Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan


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V.? V. sí que de fijo no viene á misa.

      —¿Y V. qué sabe? ¿Por qué no he de venir á misa yo?

      Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando carácter expansivo á nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos á los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome á los veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...

      Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban á misa, pegó la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos á la sombra del plátano, porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.

      —¡Pero qué madrugadora!

      —¿Madrugadora porque oigo misa á las diez?

      —Sí señor: todo lo que no sea levantarse para almorsá...

      —Pues V. hoy madrugó otro tanto.

      —Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿No va V.?

      —No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.

      —¿Y á las carreras de caballos?

      —Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido e el desfile.

      —Y entonces, ¿porqué no va á San Isidro?

      —¡A San Isidro! ¡Después de lo que nos predicó ayer mi paisano!

      —Buen caso hase V. de su paisano.

      —Y ¿creerá V. que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he visto la ermita?

      —¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá V. muchísimo; ya sabe lo que opina la Duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.

      —Y... ¿y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habló D. Gabriel? ¿Será exageración suya?

      —¡Yo qué sé! ¡Qué más da!

      —Me hace gracia... ¿Dice V. que no importa? ¿Y si luego paso un susto?

      —¡Un susto yendo conmigo!

      —¿Con V.?—y solté la risa.

      —¡Conmigo, ya se sabe! No tiene V. por qué reirse, que soy mu buen compañero.

      Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero, sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen asistentes.

      Pacheco me dejó acabar de reir, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria á primera hora, regresando á Madrid sobre las doce ó la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me evitaría! La proposición, de repente, empezó á tentarme, recordando el dicho de la Sahagún:—«Vaya V. al Santo, que aquello es muy original y muy famoso.»—Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo á Pacheco; y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí á tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una persona decente ¡en día de carreras y toros!, ¡á las diez de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...

      Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el , y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico, el tranvía; pero yo, á fin de que la cosa no tuviese el menor aspecto de informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del Caballero de Gracia. Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen é iría á recogerme á mi casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez.

      —¿Dice V. que el coche cierra en el Caballero de Gracia?

      —Sí, á la izquierda... un gran portalón...

      Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado á Pacheco; pero, ¡vaya V. á enterar á un hombre!... Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un sachet de raso que huele á iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos á pasar algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa ó mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le sucedería lo propio.

      Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí á escape, llamé con furia y me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo.—«Angela, el sombrero negro de paja con cinta escocesa... Angela, el antuca á cuadritos... las botas bronceadas...»

      Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí? Pues con las ganas de saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca.» Pero no se le coció á la chica el pan en el cuerpo, y me soltó la píldora.

      —¿La señorita almuerza en casa?

      Para desorientarla respondí:

      —Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media á una... Si á la una no vengo, almorzad vosotros... pero reservándome siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi té con leche, y mis tostadas.

      Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.

      —¿Quién ha mandado eso?

      —El señor comandante Pardo... el señorito Gabriel.

      —¿Por qué no me lo enseñabas?

      —Vino la señorita tan aprisa... Ni me dió tiempo.

      No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé á Angela que me estirase la enagua y volante, y me asomé á ver si por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero á los diez minutos desembocaba á la entrada de la calle. Entonces salí á la antesala, andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.

      —¡Qué listo anduvo el cochero!—le dije.

      —El cochero y un servidor de V., señora—contestó el gaditano, teniendo


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