Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan


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habían acabado ya los barcos, el oleaje, mis fantasías marítimas todas? ¡Pues si ahora es cuando navegábamos de veras, encerrados en el camarote de un trasatlántico, y á cada tres segundos cuchareaba el buque ó cabeceaba bajando á los abismos del mar y arrastrándome consigo! La voz de Pacheco no era tal voz, sino el ruido del viento en las jarcias... ¡Nada, nada, que hoy naufrago!

      —¡Vas disgustá conmigo?—gemía á mi oído el sudoeste. No vayas. Mira, bien callé y bien prudente fuí... Hasta que me apretaste la mano... Perdón, sielo, me da una pena verte afligía... Es una rareza en mí, pero estoy así como aturdido de pensar si te enfadarás por lo que te dije... Pobrecita, no sabes lo guapa que estabas mareá... Los ojos tuyos echaban lumbre... ¡Vaya unos ojos que tienes tú! Anda, descansa así, en el hombro mío. Duerme, niñita, duerme...

      Tal vez equivoque yo las palabras, porque resultaban un murmullo y no más... Lo que sí recuerdo con absoluta exactitud es esta frase, que sin duda cayó en el intervalo de una ola á otra:

      —¿Sabes qué decían en aquel figón? Pues que debíamos de ser recién casados..., «porque él la trata con mucho cariño y no sabe qué hacer para cuidarla.»

      Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna. Sí..., pero muy vagamente: que el coche se detuvo á mi puerta, y que por las escaleras me ayudó á subir Pacheco, y que desfallecida y atónita como me encontraba, le rogué que no entrase, sin duda obedeciendo á un instinto de precaución. No sé lo que me dijo al despedirse; sé que la despedida fué rápida y sosa. A la Diabla, que al abrir me incrustó en la cara su curioso mirar, le expliqué tartamudeando que me había hecho daño el sol, que deseaba acostarme. Claro que se habrá comido la partida... Sí, que se mama ella el dedo... ¡Buenas cosas pensará á estas horas de mí!

      Me precipité á mi cuarto, me eché en la cama, me puse de cara á la pared, y aunque al pronto volví á amodorrarme, hacia las tres de la madrugada empezó la función y se renovó mi padecimiento. No quise llamar á Angela... ¡Para que se escamase tres veces más! ¡Ay qué noche... noche de perros! ¡Qué bascas, qué calentura, qué pesadillas, que aturdimiento, qué jaqueca al despertar!

      Y sobre todo, ¡qué compromiso, qué lance, qué parchazo! ¡Qué lío tan espantoso!... ¡Qué resbalón! (ya es preciso convenir en ello).

       Índice

      CONVENGAMOS; pero también en que Pacheco, habiéndose portado tan correctamente al principio, no debió luego echarla á perder. Si yo, por culpa de las circunstancias—eso es, de las circunstancias inesperadísimas en que me he visto,—pude darle algún pié, á la verdad, ningún caballero se aprovecha de ocasiones semejantes; al contrario, en ellas debe manifestar su educación, si la tiene. Yo me trastorné completamente, por lo mismo que nunca anduve en pasos como éstos; yo no estaba en mi cabal juicio, no señor; yo no tenía responsabilidad, y él, el grandísimo pillo, tan sereno como si le acabasen de enfriar en el pozo... Lo dicho: ¡fué una osadía, una serranada incalificable!

      Cuanto más lo pienso... ¡Un hombre que hace veinticuatro horas no había cruzado conmigo media docena de palabras; un hombre que ni siquiera es visita mía! Cierta heroína de novela, de las que yo leía siendo muchacha, en un caso así recuerdo que empezó á devanarse los sesos preguntándose á sí propia: «¿Le amo?» ¡Valiente tontería la de aquella simple! ¡Qué amor ni qué!... Caso de preguntar, yo me preguntaría: «¿Le conozco á este caballero?» Porque maldito si sé hasta ni cómo se llama de segundo apellido... Lo que sé es que le detesto y le juzgo un pillastre. Motivos tengo sobrados. ¡Que se ponga en mi caso cualquiera!

      Y ahora... Supongamos que, naturalmente, cuando él aporte por aquí, me cierro á la banda y doy orden terminante á los criados: que he salido. Se pondrá furioso, y lo menos que hará, con el despecho, irse alabando en casa de Sahagún... Porque de fijo es uno de esos tipos que pegan carteles en las esquinas... ¡Como si lo viera! Y resistir que se me presente tan fresco... vamos, es de lo que no pasa. Una, que me daría un sofoco de primera; otra, que en estas cosas, si no se empieza cortando por lo sano... Me parece lo más natural. Me niego... y se acabó. Escribirá... Bien, no contesto. Y dentro de unos días, como ya salgo de Madrid... Sí, todo se arregla.

      Y... á sangre fría, Asís... ¿Es ese descarado quien tiene la culpa toda? Vamos, hija, que tú... ¿Quién te mandaba satisfacer el caprichito de ir al Santo y de acompañarte con una persona casi desconocida, y de almorzar allí en un merendero churri, como si fueses una salchichera de los barrios bajos? ¿Por qué probaste del vino aquel, que está encabezado con el amílico más venenoso? ¿No sabías que, aun sin vino, á ti el sol te marea?

      Te dejaste embarcar por la Sahagún... Pero la Sahagún... Para ciertas personas no rigen las ordenanzas sociales. La Sahagún, no sólo es muy experta, y muy despabilada, y discretísima, y una de esas mujeres á quienes nadie se les atreve no queriendo ellas, sino que con su alta posición convierte en excentricidad graciosa é inofensiva lo que en las demás se toma por desvergüenza y liviandad. Hay gentes que tienen permiso para todo, y se imponen, y les caen bien hasta las barrabasadas. Pero yo, que soy una señora como todas, una de tantas, debo respetar el orden establecido y no meterme en honduras. Era visto que Pacheco se había de figurar desde el primer instante... No, no es justo acusarle á él solo.

      Bien dice mi paisano. Somos ordinarios y populacheros; nos pule la educación treinta años seguidos, y renace la corteza... Una persona decente, en ciertos sitios obra lo mismo que obraría un mayoral. Aquí estoy yo, que me he portado como una chula.

      Es decir... más bien obré como una tonta. Caí de inocente. No supe precaver, pero no hubo en mí mala intención. Ello ocurrió... porque sí. Me pesa, Señor. En toda mi vida me ha sucedido ni ha de volver á sucederme cosa semejante... De eso respondo, y ahora, á remediar el daño. Puerta cerrada, esquinazo, mutis. No me vuelve á ver el pelo el señorito ese. En tomando el tren de Galicia... Y sin tanto. Declaro la casa en estado de sitio... Aquí no entra una mosca. Ya verá si es tan fácil marear á una mujer cuando ella sabe lo que se hace.

       Índice

      ASÍ, punto más, punto menos, hubiese redactado su declaración la dama, si confiase al papel lo que la bullía en el magín. No afirmamos que, aun dialogando con su conciencia propia, fuese la marquesa viuda de Andrade perfectamente sincera, y no omitiese algún detalle que agravara su tanto de culpa en el terreno de la imprevisión, la ligereza ó la coquetería. Todo es posible, y no conviene salir fiador de nadie en este género de confesiones, que nunca se hacen sin pelos en la lengua y restricciones en la mente.

      Sin embargo, no puede negarse que la señora había referido con bastante franqueza el terrible episodio, tanto más terrible para ella, cuanto que hasta dar este mal paso caminara con pié firme y alegre espíritu por la senda de la honestidad. Mérito suyo, más que fruto de la educación paterna, no muy rígida, ni excesivamente vigilante. A Asís se le habían cumplido cuantos caprichos puede tener en un pueblo como Vigo una niña rica, huérfana de madre, y única. A los veinte años de edad, asistiendo á todos los bailes del Casino, á todos los paseos en la Alameda, á todas las verbenas y romerías de Cristos y Pastoras, visitando todos los buques de todas las escuadras que fondeaban en el puerto, Asís no había hecho cosa esencialmente mala, pues no hay severidad que baste á condenar de un modo riguroso el carteo con un teniente de navío, á quien veía be higos á brevas—cuando la Villa de Bilbao andaba por aquellas aguas.—Entonces le entró al papá de Asís, acaudalado negociante, la ventolera de las contratas, acompañada, naturalmente, de la necesidad de meterse en política; tuvo distrito, y contrata va y legislatura viene, comenzó á llevarse á su hija á Madrid todos los inviernos, á dar una vueltecita—la frase sacramental.—Hospedábanse en casa


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