Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan
á verse en parte alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta ó Castelar; ministros á dos reales; esculturas de los ratas de La Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos.
Aparte del sol que le derrite á uno la sesera y del polvo que se masca, bastan para marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando van á dolerme los ojos. Las naranjas apiñadas parecen de fuego; los dátiles relucen como granates obscuros; como pepitas de oro los garbanzos tostados y los cacahuetes; en los puestos de flores no se ven sino claveles amarillos, sangre de toro, ó de un rosa tan encendido como las nubes á la puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería no consiguen vencer el olor á aceite frito de los buñuelos, que se pega á la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo dicho, aquí no hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los mantones de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra, los tíos vivos con listas coloradas y los columpios dados de almagre con rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las guitarras, el tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con el paso doble de Cádiz, repitiendo desde treinta sitios de la romería:—¡Vi-va España!
Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oir misa. Tratamos de romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita, abierta de par en par á los devotos; pero éstos eran tantos, y tan apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en llegar á la nave, me sacan de allí desmayada ó difunta. Pacheco jugaba los brazos y los puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos apretasen más y que oyésemos juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de la manga.
—Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.
Cuando ya salimos á atmósfera respirable, suspiré muy compungida.
—¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...
—No se apure—me contestó mi acompañante—que yo oiré por V. aunque sea todas las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.
—A mí sí que me la ajustará el Padre Urdax tan pronto me eche la vista encima—pensaba para mis adentros mientras me tentaba el hombro, donde había recibido un codazo feroz de uno de aquellos cafres.
IV
DON Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra. Sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen, él no perdía ripio, y cada pormenor de los tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas veces no era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es indudable que si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no resultarían tan graciosas, ni la mitad, de lo que parecen en sus labios; al sonsonete, al ceceíllo y á la prontitud en responder, se debe la mayor parte del salero.
Lo peor fué que como allí no había más personas regulares que nosotros, y Pacheco se metía con todo el mundo y á todo el mundo daba cuerda, nos rodeó la canalla de mendigos, fenómenos, chiquillos harapientos, gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi acompañante era comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, pero me cuadré.
—Si compra V. más, me enfado.
—¡Soniche! San acabao las compras. ¡Que san acabao digo! Al que no me deje en paz, le doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene V. más que mandar?
—Mire V., pagaría por estar á la sombra un ratito.
—¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos á la pareja y verasté que pronto.
Ahora que reflexiono á sangre fría, caigo en la cuenta de que era bastante raro y muy inconveniente que á los tres cuartos de hora de pasearnos juntos por San Isidro, nos hablásemos don Diego y yo con tanta broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi paisano tenga razón; que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el cuerpo y el alma como un licor ó vino de los que más se suben á la cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra peligrosas osadías. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de mareo cuando exclamé:
—En la cárcel estaría á gusto con tal que no hiciese sol... Me encuentro así... no sé cómo... parece que me desvanezco.
—Pero ¿se siente V. mala? ¿mala?—preguntó Pacheco seriamente, con vivo interés.
—Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla la vista.
Echóse Pacheco á reir y me dijo casi al oído:
—Lo que V. tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... V. tiene ni más ni menos que... gasusa.
—¿Eh?
—Debilidad, hablando pronto... ¡Y no es V. sola!.. yo hace rato que doy las boqueás de hambre. ¡Si debe de ser mediodía!
—Puede, puede que no se equivoque V. mucho. A estas horas suelen pasearse los ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo; volvámonos á Madrid y podrá V. almorzar, si gusta acompañarme...
—No, señora... Si eso que V. discurre es un pueblo. Si lo que vamos á haser es almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay...!
Se llevó los dedos apiñados á la boca y arrojó un beso al aire, para expresar la excelencia de las fondas de San Isidro.
Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó; me pareció indecorosa y vi de una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo tiempo, allá en lo íntimo del alma, aquellos escollos me la hacían deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo desconocido. ¿Era Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pié? No por cierto; y el no darle pié quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía rehusando! ¿Qué diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no contársela... Mientras discurría así, en voz alta me negaba terminantemente... Nada, á Madrid de seguida.
Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó á broma mi negativa. Con mil zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía de necesidad si tardase en almorzar arriba de veinte minutos.
—Que me pongo de rodillas aquí mismo...—exclamaba el muy truhán.—Ea, un sí de esa boquita... ¡Usted verá el gran almuerso del siglo! Fuera escrúpulos... ¿Se ha pensao V. que mañana voy yo á contárselo á la señá duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una limosna de armuerso!.
Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:
—Pero... ¿y el coche que está aguardando allá abajo?
—En un minuto se le avisa... Que se procure cochera aquí... Y si no, que se vuelva á Madrid hasta la puesta del sol... Espere V., buscaré alguno que lleve el recao... No la he de dejar aquí solita pa que se la coma un lobo; eso sí que no.
Debió de oirlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus funciones, y en tono tan reverente y servicial como bronco lo usaba para intimar á la gentuza que se desapartase, nos dijo con afable sonrisa:
—Yo aviso, si justan... ¿Dónde está ó coche? ¿Cómo le llaman al cochero?
—Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia?—pregunté al agente.
—Desviado de Lujo tres légoas, á la banda de Sarria, para servir á vusté—explicó