Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes
hizo chocar uno de estos globos contra otro, y lo redujo a polvo.
—¡Comienza el cataclismo!... En este momento se hacen rogativas entre los escarabajos para desviar de su cabeza la cólera del Eterno... Pero el Eterno no quiere; ¿lo oís bien? ¡El Eterno no quiere!—exclamó a grandes gritos—. El Eterno quiere pulverizaros, en castigo de vuestros pecados...
Hizo estallar otro globo, y después otro y otro, y así sucesivamente.
—¡El cielo ya no es más que un montón de ruinas, un caos! El Creador reduce a la nada lo que de la nada ha sacado... Ahora os toca a vosotros, miserables pigmeos, que habéis osado muchas veces dudar de la omnipotencia divina y blasfemar de mi providencia. ¡Ahora os toca a vosotros!
Yo estaba aterrado, y dirigí una mirada de angustia a la puerta, que, afortunadamente, no estaba lejos.
—¡El ángel del Señor se va a encargar de destruiros!
Agarró una trompeta que tenía sobre la mesa, la llevó a los labios, y produjo un sonido horrísono. Luego tomó un martillo y se puso a dar golpes furiosos sobre las esferas opacas, haciéndolas pedazos en pocos momentos. Y a grandes gritos comenzó a proferir:
—¡El juicio final! ¡Llegó vuestro día!... ¡Morid, réprobos, morid!... ¡El Apocalipsis!... Pero ¿dónde está la bestia? ¿Dónde está la bestia del Apocalipsis?... ¡Ah, ya la veo!—exclamó dirigiéndome una mirada de extravío—. Allí está... Allí está la bestia con sus siete cabezas y con sus diez cuernos, semejante a un leopardo, blasfemando contra mí, contra el Creador de todas las cosas. No blasfemes, malvado; no blasfemes contra tu Dios... Yo soy el Primero y el Último, el que era, el que es, el que será. Mi mano omnipotente te va a pulverizar...
Y diciendo y haciendo, se lanzó hacia mí con el martillo levantado. Pero yo, que estaba prevenido, me puse de un salto cerca de la puerta y salí gritando:
—¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Sujetad al loco!
A mis voces salieron los criados y un hermano de Montenegro, le arrojaron a los pies una silla, y le hicieron tropezar y dar de bruces en el suelo. Entonces lograron sujetarlo, y yo escaparme, jurando no volver a tener conexión en la vida con los que alguna vez han sido locos.
Sin embargo, la compasión me arrastró un día a visitarle en el manicomio de Carabanchel. No me permitieron hablarle, pero le pude ver paseando por el jardín con otros enfermos. El doctor, que era un eminente alienista, me dijo que Montenegro seguía empeñado en que no existen tales leyes inmutables, y, en apoyo de su tesis, proyectaba construir un universo con dos solas dimensiones.
El doctor me refería estas cosas sonriendo. Yo, que estaba preocupado y aún lo estoy con este problema metafísico, le dije con acento reflexivo, como si hablara conmigo mismo:
—¡Oh, las leyes inmutables!... Nos reímos de Montenegro; pero, en último resultado, ¿quién sabe?... Hay mucho que hablar acerca de la eternidad de las leyes.
El doctor se puso serio y fijó en mí una mirada profunda y escrutadora. Yo me puse un poco colorado y me apresuré a despedirme.
SOCIEDAD PRIMITIVA
A verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.
Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.
En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.
Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.
Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.
¡Y que no estaba ella poco ufana de sus tijeritas, que pendían de una cinta azul de seda sujeta a su cintura! ¡Con qué placer las contemplaba balancearse al compás de su marcha! ¡Qué alegría se pintaba en sus ojos azules al recortar delicadamente con ellas las hojitas que sobraban a las flores!
Pero, ¿les sobraban realmente a las flores aquellas hojitas? Es lo que se permitió dudar un guarda de grandes bigotes negros, que le gritó con voz formidable:
—¡Eh, niña, cuidado con tocar a las flores, porque te llevaré a la Dirección y te encerraré en el calabozo!
La niña quedó pálida, yerta. ¡Virgen de Atocha! ¡La Dirección, el calabozo! ¡Y no ver más a su mamá, ni a Melita, ni a Chichí!... Afortunadamente, llegó corriendo la Pepa, su vieja ama seca, que la zarandeó por un brazo.
—¡Angelina! ¿Qué es lo que has hecho? ¡Tonta, retonta, atrevida! ¿No sabes que las flores no se tocan?...
Indudablemente, ni aquel guarda tan feo ni la Pepa sabían una palabra de jardinería, porque su mamá cortaba a menudo las hojas de las flores de la terraza.
Se alejó el guarda descontento, se alejó la Pepa descontenta, y ella se quedó descontenta también. Pero no tardó en contentarse. Olvidó instantáneamente su crimen, y deplorando, como es justo, la falta de instrucción agrícola de ciertas personas, prosiguió inspeccionando las últimas plantaciones del Municipio, dejando a sus tijeritas inactivas.
Un poco más lejos había un grupo de chicos, ninguno de los cuales pasaría de los diez años, que se ocupaban ardorosamente en inflar un globo de pequeñas dimensiones. Lo habían suspendido a la rama de un árbol, y quemaban papeles que introducían en él hasta que se consumían, y volvían a introducir otros, y así sucesivamente. ¡Qué frívola ocupación!, ¡qué niñería! Angelina, desde lo alto de sus facultades estéticas, les dirigía una que otra mirada de lástima.
Entre aquellos soplaglobos, el que más se fatigaba y el que parecía dirigir la operación, era un niño de robusta complexión, con grandes ojos negros y fieros, cabellos negros también que le caían en rizos sobre su frente sudorosa, y vestido con traje marinero. Por sus ademanes imperiosos, por sus miradas terribles, por su gravedad, era un déspota oriental en miniatura. Los demás le obedecían sin replicar.
Angelina, siempre inspeccionando sus flores, acertó a pasar cerca de ellos. Uno la miró con el rabillo del ojo, sonrió y dijo algunas palabras al oído del que tenía más cerca, que también sonrió y habló al oído del de más allá. Todos suspenden sus trabajos y contemplan sonrientes a la pequeña hada del jardín. Es decir, todos, no: el caudillo de la tribu le clavó una mirada altiva, e inmediatamente la apartó para continuar su tarea.
Angelina