Matar a la Reina. Angy Skay

Matar a la Reina - Angy Skay


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a mucho tardar.

      Había algo que no me gustaba, y ese algo tenía nombre y apellidos de tirano. Tenía que quitármelo de encima cuanto antes, ya que comenzaba a arrepentirme de haber aceptado el dichoso trabajo que tanto misterio se traía.

      Cuarenta minutos después estaba plantado en la acera de enfrente del local de Micaela. Miré la fachada de reojo y vi una cola extensa de gente, para ser jueves, esperando en la puerta del club. Dos porteros flaqueaban la entrada. Ambos llevaban pinganillos en sus orejas, gafas de sol y trajes oscuros con camisas blancas. Volví mi vista al local al que pretendía ir y discerní desde las rendijas de la madera una tenue luz encendida. Estaba despierta.

      Miré el reloj y vi que eran casi las tres de la mañana, pero no me importó. La necesidad de estar cerca de ella me era más fuerte. Todavía no entendía el jodido motivo, y tampoco me gustaba. No podía enamorarme de una mujer, y menos de ella; de una frágil y buena persona, de alguien que, aunque la conociera poco, no tenía problemas ni se rodeaba de sangre y asesinatos. No. Si ella lo supiese, jamás podría llegar a quererme, por no hablar de la enorme distancia que nos separaba. Y aunque fuese lo de menos, el resto tenía demasiado peso como para obviarlo.

      Dirigí mis pasos hacia los tablones que cerraban la vivienda y me asomé por los huecos que había. Allí estaba: en la misma esquina, concentrada ante un enorme caballete con un lienzo considerable de lo que parecía ser la Catedral de San Basilio de Moscú. Pero no estaba seguro, ya que solo pude apreciar algunas formas de esta. No sabía nada de ella, simplemente que se dedicaba a la pintura y que era su pasión.

      Vi cómo se colocaba las gafas sobre el puente de su nariz cada vez que estas intentaban escapar. Ese gesto tan tonto me hizo gracia. Y, por qué no decirlo, mi bragueta casi reventó al pensar en esas manos sobre mi polla. Movía el pincel con una soltura desorbitante a la vez que mezclaba los colores en la paleta que sostenía en su mano izquierda. Por un momento, observé sus ojos brillantes cuando se quedó fijamente mirando el lienzo. Sin duda, le gustaba lo que acababa de conseguir.

      Llegué hasta la puerta, sin poder estar durante más tiempo observándola como si fuese un jodido demente, y giré el pomo. Sin embargo, esa vez estaba cerrada. Toque dos veces con impaciencia por tenerla frente a mí. Para mi disgusto, el minuto que tardó en abrir se me hizo eterno.

      Se asomó por la ventanilla que tenía justamente al lado y me vio. Sonreí como un imbécil. Cuando la puerta se abrió, noté que mi mundo se detenía y la mujer más hermosa que había visto en mis años aparecía ante mí. Su pelo negro y largo estaba recogido en moño desordenado, con varios cabellos sueltos sobre su cara. Me miraba con ojos de sorpresa mientras pretendía mostrar un enfado que sabía que conseguiría que se le quitase de cualquier forma. Admiré su altura, su rostro ovalado, sus finos labios, que pedían a gritos ser devorados, y su piel tan blanquecina como la nieve.

      No me hicieron falta palabras para expresar lo que necesitaba, lo que ambos necesitábamos. Di un paso al frente con firmeza. Ella no se movió del sitio, y tampoco apartó sus océanos de mí, que en ese momento me parecieron más oscuros que de costumbre. Entreabrió los labios un poco mientras en su mano izquierda seguía sosteniendo la paleta y, en la derecha, el pincel.

      Di otro paso más y llegué hasta ella, desde donde la contemplé con devoción. Era tan bonita… Tan… distinta. Elevé mi mano para tocar con suavidad su mejilla. En el momento en el que cerró los ojos, creí desfallecer por esa exorbitante belleza que me encandilaba. Agarré con suavidad su nuca hasta que nuestras frentes se tocaron, posándose la una en la otra. Me miró a través de sus pestañas, no supe si con impaciencia o con ganas de arrancarme hasta el último trozo de tela que tenía mi cuerpo, como estaba deseándolo yo. Bajé mis labios por su nariz, únicamente deleitándola con mi tacto, me paseé juguetón por sus labios, el lóbulo de oreja, y después… le pegué una patada a la puerta que por poco no la tiré al suelo cuando se cerró.

      Estampé mis labios sobre los suyos y, sin pedir permiso, los devoré. Lo hice con fruición, hasta que me di cuenta de que mi hambre no menguaría ni un ápice hasta que no estuviera enterrado en lo más profundo de sus entrañas, hasta que no la acorralase contra cualquiera de las paredes de su pequeño estudio y la hiciera mía como un auténtico salvaje, hasta que no oyese sus gemidos, mi nombre en su boca y sus orgasmos me mostrasen su cuerpo deshecho en mis brazos. No. Hasta ese momento, no podría enfriar lo que sentía.

      Cogí con ambas manos su trasero y lo elevé con tal rapidez que enroscó las piernas en mi cintura. Pude escuchar el ruido del pincel por un lado y la paleta chocar contra el suelo; seguramente, creando una gran combinación de colores en el parqué. Con ella en brazos, di dos zancadas más y llegué a la mesa, donde tenía varios botes de pintura esparcidos junto con la fotografía que, como supuse, era la Catedral de San Basilio.

      Colocó sus manos en el bajo de mi camiseta informal y tiró de ella. Tuve que hacer el enorme esfuerzo de separarme para que me la sacase por la cabeza. En ese momento odié no haberme puesto una camisa con botones para que no hubiera tenido que interrumpir nuestra unión. Me miró a los ojos por un segundo, y pude apreciar la hinchazón de sus sonrosados labios; se mordió el inferior. Con agilidad, pegué un tirón de él cuando lo dejó libre y lo solté, para después volver a devorarlo con lujuria. Paseó sus manos con delirio por mi pecho mientras yo me proponía a toda costa deshacerme de la puta bata que tapaba parte de su cuerpo. Seguidamente, en un abrir y cerrar de ojos, hice lo mismo con el vestido que llevaba, y recordé una cosa.

      La levanté de su asiento, giré su cuerpo por completo y la obligué a apoyar sus manos en la mesa, la cual, previamente, limpié de un manotazo, tirando todo lo que había encima. Sujeté sus caderas con fuerza, notando cómo mi polla reventaría de un momento a otro si no le daba una solución con rapidez. Cogí ambos filos de la tela de sus braguitas y tiré de ellas hacia abajo, hasta que descansaron en sus tobillos. Me agaché para estar a la altura precisa, toqué su gemelo y ella levantó la misma pierna. Después, repetí el proceso con la otra. Subí mi mano desde su empeine hasta la cara interna de sus muslos con suma delicadeza y parsimonia; se merecía que la hiciera sufrir. Apreté sus nalgas con ganas, las mordí con saña y, a continuación, cumplí con lo que horas antes le había dicho: alcé mi mano y le di un golpe lo suficiente eficaz como para dejar una pequeña marca en su cachete derecho. Ella pegó un respingo seguido de un gemido que me hizo perder la poca cordura que me quedaba en aquel momento.

      —Espero que te acuerdes de esto la próxima vez que decidas darme una bofetada —murmuré roncamente.

      Escuché su risa, y eso me volvió más loco de lo que estaba. De nuevo, bajé mis manos por sus largas piernas hasta llegar a sus tobillos, donde me detuve. Desabroché mi pantalón, a sabiendas de que me correría sin haberla tocado si seguía por el mismo camino. Aparté sus piernas con mis manos y mi lengua comenzó a crear un camino desde abajo hasta llegar a su trasero. Sin pensármelo, metí mi cabeza entre sus piernas y pasé mi lengua por su abertura, lo que hizo que otro gemido aún mayor saliera de su garganta.

      Necesitaba poseerla cuanto antes, o moriría allí mismo. Pero lo que remató mi paciencia fue oír de esa manera tan erótica mi nombre en sus labios:

      —Jack…

      Pasé mi lengua una última vez, degustando su humedad provocada por mí. En ese mismo instante, unos atronadores golpes resonaron de tal forma en la puerta del estudio que hicieron que me parase un segundo para mirarla.

      La pasma

      Micaela Bravo

      Observé la cabellera castaña con destellos rubios que tenía entre mis piernas. Podía verlo poco, pero podía. Sentí que mi cuerpo ardía al mismo tiempo que golpeaban la puerta con una insistencia poco común. Suspirando, me separé de Jack, quien se levantó al momento con el ceño fruncido.

      —¿De verdad que no esperas a nadie en tu casa?

      Me giré antes de llegar a la puerta y negué con la cabeza en un simple gesto mientras me colocaba el vestido lo mejor que podía. Miré por la ventana y me di cuenta de que era Eli. Eso significaba una sola cosa:


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