Matar a la Reina. Angy Skay

Matar a la Reina - Angy Skay


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estaba… Aquello no era más que un simple revolcón o, mejor dicho, unos simples revolcones con una persona que me atraía de una manera sobrenatural.

      —Esperad aquí —anunció en la entrada de la casa.

      Desapareció por la puerta. Eché un vistazo para saber adónde iba. Segundos después, apareció de nuevo con el bolso colgado.

      —Voy a salir a comprar dos cosas que me faltan a la tienda de la calle de atrás. —Sujetó con fuerza el bastón de madera—. Acabo de dejaros toallas limpias en el baño. No pensaríais tocar mis croquetas con la cantidad de arena que lleváis encima, ¿verdad? —Enarcó las cejas, sorprendida por su propia pregunta.

      Hice una mueca sin saber qué contestar. Pero ¿qué narices me pasaba?

      Noté la mano de Jack empujándome hacia el interior al mismo tiempo que mi abuela cogía carrerilla y desaparecía de nuestra vista. Llegué al cuarto de baño y lo invité a pasar. Me observó desde su imponente altura mientras extendía mi brazo para que accediera. Él, al ver mis intenciones de marcharme para dejarle espacio, agarró mi mano y cerró la puerta, en la que, segundos después, apoyó mi cuerpo y comenzó a devorar mis labios con bestialidad. Subió sus manos, ejerciendo una presión desmedida en mi vientre, hasta que llegó a mis pechos, donde se perdió un buen rato. Restregué mi cuerpo como una gata salvaje, permitiéndome investigar con mis manos hasta el último rincón de su figura. Toqué sus bíceps por debajo de su camiseta pegajosa y llena de arena, haciendo que un montón de pequeños puntitos se esparcieran por el suelo.

      A trompicones, en medio del pequeño cuarto de baño, fuimos deshaciéndonos de nuestra ropa con urgencia. Poco después, el agua de la ducha cayó helada encima de nuestras cabezas, lo que hizo que yo pegara un respingo; él ni se inmutó. Por un momento, el tiempo se detuvo cuando diminutas gotas cayeron de manera sensual por el nacimiento de su cabello, y sus ojos me antojaron más verdes, si es que eso era posible. Bajo mi estado de embobamiento, noté su dureza pegada a mi vientre. Sus brazos estaban laxos. Los apoyó a ambos lados de mi cabeza para seguir escrutándome con detenimiento. Entreabrí mis labios, muerta de deseo, notando cómo mi sexo se humedecía sin control. ¿Por qué tenía esa jodida mirada capaz de matar a distancia? O, mejor dicho, capaz de derretir el mismísimo polo norte. Era un hombre prohibido, un hombre en el que la palabra «peligro» se reflejaba en su frente. Sin embargo, en ese momento le puse una mordaza a la voz que intentaba advertirme de lo que estaba por venir.

      —¿No pensarías que iba a ducharme solo? —me preguntó sin romper su conexión.

      Sentí que el pecho se me hinchaba, dando lugar a una presión que no pude descifrar. Intenté respirar, pero sus ojos salvajes me hipnotizaron de tal manera que creí desfallecer en ese mismo instante. Sus expertas manos se pasearon por mi figura a su antojo mientras yo no podía hacer otra cosa que observarlo. Vi cómo descendía por mi pecho y mi vientre, hasta que llegó a mi monte de Venus para hacerme sufrir lo suficiente. Agarró mis nalgas con brutalidad y, después, introdujo su cabeza en la cara interna de mis muslos, donde comenzó con un reguero de castos besos a la par que su lengua dibujaba invisibles círculos que me erizaban el vello.

      Sentí el calor de esta cuando se deslizó entre la abertura de mi sexo y comenzó introducirse en él con calma. Creí morir. Posé mis manos en sus hombros, pensado que las piernas no aguantarían mi propio peso, e intenté por todos los medios quedarme de pie. Una mano comenzó a masajear mi pierna derecha y a castigar mi botón con soltura. Con la otra, vi que se agarraba su hinchado miembro y comenzaba a deslizarlo arriba y abajo, con lentitud. Esa imagen me puso más caliente, si es que era posible. Deseé ser la mano que lo acariciaba, los labios que lo besaran y la boca que lo devorara. Hice el amago de apartarme, pero me lo impidió soltando su miembro para apretar mi cuerpo contra el frío azulejo de la ducha. Elevó sus ojos hasta que se topó con los míos y, con una contundente frase, me advirtió:

      —No te muevas, y no grites. —Eso último lo dijo sonriendo. Volvió a mi sexo y concluyó—: Si no, pararé.

      Me dejé hacer durante no sé cuánto tiempo, viendo cómo castigaba su erección con una brutalidad tremenda. Sus movimientos iban acompasados con los ataques a mi sexo. Eché la cabeza hacia atrás, arqueando mi espalda, sintiendo que el aire no llenaba lo suficiente a mis pulmones y comenzando a marearme cuando noté la forma en la que el orgasmo se acercaba. Cogió mi tobillo y tiró de él hacia abajo, de manera que terminé tumbada en el plato de la ducha con las rodillas dobladas a media altura, ya que no cabíamos para extendernos tanto. Pensé que me follaría como un loco, pero eso no sucedió. Ascendió por mi vientre repartiendo pequeños lametones, llegó a mi boca y se perdió en ella, sin dejar de bombear con sus dedos dentro de mí.

      —Jack… —gemí.

      Sentía que llegaba tan rápido que me maldije por no esperar un poco más, aunque lleváramos bastante tiempo en la ducha; tiempo que a mí se me hizo corto para lo que deseaba.

      Al escuchar su nombre en mis labios, se separó de mí, irguió su cuerpo y se quedó entre mis piernas sin dejar de contemplarme. Sus ojos se clavaron en los míos como el fuego que arrasa un campo lleno de matas secas. Masajeó su miembro sin descanso, acentuó su mirada y, con la voz más erótica que había escuchado en mi vida, me dijo:

      —Córrete, Micaela.

      No necesité nada más para dejarme arrastrar por la pasión que me arrollaba. Noté que un líquido caliente caía sobre mi vientre, empapándolo por completo. Comprobé con mis propios ojos cómo culminaba sobre mí mientras su hermoso rostro se echaba hacia atrás y entreabría los labios. En ese instante, creí que explotaría de nuevo con solo contemplar su endiablado cuerpo.

      Media hora después, mi abuela se movía con soltura por su cocina, que era la parte más grande de la casa, junto con el salón. Cogió un enorme paquete de harina y yo me senté para comer algo.

      —¿Quieres café? —interrumpí la conversación tan divertida que tenían sobre recetas de cocina.

      Ya sabía una cosa más: le gustaba cocinar.

      —Sí, por favor.

      —¿Azúcar? —le pregunté, estirándome para coger las tazas que estaban en el último estante.

      Mi abuela no las usaba, y yo era persona de desayunar con grandes tazas de porcelana casi siempre, y si era con el dibujo de una Matrioshka, la muñeca típica rusa, mejor que mejor. Ella tenía una taza especial guardada en ese mismo estante. Era blanca, con una muñeca con muchos toques rojos, mi color favorito. Saqué otra en tonos azules y vertí el café.

      —No. —Se la dejé frente a él—. Gracias —susurró con media sonrisa y miles de promesas pecaminosas.

      Cogí la mía y la llené hasta que la leche fría casi se desbordó. Me senté a su lado y di un pequeño sorbo, escuchando su conversación:

      —No puedo creerme que te guste la cocina y nunca hayas hecho esta receta. —Mi abuela se refería a las croquetas.

      —Nunca me llamaron la atención, pero tampoco tuve a nadie que me la enseñara. —Sonrió, aunque esa sonrisa no iluminó sus ojos, como habitualmente sucedía.

      —¿Tu madre nunca las ha hecho? —se extrañó.

      —Me crie en un hogar un tanto extraño. —El ambiente se tensó—. Y la familia que me adoptó no cocinaba mucho, que se diga.

      Al ver que el silencio se creó en la cocina, mi abuela, experta en situaciones complicadas, salió del paso:

      —Pues has hecho bien en conocerme entonces. Ya verás como no se te olvida en la vida. —Se colocó un triunfo ella sola.

      —De eso estoy seguro. —Me miró con un brillo especial en los ojos. Yo hice una mueca. Mi abuela era así, y como ella decía, «Soy como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como»—. ¿Tomas la leche sin nada?

      De nuevo, pareciendo más tonta que lista y sin saber el motivo, moví mis hombros en señal de «Sí, ¿qué pasa?».

      —Es lo que


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