Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan


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al retortero?

      —Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que á lo mejor nos trastorna.

      —No lo dirá V. por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos cuantos días del año.

      —Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los gallegos, en ese punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto de la Península. ¿Ha visto V. qué bien nos acostumbramos á las corridas de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se calientan los cascos igual que en Sevilla ó Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han aprendido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre á mares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo; una parodia ridícula, corriente; pero parodia que sería imposible donde no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse Vds.: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos á nosotros mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra Don Amadeo; lo de las peinetas y mantillas, los trajecitos á medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó, y ahora es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya ó sainete de Don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y á seguirla. Aquí tiene V. á nuestra amiga la Duquesa, con su cultura y su finura, y sus mil dotes de dama; ¿pues no se pone tan contenta cuando la dicen que es la chula más salada de Madrid?

      —Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría!—exclamó la Duquesa con la viveza donosa que la distingue.—¡A mucha honra! Más vale una chula que treinta gringas. Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza, ¿se entera V.? Se me figura que más vale ser como Dios nos hizo, que no que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías de vivir á la inglesa, á la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos; bueno; no ha de salir uno por ahí espantando á la gente, vestido como en el año de la nanita... De Inglaterra los asados... y se acabó. Y diga V., muy señor mío de mi mayor aprecio, ¿cómo es eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género humano? En primer lugar, ¿se puede saber á qué llama V. salvajadas? En segundo, ¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás de Europa? Conteste.

      —¡Ay!... ¡si me aplasta V.!... ¡si ya no sé por donde ando! Pietá, Signor. Vamos, Duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto V. la romería de San Isidro?

      —Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y pintoresco. Tipos se encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los columpios? ¿Y los tíos vivos? ¿Y aquella animación, aquel hormigueo de la gente? Le digo á V. que, para mí, hay poco tan salado como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa aquí y en Flandes: ¿ó se ha creído V. que allá, por la Ingalaterra, la gente no se pone nunca á medios pelos, ni se arma quimera, ni se hace barbaridad ninguna?

      —Señora...—exclamó Pardo desalentado—V. es para mi un enigma. Gustos tan refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo explico sino considerando que con un corazón y un ingenio de primera, pertenece V. á una generación bizantina y decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque se reirá V. de mí.

      —Es muy saludable ese temor; así no me hablará V. de cosazas filosóficas que yo no entiendo—respondió la Duquesa soltando una de sus carcajadas argentinas, aunque reprimidas siempre.—No haga V. caso de este hombre, Marquesa—murmuró volviéndose á mí.—Si se guía V. por él, la convertirá en una cuákera. Vaya V. al Santo, y verá cómo tengo razón y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que sólo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi vida! ¡qué habían de ajumarse nunca!

      —Señora—replicó el comandante riendo, pero sofocado ya—los ingleses se achispan; conformes: pero se achispan con sherry, con cerveza ó con esos alcoholes endiablados que ellos usan; no como nosotros, con el aire, el agua, el ruido, la música y la luz del cielo; ellos se volverán unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemos á cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar al populacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si á mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excepto con la ordinariez, Duquesa.

      —Hasta la presente—declaró con gentil confusión la dama—no hemos salido ni la marquesa de Andrade ni yo á trastear ningún novillo.

      —Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño—respondió el comandante.

      —A este señor le arañamos nosotras—afirmó la Duquesa fingiendo con chiste un enfado descomunal.

      —¿Y el Sr. Pacheco, que no nos ayuda?—murmuré volviéndome hacia el silencioso gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó su neutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró el reloj, se levantó, despidióse con igual laconismo, y fuése. Su marcha varió por completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro está: la Sahagún refirió que lo había tenido á su mesa, por ser hijo de persona á quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero, sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para trastornar la cabeza á las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que á todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:

      —Buen ejemplar de raza española.

       Índice

      BIEN sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí á oir misa á San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y á quien me profetizase lo que sucedió después, creo que le llevo á los tribunales por embustero é insolente. Antes de entrar en la iglesia, como era temprano, me deslicé á dar un borde por la calle de Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos ó tres de esos chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más desatinado; verbigracia:—Ole, ¡viva la purificación de la canela! Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae V., hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que bautiza á estas hembras con mansanilla é lo fino!—Trabajo me costó contener la risa al entreoir estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso á fin de perder de vista á los ociosos.

      Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía á gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como á los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no había sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo á mí.

      Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí á un caballero, que parado al pié de


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