Transfusión. Enrique de Vedia

Transfusión - Enrique de Vedia


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están cargados, niño; pero, ¿sabe?... el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.

      —¿Por qué?

      —No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.

      —Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?

      —Ahí viene con D. Ricardo.

      Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.

      —¿En qué andan?

      —Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.

      —Y yo también.

      —No importa—replicó Ricardo;—yo no puedo pasarme sin los diarios.

      —¡Pero si los teníamos!

      —Bueno, déjalo—dijo Melchor, en tono de broma,—cada loco con su tema... y ya no faltan más que cinco minutos... ¿cargaron todo?

      —Todo, sí, señor—contestó Rufino.

      —Ché, ¿y las boletas?

      —Aquí están, niño.

      —¡Bueno, andando!—dijo Melchor.

      El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.

      —Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.

      —¿Y tú?

      —Yo... ¡aquí!—dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.

      —¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?

      —No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.

      Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento...

      —¡Adiós, adiós, Rufino!—exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.

      —¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.

      —¡Sí, Rufino, adiós!... ¡Que escriban!

      *

       * *

      En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.

      Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.

      Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano—todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.

      —¡Ah!—pensaba Melchor, contemplando furtivamente a sus dos amigos.—¿Qué dirán en casa de Lorenzo y en casa de Ricardo, cuando vuelva con ellos, como van a volver, curados de tristezas y de pavadas?...

      En ese instante Lorenzo se retiró de la ventanilla y se acomodó en su asiento; Ricardo hizo lo propio, y Melchor continuó un momento esperando, deliberadamente, que ellos solos iniciaran alguna conversación, como lo hizo Lorenzo, diciendo:

      —Linda mañana, ¿eh?

      —¡Hola!—exclamó Melchor, sentándose a su vez y restregándose efusivamente las manos.—¿Conque ya encontramos algo lindo?

      —¿Y qué quieres?... ¿Quieres que encontremos fea o desapacible a esta espléndida mañana?

      —¡Bravo! ¡Progresamos! Conque espléndida, ¿eh? ¿No te decía yo que al empezar este paseíto iniciaríamos la mejoría?

      —¡Déjate de tonteras!—interrumpió Ricardo,—pues nos vas a poner en el caso de no poder hablar.

      —No... si no son tonteras... Ustedes son dos enfermos; yo soy el «médico», y es justo que haga clínica, apreciando en todo su valor hasta el síntoma menos importante para otro ojo menos experto.

      —¡Y en vez de clínica, haces tonteras... insisto!

      —Gracias por la amabilidad.

      —¿Vas a resentirte?

      —¡Qué esperanza! Nada más agradable que verse tratado así por un amigo...

      —Que precisamente por serlo desde la infancia está autorizado...

      —¿A pegar?...

      —Yo no te pego; te hago una observación amistosa.

      —Sí; a ti te pasa lo que a esos chicos a quienes se les ha dicho que no deben señalar con el índice y señalan con el anular o con el meñique; pero señalan con el dedo...

      —¡Boooletos!—gritó el jefe de tren, con innecesaria voz de trueno, cual si su autoridad se fundara acaso en eso, como la de los discutidores empedernidos que gritan demasiado, porque ignoran que no se gana la razón por la altura de la voz sino por la del concepto, como ignoraba aquél que para obtener las boletas pedidas le bastaba la gorra y el sacabocados.

      —Me ha dejado aturdido el grito del guarda—dijo Lorenzo, por romper el silencio que siguió a la discusión que provocó Ricardo.

      —¡Realmente! ¡Qué pulmones!—repuso Melchor, agregando:—¡Cómo se conoce que ese hombre vive viajando!

      —¿Y quién te dice que no vive en Buenos Aires?—replicó Ricardo.

      —¡Sus pulmones, el timbre de su voz y el color de su cara!

      —Esas son preocupaciones, de que muchos participan; pero yo veo que todo el mundo vive sano y fuerte en la capital.

      —¡Sin duda! ¡Si Buenos Aires es una de las ciudades más sanas del mundo!; pero cómo vas a comparar la vida en ella y aquí no más; fíjate... mira qué maravillas de quintas.

      —Sí; muy lindas...

      —¡Y qué ambiente!... ¡Qué diafanidad!... ¡Ya por aquí sólo se toma olor a flores, a yuyos, a campo, a naturaleza!

      —¿No se toma olor a ciudad? ¿Qué raro, eh?...—dijo riendo amablemente Ricardo.

      —¡Eso es! No se toma olor a ciudad; es decir, olor a bodegones, a cloacas, a hoteles, a multitudes.

      —¡A multitudes!... pero ¡qué buena observación! ¿Conque no hay multitudes en despoblado?

      —Te digo multitudes, empleando una metonimia.

      —Una... ¿qué?

      —Una metonimia, de causa por efecto; y así te dije olor a multitudes por no decirte olor a sudor.

      —¡Qué porquería!

      —¡Eso es! Olor a porquería; tal es, precisamente, el olor a ciudad.


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