Matar a la Reina. Angy Skay
—Busco al inspector Barranco.
—¿Quién le busca? —me preguntó en tono mordaz.
—La señorita Micaela Bravo —le respondí con desdén.
Torció su gesto y no volvió a mirarme hasta que habló con él al otro lado de la línea.
—Espere un momento, enseguida saldrá.
Asentí sin apartar mi mirada intimidatoria de aquel barrigón con uniforme que me observaba como si fuese el mismísimo diablo. Y, en cierto modo, lo era. Mucha gente sabía de sobra que la fama que tenía mi club no era precisamente por la legalidad que allí se practicaba, y aunque me lo pasaba todo por el arco del triunfo —como bien decía mi abuela cada vez que hablaba con ella—, era cierto que me molestaban las miradas y los cuchicheos que se creaban a mi alrededor de vez en cuando.
Al final de la estancia principal, entre todo el barrullo que había, vi salir a un hombre moreno, de buena estatura y con un porte que, efectivamente, se quedaba corto ante el comentario de Eli. Alzó su mirada hacia mí y, en ese mismo instante, nuestros ojos se clavaron. Aligeró su paso y se colocó frente a mí con cara molesta, o eso me pareció.
—¿La señorita Bravo? —A pesar de su falta de educación por no darme ni los buenos días, asentí—. Necesito que me acompañe a la sala de interrogatorios. Como bien sabrá, el comisario Manel Llobet ha sido asesinado esta misma noche en su domicilio, y nos consta que estuvo en su club hasta bien entrada la noche.
Carraspeé con soberbia antes de contestar:
—El señor Llobet fue asesinado en su cama, con su mujer a su lado, no conmigo ni en mi club, por lo tanto, dudo mucho que tenga que pasar a esa sala de interrogatorios de la que me habla.
Me di la vuelta para salir de allí y dar por zanjada la conversación, pero escuché su tono varonil rugir:
—Se equivoca. Está usted ante la ley, por lo tanto, he reclamado su presencia para hacerle las preguntas necesarias. Si no entra en la sala, me veré obligado a detenerla por desobediencia a la autoridad.
Giré mi cuerpo hasta situarme a escasos milímetros de él, teniendo que alzar mi rostro para poder observar directamente sus dos perlas de color miel, que intentaban traspasarme a la vez que me analizaban. Elevé mis manos juntando mis muñecas y sonreí con picardía mientras una de mis cejas se acentuaba.
—¿Y va usted a detenerme, inspector Barranco?
Arrugó su entrecejo y pegó su rostro al mío. No me intimidó. Hacía muchos años que nadie causaba ese efecto en mí.
—Si es necesario, créame, lo haré.
Una sonrisa burlona se instaló en mi boca a la vez que mis manos bajaban y rebuscaban en mi bolso mi teléfono móvil. Sin apartar la mirada de él, desbloqueé el aparato y me permití mirar por un segundo mi agenda para marcar el número.
—No hablaré hasta que mi abogado llegue. —Le di al botón de llamar y, al instante, Jan respondió—. Hola, necesito que vengas a la comisaría. Aquí, el amable y educado inspector Barranco quiere meterme en una sala de interrogatorios a la que no pienso entrar hasta que llegues, se ponga como se ponga. —Lo miré de manera retadora. Aunque, en realidad, nuestra conexión permaneció fija—. Está bien, te espero sentada en las cómodas sillas de la que supongo que será la sala de espera.
Colgué sin decir nada más, chasqueé la lengua y me senté en la silla que tenía detrás de mí. El inspector puso los brazos en jarras, para después pasarse la mano con desespero por su incipiente barba, que rozaba lo sensual en un hombre. No me dijo nada, pero permaneció inmerso en sus pensamientos, a la espera de que Jan apareciera por la puerta de un momento a otro.
Contemplé que se dirigía hacia el mostrador en el que antes había preguntado por él y oí que le decía al hombre barrigón:
—No dejes que salga de la comisaría.
No pude evitar mostrarme orgullosa ante tal comentario. Estaba claro que tenía ganas de cazar alguna fortuna. Y, en esa ocasión, la fortuna era nada más y nada menos que yo.
Tenía a mucha gente importante a mi favor y sabía de sobra que no tendría problemas con la policía. Que Manel hubiese sido asesinado había sido una gran putada, ya que era él quien manejaba los hilos a la perfección para que nadie metiese las narices en mis asuntos, y mucho menos en mi club. Pero ese detalle intentaría resolverlo a cualquier precio. Aunque, si lo pensaba bien, si seguía con el mismo comportamiento hacia el inspector de Narcóticos, no iba a poder ganarme su confianza para sobornarlo.
—Ya estoy aquí.
El ajetreo constante que Jan siempre traía consigo se hizo presente ante mis ojos. Lo inspeccioné mientras se colocaba el traje de chaqueta como buenamente podía y dejaba su maletín encima de la silla que tenía a mi lado.
—¿Qué cojones quieren ahora?
—No lo sé. Solo me ha dicho que quieren hacerme unas preguntas porque Manel estuvo ayer en el club. —Puse los ojos en blanco.
—No es bueno que estés aquí. Si alguien que no debe te ve, pensará que estás tramando algo y puedes tener problemas. Dime quién es el inspector tocapelotas. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.
Y tenía razón. En el club había todo tipo de personas. Y aunque era un lugar difícil al que acceder —ya que nos codeábamos con gente muy importarte, como herederos de grandes fortunas, artistas consagrados, elegantes banqueros o políticos de renombre—, si la policía se empeñaba, podríamos tener problemas. Uno de esos últimos personajes era Óscar, el hombre que seleccionaba a mis chicas para poder trabajar en el club; alguien que, según él, tenía buen ojo y buen bolsillo para que las mejores mujeres atrajeran a los hombres que precisaban de sus servicios. Todo esto por una cuantiosa cantidad de dinero que a mí no me importaba darle, puesto que, de esa manera, era él quien se encargaba de traerlas, y aunque sabía que no hacía uso de buenas mañas para hacerlo, seguía protegida. Y lo más importante de todo: mi venganza estaba tan cerca que podía tocarla con la palma de la mano.
En el caso de que alguien me viese salir de la comisaría, perfectamente podría pensar que estaba traicionando a algunos de mis habituales clientes, y eso no era nada bueno, pues la voz se correría de inmediato, y lo que en ese momento tenía como la torre más alta, podría caer de un solo golpe.
—El inspector Barranco, me imagino. —Jan soltó con tono agrio dicha evidencia cuando el chico guapo se acercó a nosotros. Antes de que Barranco pudiera abrir la boca, mi abogado prosiguió—: No tiene ningún derecho a retener a mi cliente aquí, por lo tanto, si va a realizarle alguna pregunta, hágalo de inmediato. No tiene todo el tiempo del mundo para permanecer en esta comisaría cuando no está acusada de nada.
—En ese caso, acompáñenme.
Unos segundos después, tras echarnos una mirada de victoria entre Jan y yo por haber dejado al inspector mudo, entramos en la dichosa sala. Me senté en una de las sillas mientras mi abogado hacía lo mismo a mi lado.
—Bien, ¿dónde estuvo anoche?
—En mi club —le respondí tajante.
—¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Llobet?
—En realidad, no lo vi.
—Miente —me aseguró.
Frunciendo el ceño, Jan se incorporó un poco en su asiento y, antes de que pudiera mencionar palabra, soltó:
—Está usted acusando a mi cliente. Por ello, no permitiré que responda a una sola pregunta más, a no ser que interponga una demanda contra ella. No tiene pruebas de nada y no puede retenerla aquí. Si está contestando a este interrogatorio, es por propia voluntad.
El inspector suspiró con arrogancia a la vez que la comisura de sus labios se arqueaba de forma imperceptible, para, después, fijar sus ojos en mi rostro, que no mostraba ningún signo de emoción.
—¿Cree