Transfusión. Enrique de Vedia
muy bueno; pero ¿qué quieres? yo no me resigno a que te vayas así y a que cargues con esa responsabilidad.
—¿Que me vaya cómo?
—Pero dime, Melchor, ¿cuánto tiempo vas a faltar de aquí?—dijo la señora quitándose los anteojos con que cosía.
—Dos o tres meses.
—¡Qué! Eso no lo sabes y aunque así fuera, tú también tienes obligaciones a que «antes» no habrías faltado.
—¡Si no voy a faltar! Mira: en la oficina me dan licencia, reemplazándome el subjefe, un excelente compañero, mientras dure mi ausencia.
—¿Y el sueldo?
—¡Es claro que lo cobrará él!
—¿De modo que tú no figurarás para nada?
—Figuraré con licencia; y Clota... también me ha dado licencia—agregó Melchor, riendo y abrazando cariñosamente a su madre.
—Pero yo no te la he dado todavía—replicó ella, mientras le miraba con una de esas miradas con que sólo una madre sabe decir: ¡bendito seas!
—¿Y serías capaz de negármela, cuando voy a realizar una obra buena?
—Yo no puedo darte ni negarte licencia—dijo la señora cambiando el tono de su voz;—tú tienes veintiocho años.
—¡Todavía no!—interrumpió Melchor;—los cumplo en febrero—y agregó:—¡qué afán de echarme edad!
—¿Y tu padre, qué dice a todo esto?
—¿Él? ¡él es el primero en alentarme!
—¡Hum!—moduló la señora, agregando, como en un suspiro, al ponerse de nuevo los anteojos:—¡En fin!...
—Mira, mamita: déjate de «en fines», ¿eh? ¡No falta más sino que reniegues de tu propia obra!
—¿Qué obra?
—¡Haberme hecho como soy!
—Sí... mucho...
—¡Pues es claro! ¿Vas a negarme que soy tu vivo retrato?... ¡Mírame!—dijo Melchor irguiéndose en cómica actitud, y agregó:—bueno, ahora hay que preparar todo.
—¡Melchor!... ¡Melchor!... ¡Melchor!...—entró gritando desaforadamente su hermanita menor:—¡Te han traído un baúl lindísimo y nuevo!
—Que lo pongan en mi cuarto, nena.
—¡Y qué lindo es! ¡qué nuevo!—repetía la nena hondamente impresionada ante el flamante baúl, que fue puesto en el cuarto de Melchor, y contemplado escrupulosamente por toda la familia.
Cuando Melchor quedó solo, abrió el baúl para empezar la tarea de preparar su viaje, aproximó una silla y sentado en ella quedó contemplando la luciente caja vacía.
—¡Un baúl!—se decía Melchor,—¡un baúl es lo más parecido a una persona!... ¡Pero si es cierto!... No hay nada tan parecido a los hombres como los baúles... Un baúl nuevo como éste es igual, igualito a un recién nacido... ¿Qué se le va a poner adentro...? ¡Psh!... ¡tantas cosas...! A éste le toca recibir ropa limpia ahora; pero cuando vuelva, ¿cómo vendrá esta ropa?... ¿habré usado toda?... ¿volverá sucia?... ¿traerá toda?... ¿traerá menos?... ¿se le agregará ropa ajena?... acaso sucia... quizá limpia... ¡quién sabe!... ¡Pero cómo se parece un baúl a una persona!... Por lo pronto éste es igual a mí: le cabe en suerte recibir ropa limpia... algunos libros de ideas sanas y servir para un viaje proyectado con la mejor intención...
«Lo mismo que mis padres hicieron conmigo: me llenaron de cosas limpias... me pusieron dentro ideas sanas y generosas... ¡me pusieron lo único que tienen!... y me prepararon para un viaje de buenas intenciones...
»¡Y qué diablos! Voy cumpliéndolas... ¡es la verdad!... en el fondo de este baúl que se llama Melchor Astul... en el fondo, es decir, en la conciencia, no guardo ningún agravio... ninguna ofensa... ningún remordimiento... he hecho todo el bien que he podido... y sigo haciéndolo... he pasado por tonto muchas veces; pero no he sentido envidia por quienes me consideraron así... y ahora mismo sigo mi viaje de buenas intenciones... y lo seguiré hasta el fin... ¡hasta que el baúl se rompa!... o hasta que se acabe todo lo que tiene adentro... o lo roben los hombres... ¡o lo ensucie el uso!...
»...O lo ensucie el uso... ¡las cosas que dice uno de repente!... O lo roben los hombres... O... lo... ensucie... el... uso...»
*
* *
Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.
Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.
Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.
Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.
La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.
Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras—como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado—pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»...
Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.
De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles—como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,—y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllos pregonan a gritos.
Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanación peculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas, mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinado cabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente...
Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.
Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve...
El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.
Es