Matar a la Reina. Angy Skay
te vale, porque no pienso hacer la compra hasta que llegues. Y que sepas que voy a dejar las cajas de pizza amontonadas en tu cama, por capullo.
Y colgó sin más mientras yo seguía riéndome por la situación tan absurda. Parecíamos un matrimonio.
La puerta del edificio que tenía delante de mí dejó de estar alumbrada. Supe que era el momento, así que bajé de mi coche para encaminarme hacia el parquin de aquel edificio, donde trabajaba el siguiente de la lista que Anker me había proporcionado.
No me costaba nada obtener la información, ya que cada vez que me pasaban uno de los dichosos nombres de la lista, a los pocos minutos recibía una carpeta con toda la información necesaria, y en esa ocasión, eran tres las que tenía en el hotel. Todavía no sabía el motivo de tan temible amenaza, sobre todo por acabar con gente como la que me había pedido, pero tenía claro que tarde o temprano me enteraría. Si no, ya buscaría mis medios para encontrar esa información que me quitaba el sueño algunas noches. Anker Megalos llevaba sin solicitar mis servicios desde hacía mucho tiempo, y en cierto modo sabía que mi marcha le había supuesto un gran disgusto.
Abrí la puerta trasera del garaje de las oficinas y me colé escaleras abajo hasta llegar a una planta que se encontraba totalmente a oscuras. Fui directo al cajetín de la luz, que estaba en esa misma salida, y corté los cables, dejando solo así las de emergencia encendidas. Busqué el coche de la susodicha y lo abrí con un ágil movimiento, rompiendo con sumo cuidado el cristal de la ventanilla trasera, la cual no vería al salir por la puerta. Me sorprendí al comprobar que no disponía de alarma. Y fue mejor; así me evitaba más trabajo. Me senté en el asiento, esperando a que llegase el enigmático momento de quitarle la vida a una de las peores personas que había visto jamás.
Anabel Ferrer era una de las empresarias con más poder en el mundo de la banca, la que se encargaba sin ningún pudor de dejar a miles de familias en la calle, dada la crisis económica que España estaba pasando por aquel entonces. Además, pude verificar ciertos datos que me trasladaron dentro de la caja de Pandora, como yo llamaba a las carpetas que algún chico de los de Anker me traía, y me di cuenta de que no solo se dedicaba a eso, sino que también estaba dentro de todo el meollo de la trata de blanca con menores; algo que me repugnaba. En mi trabajo tenía claro que a mí me pagaban y yo asesinaba. No había más. Pero también sabía qué límites no traspasaría nunca.
Escuché unos tacones pisando con fuerza el suelo gris del garaje. Me recosté en el asiento y esperé unos minutos, hasta que una mujer morena, con el cabello por los hombros y un cuerpo entrado en carnes, pulsó la llave de su coche. Se acomodó en el asiento como si tal cosa y metió la llave dentro de la ranura del contacto. Me incorporé lo suficiente para que pudiese oírme a la vez que me colocaba con la otra mano el pasamontañas para que no pudiera reconocerme, aunque eso tampoco importaba mucho.
—¿Qué tal lleva el tráfico de niñas?
Pegó un bote en el asiento, y comprobé por el espejo retrovisor que palidecía por segundos.
—¿Quién es usted? —me preguntó aterrada—. ¿Por qué lleva un pasamontañas?
Intentó hacer el amago de coger su bolso, pero se lo impedí cuando mi brazo rodeó su delicado cuello.
—¿No le da vergüenza? Tiene usted dos hijas de seis años. ¿Se imagina que las deportaran a otro país para prostituirlas?
—¡Su...! ¡Suél… te… me! —balbuceó, casi sin poder respirar.
—No tengo paciencia para estas cosas, señora Ferrer. El mundo se alegrará de su muerte, o por lo menos de no tener a semejante monstruo en él.
Y me encargaría de eso: de difundir hasta la saciedad quién era ella. Ya tenía a Riley con todo preparado, y en cuanto su muerte se confirmara, los medios explotarían como una bomba con miles de noticias sobre Anabel Ferrer.
—Dulces sueños. Espero que se encuentre con todas las almas inocentes que ha arrebatado.
Apreté con fuerza su garganta hasta tal punto que abrió los ojos en exceso debido a la presión y a la asfixia que estaba experimentando. Sus manos dejaron de intentar apartar las mías y, finalmente, su cuerpo cayó laxo en el asiento. Bajé del vehículo, abrí su puerta y pulsé el botón de la ventanilla para terminar de rematar el trabajo. Saqué mi pistola con silenciador de la parte trasera de mi pantalón y disparé a su frente, concluyendo mi misión ese día.
Contemplé mi reloj de nuevo. Solo había necesitado una hora para acabar, así que decidí que quizá era lo suficientemente pronto como para poder darme una vuelta por Barcelona y pararme en el sitio que estaba deseando desde por la mañana.
El teléfono vibró en mi bolsillo y paré en el arcén al darme cuenta de que era él quien me llamaba.
—¿Has terminado de sacar la basura?
—Sí.
—¿Has abierto el próximo?
—No.
Se refería a la carpeta.
Nunca había tenido trabajos tan extensos, y no me gustaba ser impaciente ni obsesionarme con la siguiente persona. Por eso mismo preferí esperar antes de echarle ni un simple vistazo a la documentación que reposaba en mi habitación del hotel.
—Deberías mirarla antes de estar paseando. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Pareció molesto al otro lado de la línea, y me atreví a ser tan impertinente como de costumbre:
—¿Por qué, Anker?
—¿Por qué qué? —gruñó.
—¿Por qué tanta gente? ¿A quién estás buscando realmente?
—No alteres el proceso de las cosas. Antes de atrapar a la mandamás, tienes que acabar con todos sus secuaces, con todo su mundo y con todo lo que la rodea.
No lo veía, pero sabía que estaba apretando los puños tanto que los tendría morados.
—Debe ser algo muy personal —afirmé.
—Lo es. Fin de la conversación.
Colgó. Ahora solo me quedaba descubrir a quién le tenía tanto cariño Anker Megalos y por qué.
Llegué al hotel y me di una extensa ducha que me supo a gloria. Me senté en el pequeño sillón que había en la habitación y comencé a ponerme los calcetines cuando una idea apareció por mi cabeza.
La carpeta.
Me dirigí con rapidez a mi maleta y la abrí. Y allí estaba, llamando mi atención.
Óscar Soler.
Ese era el nombre que aparecía al principio. Una foto lo acompañaba junto con todos los datos de su residencia, sus sitios más habituales, fotografías de él caminando… Pude descubrir que era un político de renombre en España, pero también que tenía trapicheos con el tráfico de mujeres y órganos. Los nombres de las diversas mafias con las que había trabajado aparecían escritos uno por uno en la ficha, y no me sorprendió ver a gente importante de ese mundo registrados en aquellos folios.
Había vivido muchos años instruyéndome para ser lo que era, y conocía de sobra a los enemigos que me rodeaban, tanto a los que querían acabar con mi vida como a los que pagarían cantidades millonarias para que trabajara con ellos. Pero a mí me gustaba estar solo. Quería y necesitaba ir por libre, sin nadie dándome órdenes y aceptando únicamente los trabajos que yo quisiera.
Entre todas las fotografías, una llamó en especial mi atención al recordar esa fachada negra con una simple joya gigantesca en rojo, donde debajo podía leerse: «Diamante Rojo».
Era el club que se encontraba frente al estudio de Micaela. Lo había visto esa mañana y la última vez que estuve en Barcelona hacía unos meses. No le preguntaría directamente a ella, ya que no pretendía involucrar a una persona normal dentro de la mierda de mundillo en el que vivía, y menos tratándose de gente tan importante como parecía