Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan


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encarnadas..., cochero mozo, con patillas, librea verde? Allá abajo... Es la octava en la fila.

      —Bien veo, bien.

      —Pues va V.—ordenó Pacheco—y le dice que se largue á Madrí con viento fresco, y que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo lugar. ¿Estamos, compadre?

      Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión la del guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró la cara á mi conterráneo, pues le vi cerrar la diestra deslizándola en el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega clásica:

      —De hoy en cien años.

      Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en el brazo de Don Diego, y él á su vez estrechó el mío como ratificando un contrato.

      —Vamos poquito á poco subiendo al cerro... Animo y cogerse bien.

      El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas. El aire faltaba por completo; no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo registraba el horizonte tratando de descubrir la prometida fonda, que siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor del Senegal. Mas no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni antes ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí á mi derecha eran las tapias de la Sacramental, á cuyo amparo descansaban los muertos sin enterarse de las locuras que del otro lado cometíamos los vivos. Amenacé á Pacheco con el palo de la sombrilla:

      —¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos á andar buscándola?

      —¿Fonda?—saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi pregunta.—¿Dijo V. fonda? El caso es... Mardito si sé á qué lado cae.

      —¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba V. que había fondas preciosas, magníficas? ¡Y me trae V. con tanta flema á asarme por estos vericuetos! Al menos entérese... Pregunte á cualquiera, ¡al primero que pase!

      —¡Oigasté... cristiano!

      Volvióse un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos de la chaquetilla, hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho pantalón y viciosa y pálida faz; el tipo perfecto del rata, de esos mocitos que se echa uno á temblar al verlos, recelando que hasta el modo de andar le timen.

      —¿Hay por aquí alguna fonda, compañero?—interrogó Pacheco alargándole un buen puro.

      —Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor, que fondas son; pero tocante á fonda, vamos, según se ice, de comías finas, pala gente é aquel, me pienso que no hallarán ustés conveniencia; digo, esto me lo pienso yo; ustés verán.

      —No hay más que merenderos, está visto—pronunció Pacheco bajo y con acento pesaroso.

      Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de contradicción humorística que en situaciones tales se nos desarrolla á las mujeres, me manifesté satisfecha. Además, en el fondo, no me desagradaba comer en un merendero. Tenía más carácter. Era más nuevo é imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en comer en un barracón abierto por todos lados donde está entrando y saliendo la gente? Es tan inocente como tomar un vaso de cerveza en un café al aire libre.

       Índice

      CONVENCIDOS ya de que no existía fonda ni sombra de ella, ó de que nosotros no acertábamos á descubrirla, miramos á nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos próximos, verbigracia:—«Refrescos de los que usava el Santo.»—«La mar en vevidas y comidas.»—«La Brillantez: callos y caracoles.»—A la entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pié una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón á una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía á ser una trastienda donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja, sucia y horrible, que frotaba con un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel limpión inverosímil.

      Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada á la frente por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita á ver qué mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba ó presentía otra cosa, pues nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía á gritos la cara de la chica:—«Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir á arrullarse en el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará, de seguro».—Yo, que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud reservada y digna, hablando á Pacheco como se habla á un amigo íntimo, pero amigo á secas; precaución que lejos de desorientar á la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:

      —¿Qué van á tomar?

      —¿Qué nos puede V. dar?—contestó Pacheco.—Diga V. lo que hay, resalada..., y la señora irá escogiendo.

      —Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?

      —Con toa formaliá.

      —Pues de primer plato... una tortillita... ó huevos revueltos.

      —Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?

      —¿Unas magritas de jamón? Sí.

      —¿Y chuletas?

      —De ternera, muy ricas.

      —¿Pescado?

      —Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...

      —¿Ostras no?

      —Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas...

      —V. resolverá—indiqué volviéndome á Pacheco.

      —¿He de ser yo? Pues tráiganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay! y lo primero de too se va V. á traer por los aires una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.

      —Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?

      —No: misté, azucena: nos sirve V. los huevos, luego el jamón, las sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...

      —¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas, y avellanas tostás...

      —Pues vamos á armorsá mejor que el Nuncio.

      Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme á cubierto del terrible sol.

      Verdad que estaba á cubierto lo mismo que el que sale al campo á las doce del día bajo un paraguas. El sol, si no podía


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