Matar a la Reina. Angy Skay

Matar a la Reina - Angy Skay


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convencido y puso el motor en marcha.

      Paramos el coche pocos minutos después, cuando llegamos al aparcamiento público de la zona. En efecto, no había ni un alma en la calle. Oí un fuerte suspiro por su parte antes de abrir la puerta y bajarse. Lo imité, sin llegar a poner los pies en el suelo del paseo. Él rodeó el coche y se colocó frente a mí. Sujetó mis caderas con sus grandes manos y, sin mediar palabra, estrelló sus labios contra los míos. Mis manos se enredaron en su pelo, tirando de él. El beso comenzó a hacerse más profundo, más salvaje. Mi sexo lanzó gritos de socorro a escalas inimaginables, y todo mi cuerpo tembló cuando sus enormes brazos me aprisionaron entre el coche y él. Bajé mis manos por su pecho, para después masajear con delirio sus brazos firmes y tersos.

      Noté que me faltaba el sentido a la vez que me olvidaba del resto del mundo y de todos los problemas que tenía. Sentí el frío invadirme cuando se separó de mí. Con fuerza, tiró de mi mano hacia el paseo marítimo. No entendía su prisa por ponerse a caminar después de llevar minutos restregando nuestros cuerpos hasta la saciedad, pero pronto me di cuenta de cuál era el verdadero motivo.

      Saltó por encima del muro que separaba la playa del asfaltado y extendió su mano para ayudarme a bajar. La cogí sin ti titubear. En el momento en el que mis pies tocaron la arena, Jack agarró mi trasero con fuerza e hizo que enlazara mis piernas alrededor de sus caderas. Buscó mi boca con ansia, tanta que nuestros dientes chocaron a la par que nuestras lenguas se jugaban la vida por saborearse.

      Antes de lo previsto, llegamos a la línea que separaba el mar de la arena. Cuando quise darme cuenta, mi cuerpo se impregnó de agua y tierra. Los fuertes brazos de Jack se colocaron a ambos lados de mi cabeza, dejando así apoyados los codos en la fina arena de la playa. Sentí su enorme bulto haciendo presión en mi entrada, y no pude evitar invitarlo a entrar lo antes posible, elevando mis caderas en busca del alivio que necesitaba. Una de sus manos voló hacia abajo, y lo único que pude escuchar entre nuestras respiraciones descompasadas fue su cremallera al bajarse. Después, sentí cómo apartaba a un lado mi ropa interior. Seguidamente, la misma mano se introdujo por debajo de mi vestido justo cuando separábamos los labios y nuestros ojos conectaban con una intensidad arrolladora.

      No hicieron falta palabras. Ambos lo deseábamos, ambos necesitábamos sentirnos piel con piel. Sin apartarme la mirada, noté su dura y gruesa envergadura entrando en mí, apretando mis estrechas paredes hasta llegar a mis entrañas. Durante unos segundos se mantuvo quieto, sin hacer un simple movimiento, únicamente contemplando mis ojos expectantes, igual que yo los suyos. Moví mis caderas para instarlo a continuar, pero se negó, posando una de sus manos sobre mi vientre.

      —¿Por qué he hecho más de mil kilómetros para venir a verte? —susurró.

      Más que preguntármelo a mí, parecía debatir consigo mismo.

      —No lo sé, Jack… —le contesté en un murmuro.

      —¿Por qué siento que el mundo desaparece cuando te veo?

      Tragué el nudo que empezó a crearse en mi garganta. Porque a mí también me pasaba lo mismo, aunque me negase a admitirlo. Salí del paso con una estupidez más grande que yo:

      —Porque la incógnita de no conocer a alguien es más fuerte que cualquier sentimiento.

      —Te he visto dos veces en mi vida. Tres, para ser exactos.

      —Un punto más a mi favor, quizá.

      ¿Qué demonios estaba diciéndole? ¡Me confundía! Sabía perfectamente que podría tener a la mujer que desease a su lado cuando le diera la gana. Lo mismo que sabía que la conexión que ambos teníamos no era normal. Pero no estaba dispuesta a decírselo.

      —Necesitarás muchos más puntos a tu favor para poder despegarme de ti, por lo menos esta noche.

      Tragué saliva antes de que mi lengua se adelantara, como habitualmente hacía con él:

      —Nadie ha dicho que eso sea lo que quiera.

      —En ese caso, espero que estés preparada.

      Y sin más palabras, sin más sonidos que no fueran nuestros sexos al chocar con locura, comenzó a embestirme con una fuerza desmedida. La marea empezó a subir y noté mi pelo empaparse del agua salada, dejando pequeños regueros de arena a su alrededor. Pero no me importó, nada me importaba en aquel momento.

      Mis jadeos eran cada vez más elevados; los suyos, también. Sentí cómo el primer orgasmo de los muchos que me había prometido llegaba a pasos agigantados mientras bombeaba sin parar dentro de mí, haciendo que todos mis sentidos se esfumaran como el humo de un cigarro. Me deshice en sus brazos, como siempre ocurría en cada uno de nuestros encuentros, sintiendo lo que ningún hombre había conseguido hasta el momento. Porque en aquel instante toqué las estrellas de cerca, en aquella playa, con el mar atrapándonos y con la luna como único testigo de nuestro encuentro prolongado, que se extendió más de la cuenta.

      Lo empujé para tomar las riendas de la situación, poniéndome a horcajadas sobre él. Sujeté su rostro con ambas manos, perdiéndome en su boca, sintiendo su dureza clavarse en mí sin descanso. Arqueé la espalda lo suficiente cuando el éxtasis se acercó de nuevo, y él aprovechó para buscar mis pezones erectos, que exigían atención inmediata bajo la fina camiseta. Hinqué mis uñas con fuerza en su camisa y apoyé mi frente en la suya cuando el placer me arrolló de nuevo.

      Espérame

      Bajo aquel manto de estrellas, nos regalamos mutuamente el placer que tanto deseábamos, hasta que el sol salió de nuevo. Llegué a la casa de mi abuela alrededor de las ocho de la mañana, cuando los rayos ya impactaban de manera considerable sobre nosotros. Aparcó en la puerta y paró el motor.

      —Tengo que volver a Barcelona. Mi vuelo sale a primera hora.

      Tragué saliva. No me apetecía en absoluto que se marchara.

      —Yo volveré esta tarde también.

      El silencio se hizo entre nosotros. No sabíamos qué decirnos o qué no. Contemplé la ventanilla mientras soltaba un suspiro. ¿Qué estaba pasándome? Por una vez en mi vida, y aunque tenía claro que la bronca se la llevaría, me alegré de la idea que tuvo Eli al darle la dirección en la que me encontraba.

      —Toma. —Giré mi rostro para descubrir que me tendía una tarjeta. Arrugué el entrecejo al no saber qué era, hasta que aprecié un número de teléfono—. Nunca nos hemos dado los teléfonos siquiera —prosiguió—. Tengo previsto volver a Barcelona en breve. Envíame un mensaje y guardaré tu número.

      Asentí.

      —Quizá deberías descansar un poco. Es un largo viaje para hacerlo sin dormir después de la paliza de coche que te diste ayer —murmuré como una idiota.

      —No te preocupes, descansaré en algún lugar de carretera a mediodía.

      —Si quieres, puedes hacerlo aquí —le sugerí.

      No sabía cómo cojones entablar un tema de conversación con él, y eso me puso de los nervios. En el momento más tenso, mientras nuestros ojos se contemplaban brillantes, unos golpes en la ventanilla me sobresaltaron.

      Mi abuela.

      —¡Fiesteros! Vamos, que se nos hace tarde para hacer las croquetas.

      De reojo, vi cómo Jack elevaba una ceja.

      —Gracias por la proposición, Lola, pero debo marcharme, tengo mucho camino y…

      Mi abuela lo interrumpió:

      —¡Ni de broma! ¿Estás loco, muchacho? Darte semejante paliza sin haber descansado nada, ¡para que te pase algo en la carretera! ¡De eso ni hablar! Dentro los dos, vamos.

      Enmudecimos, y no pude evitar soltar una risa cuando vi que él lo hacía también. La que era como mi madre me miró de arriba abajo, para después poner los ojos


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