Matar a la Reina. Angy Skay

Matar a la Reina - Angy Skay


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      Cuando todos se pusieron manos a la obra, cogí un vaso y lo llené de ron hasta que el líquido se desbordó y cayó encima de mi mesa. Me lo bebí de un solo trago, empezando a notar la necesidad que tenía por irme a dormir.

      Pero nada más lejos de la realidad.

      Un rato después, antes de salir por la puerta de mi despacho, escuché:

      —Policía, que nadie se mueva.

      La trampa

      Recorrí el pasillo todo lo rápido que mis tacones me permitieron hasta llegar a la última puerta que accedía al club. El resto —las habitaciones, salas de reuniones y despachos— estaban separados en la planta superior, al final de un pasillo sumido en la oscuridad. Algunos espacios del local tenían que pasar desapercibidos, y la mejor forma era esa. La pared estaba empapelada con el mismo forro negro acolchado que había en la planta de arriba, y era prácticamente imposible encontrar la entrada si no la conocías.

      Sí, en ocasiones, el local era un laberinto.

      Abrí la puerta con cuidado cuando advertí que en la planta superior no había nadie. Los gogós estaban bajando de las tarimas, y los únicos que quedaban eran cuatro clientes borrachos que no podían ni levantarse de los sillones de la zona de reservados. Solté un gran suspiro al no ver a Eli ni a Desi. Ryan era el único que permanecía impasible, contemplando a todos los policías moviéndose revolucionados por la sala. Miré el enorme reloj de la pared central. Eran las cinco y media de la mañana. Bajé por las escaleras traseras para no ser vista y me incorporé por uno de los rincones de la gran sala.

      —¡Registradlo todo! Habitaciones, salas, barras, aseos, ¡todo!

      Desde mi posición pude escuchar a mi gran roca, Ryan, rugir como un león. Llegué hasta él, le pasé una mano por la espalda y me pegué a su oído.

      —Te dije que te fueses.

      —No iba a dejarte sola con tanto gilipollas.

      No se cortó en decirlo a viva voz. El inspector se giró y me contempló de frente.

      —Me asombra la rapidez que ha tenido para vaciar el local.

      —Y a mí me asombra la poca palabra de la que dispone, inspector.

      Enmudeció durante unos segundos, hasta que mostró una sonrisa triunfal. Ryan apretó los puños en un instinto asesino, el mismo que yo tenía. Comencé a plantearme matarlo delante de todos sus compañeros, pero me di cuenta de que sería una estupidez por mi parte, ya que no conseguiría mucho.

      Después de más de cuatro horas de registro, los agentes terminaron su trabajo mientras yo esperaba con un Ryan cabreado hasta la médula, sentando en el taburete de al lado.

      —¿Quieres un trago? —le pregunté, levantándome.

      —En todo caso, debería servírtelo yo a ti. —Me miró de reojo y con diversión.

      Le correspondí. Era un buen tipo, y tenía un humor que le levantaba el ánimo a un muerto, como siempre decía mi abuela. Vertí un poco de whisky en su vaso, mientras que en el mío solo eché agua. Alzó una ceja, sorprendido.

      —Creo que hoy me he pasado bebiendo —contesté a su pregunta muda.

      Chocó su vaso con el mío y se lo bebió de un trago justo en el momento en el que el tocapelotas del inspector llegaba hasta nosotros.

      —Espero que las cuatro horas de sueño que me ha quitado valgan la pena, o le romperé la botella de whisky en la cabeza, soplapollas.

      Barranco alzó la barbilla y sonrió con chulería.

      —En ese caso, querrá decir que tiene usted ganas de dormir en el calabozo.

      Ryan no meneó ni un musculo; al revés, lo contempló más desafiante, si es que podía, a la vez que su gran dedo índice daba pequeños golpes en la barra y su ceño se fruncía de mala manera.

      —Te dejo con este imbécil. No tiene pinta de querer matarte —añadió sin quitarle la vista al inspector—. No obstante, llámame si me necesitas.

      Aniquilando a todos los policías que lo observaban con temor, algunos con puro pánico, desapareció. Un solo puñetazo por parte de Ryan sería capaz de llevarse a dos de ellos. Volví mi vista al hombre que tenía delante, instándole a que hablara, y él se sentó a mi lado.

      —¿Dónde guardas las drogas? —Directo al grano.

      —No vendo drogas; vendo copas —le contesté tan normal.

      —¿Quién te las pasa? —volvió a la carga.

      —Nadie, porque, repito, no vendo drogas.

      —¿Dónde están las chicas?

      —Aquí delante tiene a una —le respondí con sorna, sabiendo que su pregunta no iba por ahí.

      —Sabe perfectamente que me refiero a las prostitutas que tiene en su club.

      —Es un poco difícil follar en los reservados a la vista de todo el mundo.

      No se inmutó por mi vocabulario.

      —Tiene más reservados privados.

      —En concreto, dos. Pero no hay putas en mi club.

      —Sí que las hay.

      «Y dale…», pensé. Se hizo el silencio entre nosotros mientras veía cómo los demás policías desalojaban el local.

      —He encontrado unas gotas de sangre en el reservado dos —prosiguió—. ¿Tampoco sabe de quién son, Micaela?

      Era la primera vez que pronunciaba mi nombre, y he de decir que fue muy tentador oírlo con esa firmeza. Hice una mueca con los labios. ¡Maldito Tiziano! Lo disimulé lo mejor que pude y mi rostro no reveló ningún signo de emoción.

      —Cuando la gente se pone borracha, se golpea, se hace sangre… En fin, no creo que tenga que especificar. No sé de quién puede ser.

      —Me he llevado una muestra, por si acaso —añadió, levantándose del taburete. —Parecía un gigante del norte visto desde la posición en la que yo estaba—. Le aseguro que encontraré la manera de desbaratar todo lo que tiene montado. Y no va a pasarse un año en la cárcel, no. La encerraré de por vida —murmuró casi pegado a mi rostro.

      —Veo que tiene algo personal conmigo. —Me mojé los labios de esa forma tan sensual que derretía a todos los hombres—. Por cierto, mi nombre en su boca… —sonreí— suena muy bien. Le invito a la fiesta de esta noche, así haremos las paces.

      Me levanté de mi asiento y, a continuación, extendí mi mano invitándolo a marcharse. Se debatió entre hacerlo o no, hasta que finalmente decidió que era la mejor opción. Eso sí, no me quitó la vista de encima en ningún momento hasta que desapareció por las grandes puertas de la entrada.

      Salí minutos después y le mandé un mensaje a Eli para que se encargara de avisar al personal y vinieran un par de horas antes. Habían dejado el local hecho un auténtico desastre, y con solo recordar que esa noche teníamos la maldita fiesta que ella había decidido celebrar, me entraron ganas de suicidarme.

      Entré en mi coqueto apartamento y me tiré en la cama sin importarme la ropa ajustada que llevaba ni el maquillaje. Me quité los zapatos como pude y extendí mis manos en cruz con la cara bocabajo. Estaba agotada.

      Escuché el estridente ruido de la melodía de mi teléfono y me dieron ganas de estamparlo contra la pared. Cuando lo cogí, la llamada había finalizado y, en su lugar, un mensaje de Eli relucía en la pantalla.

      Eli:

      Despierta.

      Era lo único que ponía. Miré la


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