso hacía impactar el arma contra mi hombro. El tipo cayó a plomo, y sus hombres comenzaron a buscar sospechosos por los alrededores, mirando hacia todos los puntos posibles. Agarré el rifle y salí de aquella azotea sigilosamente, sin ser visto, mientras por el camino iba desarmándolo para ocultarlo por completo en la bolsa negra que llevaba a mi espalda.
Al llegar a la calle, el alboroto era increíble. La gente corría de un lado a otro, chillando. Conté a veinte guardaespaldas intentando cubrir el cuerpo sin vida de uno de los principales cargos ejecutivos del Gobierno Federal de los Estados Unidos. No tardaron en llegar varios coches de policía para acordonar la zona. Enseguida, los agentes abandonaron los vehículos y, divididos en patrullas de cinco, entraron en los edificios que tenía alrededor. Sonreí al ver que nadie se percataba de mi presencia. Subí a mi coche, que se encontraba a escasos metros, y me dirigí al aeropuerto, donde un avión me esperaba para volar a Atenas.
Al día siguiente, abrí los ojos al escuchar el estridente sonido de mi teléfono, que no dejaba de sonar una vez detrás de otra.
—Me cago en la puta… —bufé.
A tientas, comencé a soltar manotazos encima de la mesita de noche, hasta que conseguí dar con él. Sin mirar la pantalla, descolgué, gruñendo más que hablando, lo normal en cualquier persona; aunque eso, en realidad, yo no sabía lo que era, puesto que ser alguien común no entraba en el diccionario de mi vida.
—¡¿Quién cojones es?!
Escuché una leve carcajada al otro lado que se me antojó molesta y que me cabreó más de la cuenta. Fruncí el ceño un poco mientras me sentaba en la cama y daba patadas para apartar la arrugada sábana de mi cuerpo.
—No sé por qué no me sorprende tu comportamiento tan temprano. Nunca te gustó madrugar.
—¿Anker?
—El mismo. ¿Cómo estás, muchacho?
—¿A qué viene tu llamada? —Desconfié.
—¡Oh, vamos! Hace mucho tiempo que no sé nada de ti.
Tuve que soltar una carcajada; no me tragaba su estúpido juego de despiste. Anker Megalos fue mi instructor, casi como mi padre más bien, ya que me crio cuando mi verdadero progenitor se largó, dejando a mi madre embarazada, y esta me abandonó en un orfanato. Después de eso, ella prefirió seguir siendo prostituta, metiéndose de todo menos miedo. Lo cual hizo que una mañana se la encontraran en el prostíbulo muerta por una sobredosis de cocaína. Cuando me escapé, encontré a la familia Megalos, algo rara y diferente, personas malignas que no buscaban nada en la vida excepto una cosa: el sufrimiento ajeno.
—No me vengas con juegos, Anker.
Rio al otro lado de la línea como el tirano que era, y aunque yo no fuese menos, me costaba compararme con él. Nunca llamaba para nada, y aquella era una de esas llamadas en las que algo no me olía bien.
—Necesito que nos veamos en tres cuartos de hora. ¿Te viene bien que quedemos en la entrada de la Acrópolis?
—Sí —le contesté escuetamente, ya que él no sabía dónde vivía y, casualmente, estaba al lado.
—Bien. No llegues tarde.
—Nunca lo hago. —Pero esa última frase se quedó en aire cuando escuché cómo la línea se colgaba.
Media hora después, antes de marcharme, le eché un breve vistazo a la habitación de Riley, pero decidí no interrumpir su sueño y contarle más tarde todos los acontecimientos.
Llegué al sitio donde había quedado con Anker y lo vi conforme avanzaba. Como siempre, le gustaba llegar antes que nadie. Estaba más mayor de lo que lo recordaba. Sus entradas eran más profundas y su pelo se teñía por completo de blanco. Desde la distancia pude ver que había adelgazado más de la cuenta, pero eso no afectaba a su semblante circunspecto, el mismo que tenía siempre, haciéndolo parecer el hombre más respetable sobre la faz de la Tierra.
Giró sus pequeños ojos marrones en mi dirección, como si oliese desde la distancia que estaba a punto de alcanzarlo, y sonrió con ironía, torciendo solo un poco sus finos y arrugados labios hacia la derecha.
—Qué bien te veo, muchacho.
Alcé la barbilla un poco y asentí, mirándolo con descaro. Me paré frente a él sin tomar asiento, y él hizo un leve gesto con la cabeza para indicarme que lo hiciera.
—Siéntate —me ordenó al ver que no lo obedecía.
—No cumplo órdenes, Anker. Dime qué quieres.
Agarró con fuerza su bastón negro con la cabeza de un águila cubierta de oro, apretando sus dos manos sobre ella. Elevó sus ojos hasta posarlos en los míos y, de nuevo, me indicó el asiento a su lado. Con hartazgo, puse los ojos en blanco, pero finalmente terminé sentándome mientras veía cómo contemplaba la Acrópolis en la distancia.
—Siempre has sido un desobediente. No sé cómo he aguantado tenerte tantos años a mi lado.
—Quizá haya sido porque siempre fui bueno en la práctica —me burlé.
—El mejor —puntualizó, y giró su rostro de nuevo hacia mí.
Tras un extenso silencio que se me hizo pesado de más, incliné mi cuerpo hacia delante, entrelacé mis dos manos entre sí y lo observé.
—Tengo cosas que hacer. ¿Vas a tenerme toda la mañana aquí?
—Estás perdiendo los modales por segundos. Todo tiene un tiempo; parece que lo olvidas. —Se le vio molesto. A mí no me importó una mierda.
Era una persona mala. Y durante todos los años que estuve con él, a cada paso que daba, más me cercioraba de que tendría que dejar lejos al hombre que estaba a mi lado si quería conservar mi vida.
—¿Y bien? —me desesperé.
Sonrió de nuevo.
—Tengo un trabajo para ti.
—Al fin hablamos el mismo idioma, me parece —añadí—. ¿De qué se trata?
Metió la mano en su bolsillo y sacó un papel blanco. Al desdoblarlo, en él solo constaba un nombre. Me lo tendió y lo cogí confuso. Esa no era la manera de proceder.
—Manel