Transfusión. Enrique de Vedia

Transfusión - Enrique de Vedia


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sentimiento, porque responde a una misma impresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones del mundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa que nuestra moral cristiana en la fe de Dios?

      Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba el campo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar las últimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:

      —¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!

      —Bien puede haber de las dos cosas—replicó Melchor,—y más que fecundo me resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir a ustedes.

      —¡Qué empeño!...

      —Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos de hablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, el tema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo que les falta.

      —Lo que a mí me falta no me lo dará la religión—dijo Ricardo.

      —Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la que te es habitual.

      —Lo mismo pasaría si habláramos de modas.

      —¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea el tema predilecto de los hombres de... la actualidad.

      —Eso es cierto—dijo Lorenzo,—más de una vez lo he comprobado.

      —Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena de caballeros y de damas.

      —No diré tanto; pero es frecuente...

      —¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo no me he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dos imbecilidades.

      —Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambiente social mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escasean los centros realmente intelectuales.

      —¡No los he visto!... Yo suelo visitar a nuestras relaciones—y tú las conoces, Lorenzo,—sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora—y ¡qué linda estaba!...—Eguina... las dos muchachas de Gori—¡dos bagres!...—y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!

      —¿De yeguas?...

      —¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».

      —¿Qué es lo que dices?

      —¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo.

      —¡Qué ridiculez!

      —¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y con varios nenes de verdad a la cola!

      —¿Y lo del modelo?

      —¿Pero cómo?... ¿Qué, no sabes, Lorenzo?... ¡Ah!... yo aquella noche aprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído de París para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél y según parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; y como «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba los cuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», con permiso de la «Beba», una de las yeguas del coche.

      —¡Cuánto disparate!...

      —Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda la reunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueron los caballeros... y esto es lo común... tratar temas de esa clase... o jugar un «pocarcito»...

      —Ese juego se ha divulgado mucho realmente—dijo Lorenzo.

      —¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditas familiares, ché... a cinco pesos la caja, no más; ¡pero... con cada «metejón»!...

      —¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

      —¿Esto?... esto... es Mercedes—repuso Melchor,—aquí podremos bajar un momento para estirar las piernas.

      *

       * *

      —Y en serio, Melchor, ¿habrías ido en la máquina?

      —¡Ya lo creo!... No sólo porque en ella se goza de un espectáculo mil veces más hermoso que desde esta ventanilla, sino porque habría conversado con el maquinista, en grande.

      —¡Yo no me explico, che, Lorenzo, estos gustos de Melchor!... ¡estas excentricidades!... ¡Conversar con el maquinista!...

      —Asómbrate cuanto quieras; pero confiesa que sin motivo fundado.

      —¿Cómo sin motivo?... ¿De qué te puede servir semejante compañía?

      —Es claro que el maquinista no me informará sobre el estado de relaciones entre el Japón y los Estados Unidos, en las que, por otra parte, no me intereso, porque no me importa; pero a mí me complace mucho estar con los tipos que me son simpáticos y de todos los hombres de trabajo ninguno lo es tanto para mí como el maquinista de ferrocarril.

      —¡Puede ser!...

      —Sí, Ricardo, lo es. Tú, como muchos, no concibes que haya interés más que en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo... fuera de eso... nadie vale nada.

      —Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club.

      —No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gente de otra clase.

      —¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señores maquinistas?...

      —No digo eso, pero aun asimismo... si fuéramos a compulsar enseñanzas acaso los maquinistas—¡y como ellos tantos otros!—no sacaran la peor parte...

      —¡No digas barbaridades!...

      —¡Si no las digo!... Las mejores enseñanzas que yo he recogido no las recibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento y que sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignoran todo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van a conocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo, que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable y jovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va, Baldomero?...» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragando amargo y escupiendo dulce.»

      —¡Qué hermoso!—dijo Lorenzo.

      —¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tan sencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de sus contrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen la culpa de ellas y lo expresa así: «¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

      —Es en bruto el concepto de Víctor Hugo... ¿te acuerdas?... en la «Oración por todos»...—dijo Lorenzo,—cuando al hablarle de la madre dice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dos porciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

      —¡Eso es!... Con una diferencia para mí: que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»... y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón.


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