Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio Fernandez
tiene que ver esta obra con América? Mucho.
El santo canciller, a la hora de situar —si se me permite la contradicción— su isla de Utopía en algún lugar geográfico determinado, no duda en hacerlo en el continente recién descubierto.
En efecto, el inglés hace narrar a un personaje, de nombre Rafael Hythlodeo, las aventuras que vivió en un reciente viaje que realizó bajó las órdenes de Américo Vespucio. En amigable tertulia el navegante relatará la sociedad ideal que supuestamente existía del otro lado del océano.
No fue el de Moro el único caso en el que las noticias provenientes de América le encendieran su imaginación. Otra obra clásica del pensamiento político utópico del Renacimiento es La città del sole, del calabrés Tommaso Campanella. Esta vez no será América sino la lejana Sumatra el lugar escogido para situar su sociedad ideal. Sin embargo, el que llega a dicha isla es un supuesto marino genovés, que la imaginación meridional de Campanella identifica con un compañero de viaje de Colón.
Cuando Tomás Moro escribe su Utopía, las grandes conquistas americanas —las de México y Perú— todavía no se habían realizado. En cambio, cuando Miguel de Montaigne, en las afueras de Burdeos, toma la pluma, la geografía americana era conocida casi en su totalidad, y Europa iba tomando más conciencia de las dimensiones no sólo territoriales sino también humanas del Nuevo Mundo.
Los Essais de Montaigne habían puesto en duda una serie de certezas que se habían recibido por tradición, y crearon un ambiente de escepticismo, al que tendrán que hacer alusión en sus escritos, para refutarlo, los dos mayores pensadores franceses del siglo XVII, Descartes y Pascal. La existencia de diversas culturas y civilizaciones, con sus consecuentes diferencias en las instituciones religiosas, políticas y en las costumbres sociales es una de las bases argumentativas de Montaigne para demostrar la relatividad última de toda certeza recibida. Las noticias que llegan del otro lado del océano fueron consideradas por Montaigne como testimonios preciosos para enriquecer su tesis de escepticismo radical.
En vez de leer a Colón o a Vespucio, Miguel de Montaigne tiene en sus manos dos obras de Francisco López de Gómara: la Historia General de las Indias y la Historia de las Conquistas de Hernán Cortés 24. También recibe el testimonio directo de un hombre que estuvo en la France Antartique, uno de los primeros asentamientos franceses en América. Y a pesar del mayor conocimiento que Montaigne tiene de la realidad americana —mucho mayor del que pudiera tener Moro— en su obra la utopía continúa unida al Nuevo Mundo.
«Nuestro mundo acaba de encontrar otro —escribe el francés— tan nuevo y tan joven que se puede todavía aprender su abc. No hace más de cincuenta años que no había allí ni letras, ni pesos, ni medidas, ni vestidos, ni trigo ni viñas (...) este nuevo mundo saldrá a la luz cuando el nuestro desaparezca»25.
La gente que habita este nuevo continente tenía «más devoción, observancia de la ley, bondad, liberalidad, lealtad, franqueza» que los europeos. Fue precisamente esta bondad natural la que causó su caída26.
Miguel de Montaigne anatematiza la obra de los españoles en América, por haber sido éstos los portadores de todos los vicios, aberraciones y crueldades europeas. Frente a la avaricia de las huestes españolas, el pensador francés presenta unas sociedades mexicanas y peruanas delicadas, suaves, gobernadas por monarcas sabios y virtuosos27.
Según le cuenta el francés que vino de América —«hombre simple y grosero, que es una condición adecuada para convertir en veraz un testimonio»28— los americanos que él vio están aún «cercanos a su ingenuidad natural. Las leyes naturales les gobiernan todavía (...) Lo que vemos por la experiencia de esas naciones sobrepasa no solamente las pinturas con las cuales la poesía embellecía la edad dorada y todas las invenciones que imaginan los hombres en una condición feliz, sino también la concepción y el deseo mismo de la filosofía. No se puede imaginar una ingenuidad tan pura y simple (...) ni que una sociedad se pueda conservar con tan pocas cosas artificiales (...) No hay ninguna especie de comercio, ningún conocimiento de las letras, ninguna ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de superioridad política, ninguna servidumbre ni de riqueza ni de pobreza, ningún contrato, sucesión o reparto (...) las palabras mismas que significan mentira, traición, disimulación, avaricia, envidia, detracción, perdón, son inútiles»29. Montaigne citará a Séneca —«hombres salidos de la mano de Dios»— y a Virgilio —«la Naturaleza les ha impuesto al principio sus leyes»— para dejar al lector la impresión de un nuevo Edén en la tierra30.
El escepticismo de Montaigne se vislumbra claramente en las siguientes palabras: «yo no encuentro nada de bárbaro y de salvaje en esta nación, según lo que me han contado, sino que cada uno llama barbarie a lo que no es de su costumbre; como también es cierto que no tenemos otra visión de la verdad y de la razón que el ejemplo y las ideas de las opiniones y usos del país en donde hemos nacido. Allí siempre está la perfecta religión, la perfecta política, los usos y costumbres perfectos y acabados de todas las cosas»31.
No era la de Montaigne una obra que caería en el olvido.
Y esta visión —nuevamente utópica e idílica— de los indios americanos, volvería a influir en pensadores europeos extra-hispánicos. Entre ellos, en el ciudadano de Ginebra, Juan Jacobo Rousseau.
La carrera filosófica de Jean-Jacques se inicia con el Discurso sobre las ciencias y las artes, que le llevó a ganar el primer premio del concurso literario organizado por la Academia de Dijon en 1745. El tema de debate era el establecer si el desarrollo de las ciencias y las artes habían favorecido la purificación de las costumbres. Conocida es la respuesta de Rousseau: las ciencias y las artes han contribuido a la creación de una sociedad artificial que ha terminado por alienar al hombre de su auténtica naturaleza.
Si bien este principio-base del sistema rousseauniano lo desarrollará con más profundidad en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y en el Contrato social, los elementos principales de su argumentación están ya presentes en las pocas páginas que componen el primer discurso.
Será precisamente en esta obra primeriza donde Rousseau recoja la tradición de Montaigne. Jean-Jacques trae a colación diversos ejemplos de sociedades antiguas o no occidentales en donde la vida era más cercana a la naturaleza que en la Francia del siglo XVIII. En una de las notas al texto principal, el ginebrino escribe: «Yo no me atrevo a hablar de aquellas naciones felices, que no conocen ni siquiera de nombre los vicios que nosotros reprimimos con tanto esfuerzo, de aquellos salvajes de América, de los cuales Montaigne no duda en preferir su simple y natural gobierno, no sólo frente a las leyes de Platón, sino también a todo lo que la filosofía pueda jamás imaginar de más perfecto para el gobierno del pueblo. Él cita una cantidad de ejemplos que impresionan a aquellos que saben admirarlos»32.
Estamos ya en el siglo XVIII, y el conocimiento mucho más completo y preciso de las culturas americanas no ha logrado borrar la visión utópica del siglo XVI. Rousseau sería el pensador destinado a transformar en cliché la afirmación de que «el hombre nace bueno, pero la sociedad lo hace malo», y será quien presente en su Du contrat social un proyecto de sociedad en la que el buen salvaje pueda recuperar, por lo menos en algo, los derechos que había perdido junto con su bondad al pasar a formar parte de la sociedad artificial creada por el Ancien Régime.
El buen salvaje, figura