Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes
La compasión se filtraba en mi pecho, y cuando el animal se paraba a mirarme, le hacía una seña de afectuosa consideración. Entonces se acercaba a mí rebosando de agradecimiento, y yo, sin temor a mancharme las manos, como los santos caritativos de la leyenda, le acariciaba la cabeza.
Pero a medida que transcurría el tiempo, se apoderaba de mí un vago malestar. ¿Qué iba a hacer de aquel desdichado? A un perro no se le puede dar una limosna, ni recomendarle a un concejal amigo para que le coloque de peón en los trabajos de la villa. Necesitaba llevármelo a casa. Esto era grave. ¿Qué diría el portero, qué dirían los vecinos, qué diría, sobre todo, mi familia al ver entrar aquel bicho feo y asqueroso? ¡Vaya unas protestas, vaya una zambra, vaya una risa que se armaría en mi casa! Se me puso la carne de gallina.
Comprendí inmediatamente todo lo falso de mi situación.
Entonces hice con aquel perro lo que conmigo hacen los amigos cuando mi presencia les molesta; me hice el distraído. Cuando me miraba con sus ojos afectuosos, volvía la cara hacia otro sitio; si se acercaba a mí, fruncía el entrecejo como si no le viese, y seguía mi camino. En fin, adopté un continente tan glacial como significativo. Pero él no vió la significación, o no quiso verla. Sin darse por enterado, persistía en sus muestras de adhesión incondicional, teniéndose siempre por mi protegido.
Una de las veces que mi mirada se cruzó con la suya, vi en sus ojos una expresión de sorpresa y de súplica tal, que el corazón se me apretó. Sin embargo, lo que pedía no era posible.
Mi inquietud iba en aumento, y ya pensaba en la barbarie de arrojarlo de mi lado violentamente, cuando observo que viene hacia nosotros un tranvía. Entonces, cautelosamente me agarro a él y monto. Desde la plataforma veo a mi perro que camina tranquilo y confiado, vuelve de pronto la cabeza, queda sorprendido, olfatea el aire con desesperación, y, por fin, baja de nuevo su cabeza hacia la tierra resignado, como los seres que han conocido todo el dolor de este mundo y saben lo que se puede esperar de la existencia.
Jamás pude olvidarlo. Y al acordarme de él, no puedo menos de pensar que cuando algún día me vea ante el supremo tribunal de Dios, y se juzguen todos los actos de mi vida, y se cuenten mis faltas y desaciertos, he de verle aparecer, con su hocico peludo y su aspecto dolorido, a dar fe de mi cruel egoísmo.
Opacidad y transparencia
AY pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, o bien me invita a entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.
Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. O por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, o impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.
Otro reparo pudiera acaso oponer a su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre a mi lado concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.
No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó a subir a su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones a la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.
Era ésta suntuosa: portero de flamante librea, amplia y tapizada escalera, etc. Bien se echaba de ver que el doctor poseía una extensa y opulenta clientela. Pero una buena parte de las ganancias que sus visitas le reportaban servía para el sostenimiento de su famoso laboratorio.
—Mi mujer odia de muerte el laboratorio—decía mientras ascendíamos lentamente la escalera—. Yo odio de muerte las visitas y consultas. Para las mujeres, todo lo que no se traduzca inmediatamente en especies sonantes, es, sencillamente, aborrecible. Temblando estoy que el día menos pensado suba y haga pedazos mis frascos e instrumentos. Aunque ustedes los poetas no se harten de llamarlas ángeles y cantar su idealismo, yo no conozco nada más prosaico y mezquino que el alma de una mujer.
—Las mujeres no son poetas ni comprenden casi nunca la poesía, es cierto; pero consiste en que son ellas mismas poesía. El conocimiento no puede conocerse a sí mismo.
—¡Hombre, tiene gracia la explicación!—exclamó riendo—. Sin embargo, mi mujer ha dejado ya de ser poesía por dentro y por fuera.
Llegamos al tercero, apretó el timbre, y salió a abrirnos un joven flaco metido en un blusón que le llegaba a los pies.
—¡Señor doctor! ¡Buenos días, señor doctor!—balbució deshaciéndose en genuflexiones.
Mediavilla apenas se dignó responderle. Pasamos por delante de él, entramos en un amplio salón cuyas paredes estaban guarnecidas por armarios con puertas de cristal, al través de las cuales se veían redomas, frascos, alambiques y no pocos instrumentos de física; atravesamos luego otro semejante, y penetramos, al cabo, en un gabinete lindamente amueblado, donde el doctor se despojó de su levita y sombrero de copa, vistiéndose en su lugar una bata chinesca y un gorro turco.
—Es increíble lo que contribuyen estos dos sencillos aditamentos—dijo sonriendo maliciosamente—para infundir veneración a mi fámulo.
—¿Qué fámulo?
—Ese que usted acaba de ver. También yo tengo mi Wagner como el doctor Fausto, tan sediento de ciencia, tan pedante y tan crédulo. Cuando me pongo esta bata y este gorro, me juzga capaz de levantar todos los velos de la Naturaleza y de evocar los espíritus activos y misteriosos que trabajan dentro de ella.
Le dirigí una mirada, y no pude menos de excusar el respetuoso temor del fámulo; porque Mediavilla, de aquella forma ataviado, con sus gafas de oro y su barba tallada en punta, semejaba, en efecto, un nigromántico.
—Ea, charlemos un rato—dijo arrellanándose frente a mí en una butaca—. ¿Qué me cuenta usted del drama de Romillo?... Un tiro, ¿verdad? Estos jóvenes satánicos concluirán por quitar también a Satanás la opinión de listo.
—Doctor—respondí yo un poco vacilante—, perdone usted..., pero en este momento..., dentro de un laboratorio y al lado de un hombre de ciencia tan notable, no puedo menos de sentir alguna curiosidad científica. ¡Si usted fuese tan amable que me mostrase alguna preparación... o me hiciese presenciar cualquier experimento!...
Mediavilla se puso serio repentinamente, me miró con sorpresa y atención, y exclamó, al cabo, sacudiendo la cabeza:
—¡Hombre, un literato!... Vamos, usted es como mi fámulo, sabe muchas cosas, pero desearía saberlo todo.
Luego, alzándose de la butaca y abriendo la puerta, gritó:
—¡Morlesín!
—Señor doctor.