Matar a la Reina. Angy Skay
tacones detrás de mí. Seguidamente, la impoluta de Eli apareció limpiándose las manos con un trapo. Sonrió al ver Ryan, con quien se llevaba de maravilla. Conocimos a Ryan una noche en el club. Se montó una pelea en mitad de la pista y él fue quien sacó a los dos hombres que se golpeaban como bestias. Desde ese día tuve claro que tenía que formar parte de mi seguridad, así que cuando se lo propuse, no dudó ni un instante.
—Hola, Ryan. —Le sonrió.
Él le devolvió un hola silencioso a la vez que en sus ojos se marcaba una profundidad debido a su sonrisa. Estaba casado, su mujer vivía en Londres, pero todas las semanas venía para pasar con él unos tres o cuatro días, dependiendo del trabajo que tuviese. Era un alto cargo político, y nunca profundizamos en su vida sentimental, ya que debido al tipo de negocios que llevábamos, cuanto menos se involucrara a la familia, mejor.
—¿Qué vas a hacer con el llorón?
Puse los ojos en blanco ante el comentario de Eli y la miré con mala cara.
—Si a ti te pusieran una rata, veríamos si llorarías o no —le aseguré—. Por cierto, ¿la has devuelto a su alcantarilla?
Asintió.
—¿Una rata? ¿Qué cojones habéis hecho? —Ambas miramos a Ryan, quien achicó los ojos lo suficiente, hasta que dijo—: Voy a colocarme esto, prefiero no saberlo. Juntas sois como una jodida bomba a punto de explotar.
Desapareció escaleras arriba, dejándonos solas. Miré a Eli y suspiré.
—¿Crees que estoy haciéndolo bien?
Apoyé las manos encima de la barra y contemplé todas las botellas sin fijarme en un punto concreto.
—Si te refieres a lo de antes…, tampoco ha sido tan grave. —Intentó hacer una broma, la cual tuvo efecto.
—Me importa una mierda si le hubiera comido la barriga entera. Esa gente hace cosas peores. Esa gente mata a hombres, mujeres y niños inocentes sin que les tiemble el pulso. —Mi rabia se acrecentó—. Esa gente solo sabe lo que es la maldad, y hay que pagarles con la misma moneda, o nos comerán.
—No era mi intención hacerte enfadar, Mica.
Giré mi rostro y la miré.
—Estoy un poco irritante con este tema, no me hagas mucho caso. Llevamos un año detrás de este tío y, como si nada, aparece con Óscar debajo del brazo.
Fruncí el ceño, igual que ella hizo con sus ojos.
—¿Crees que es una trampa? —me preguntó pensativa.
—No lo sé, Eli, no lo sé. Lo único que tengo claro es que, por mucho que le haya prometido, su jefe no va a mover un dedo por él.
—Le diré a Desi que no pierda de vista a Óscar durante unos días. Él no sabe que ella es parte de tu equipo de seguridad.
Asentí varias veces, exhalé un gran suspiro y decidí irme al sitio donde podía pensar con calma. Le dije adiós con la mano. No era necesario indicarle que tenía que llamarme si sucedía algo, pues todos sabían a la perfección cuáles eran sus cometidos, y era algo que valoraba de las personas que me rodeaban.
Cruzando la calle para llegar a mi pequeño estudio de pintura, pensé en mi abuela. Tenía que llamarla, tal y como me dijo Vanessa, y visitarla antes de marcharme a Atenas.
Sabía que tenía un billete de ida, pero no de vuelta.
5
¿Qué haces aquí?
El teléfono sonó varias veces antes de que descolgara con un «Dígame»; con poderío, con fuerza, como era ella. Sonreí al escuchar su voz, y no pude evitar echarla de menos al instante. Llevaba casi un año sin ir a verla, y eso, a veces, me ocasionaba mucho dolor, pero tenía claro que no quería involucrarla en ninguna de las mierdas en las que andaba metida. A ella no.
—¿Abuela? —le pregunté, a sabiendas de cuál sería su contestación.
—¡La madre que te parió! Llevas sin llamarme tres meses, ¡tres meses! —se escandalizó.
—Lo sé, abuela, pero es que…
—¡Ni es que ni mierdas! ¿Quién deja a su abuela de lado tres meses? Dime, niñata, ¿quién?
Estaba enfadada. Cuando me llamaba de esa manera significaba que había perdido los pocos papeles que le quedaban. Era una mujer mayor, que rondaba casi los ochenta años, pero se mantenía en una forma estupenda. Tenía una vitalidad y un ánimo por la vida increíbles, por no dejarse ningún pequeño detalle de este mundo, y algunas veces me abrumaba su manera de ver las cosas. Nunca le mentí, pero tampoco le dije toda la verdad. No podía contarle que tenía un club en el que se movían las cosas más ilegales.
Recordé el primer día que me vio después de la muerte de mis padres. Había que tener en cuenta que yo vivía en Moscú y ella en Huelva, por lo tanto, el cambio era considerable, pero no dudó ni un instante en trasladarse a Rusia si hubiera sido necesario. Aunque, al final, con ayuda de algunos amigos de mi padre, consiguió mi custodia y me trasladé a España, a su ciudad concretamente. Tenía los mismos ojos que mi padre: azules como el cielo. Era de complexión robusta, con grandes gestos marcados, y se notaba que había trabajado duro en el campo toda su vida.
—Lo siento —me disculpé por lo bajo.
—¿Qué has dicho? —insistió.
—Que lo siento. He tenido que cambiar de teléfono porque el otro se me ahogó en el fregadero de la cocina —le mentí.
Tuve que tirarlo en mi última investigación buscando a Carter para que nadie pudiera localizarme. Si su jefe se enteraba de que estaba viva, de que no morí aquel día, entonces mis bazas se reducirían de tal manera que necesitaría la seguridad de un ejército para que no acabara conmigo. No le tenía miedo a la muerte; en ocasiones, incluso deseaba que llegara. Me importaba bien poco todos los años que tardé en construir algo mío, y aunque no fuese limpio, eran mis cosas, era mi futuro. Antes de irme a Atenas dejaría un escrito con Jan ante un notario, en el que les cedería todas mis posesiones a Eli, a Ryan y a mi abuela; las tres únicas personas en el mundo con las que podía ser como quería, con la diferencia de que con Lola Bravo no podía ser sincera del todo.
—Y no puedo creer que… —Ella seguía con su reprimenda por mi falta de respeto hacia su persona—. ¿Es que no tienes mi número apuntado para llamarme con tu nuevo teléfono? —me preguntó tras su verborrea.
Intenté cambiar de tema para que dejara de pegarme la bronca del siglo, pero fue imposible. Cuando mi abuela entraba en un bucle, no había quien la sacara de allí.
Caminé hacia el final de la planta baja, donde tenía un diminuto estudio en el que me permitía el lujo de dejar de ser quien era para poder convertirme en la persona que siempre quise. Me descalcé, lanzando mis tacones a la otra punta de la habitación, y me puse unos planos que me supieron a gloria. Cogí una de las batas blancas que colgaban detrás de un perchero de madera desgastado y me la coloqué sobre mi vestido entallado. Tenía varias pintas de colores por toda la tela, pero no me importó; nunca lo hizo. Paseé mis dedos por todos los cuadros que había dibujado, notando la textura de los lienzos en las yemas, y suspiré por la espléndida sensación de tranquilidad que me otorgaban. Miré mi pared de la izquierda y examiné con añoranza uno de los diez cuadros que tenía expuestos allí. Muy poca gente sabía que me dedicaba a dibujar en mis ratos libres, cuando los tenía. Noté cómo el nudo se creaba en mi garganta, momento en el que comencé a dejar de respirar.
Pero ahí estaba mi Lola Bravo, sacándome de mis pensamientos y devolviéndome a la realidad:
—¿Estás escuchándome? —me preguntó tras cinco minutos sin dejar de hablar.
Y aguantar a tu abuela siquiera un minuto pegándote la mayor bronca del mundo era demasiado para el día que llevaba.
—Abuela, tengo que dejarte…