Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan


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me puse á mirar cómo se acostaba el sol, todo ardoroso y sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es decir, en el Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente á la bahía viguesa. La casa también se había vuelto una lancha muy airosa que se mecía con movimiento insensible: Pacheco, sentado en la popa, oprimía contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada á su lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro, cerraba los ojos para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me abanicaba el semblante... ¡Ay madre mía, qué bien se va así!... De aquí al cielo...

      Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura que he descrito, y Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito cuidado, como á una criatura enferma, mientras me hacía aire, muy despacio, con mi propio pericón...

      No tuve tiempo de reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió el afán, la fatiga inexplicable que me entró de súbito. Era como si me tirasen del estómago y de las entrañas hacia afuera con un garfio para arrancármelas por la boca. Llevé las manos á la garganta y al pecho, y gemí:

      —¡A tierra, á tierra! ¡Que se pare el vapor... me mareo, me mareo! ¡Que me muero!... ¡Por la Virgen, á tierra!

      Cesé de ver la bahía, el mar verde y espumoso, las crespas olitas; cesé de sentir el soplo del Nordeste y el olor del alquitrán... Percibí, como entre sueños, que me levantaban en vilo y me trasladaban... ¿Estaríamos desembarcando? Entreoí frases que para mí entonces carecían de sentido.—«Probetica, sa puesto mala.—Por aquí, señorito...—Sí que hay cama y lo que se nesecite...—Mandar...»—Sin duda ya me habían depositado en tierra firme, pues noté un consuelo grandísimo, y luego una sensación inexplicable de desahogo, como si alguna manaza gigantesca rompiese un aro de hierro que me estaba comprimiendo las costillas y dificultando la respiración. Di un suspiro y abrí los ojos...

      Fué un intervalo lúcido, de esos que se tienen aun en medio del síncope ó del acceso de locura, y en que comprendí claramente todo cuanto me sucedía. No había mar, ni barco, ni tales carneros, sino turca de padre y muy señor mío: la tierra firme era el camastro de la tabernera, el aro de hierro el corsé que acababan de aflojarme; y no me quedé muerta de sonrojo allí mismo, porque no vi en el cuarto á Pacheco. Sólo la mujer morena y alta, muy afable, se deshacía en cuidados, me ofrecía toda clase de socorros...

      —No, gracias... Silencio, y estar á obscuras... Es lo único... Bien, sí, llamaré si ocurre. Ya, ya me siento mejor... Silencio y dormir; no necesito más.

      La mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiribitil la luz del sol poniente, y se marchó en puntillas. Me quedé sola: me dominaba una modorra invencible: no podía mover brazo ni pierna; sin embargo, la cabeza y el corazón se me iban sosegando por efecto de la penumbra y la soledad. Cierto que andaba otra vez á vueltas con la manía náutica, pues pensaba para mis adentros:—¡Qué bien me encuentro así... en este camarote... en esta litera!... ¡Y qué serena debe de estar la mar!... ¡Ni chispa de balance! ¡El barco no se mueve!

      Yo había oído asegurar muchas veces que si tenemos los ojos cerrados y alguna persona se pone á mirarnos fijamente, una fuerza inexplicable nos obliga á abrirlos. Digo que es verdad, y lo digo por experiencia. En medio de mi sopor empecé á sentir cierta comezón de alzar los párpados y una inquietud especial, que me indicaba la presencia de alguien en el tugurio... Entreabrí los ojos, y con gran sorpresa vi el agua del mar; pero no la verde y plomiza del Cantábrico, sino la del Mediterráneo, azul y tranquila... Las pupilas de Pacheco, como Vds. se habrán imaginado. Estaba de pié, y cuando clavé en él la mirada, se inclinó y me arregló delicadamente la falda del vestido para que me cubriese los piés.

      —¿Cómo vamos? ¿Hay ánimos para levantarse?—murmuró: es decir, sería algo por el estilo, pues no me atrevo á jurar que dijese esto. Lo que afirmo es que le tendí las dos manos con un cariñazo repentino y descomunal, porque se me había puesto en el moño que me encontraba allí abandonadita en medio de un golfo profundo, y que iba á ahogarme si no acierta á venir en mi auxilio Pacheco. El tomó las manos que yo ofrecía, las apretó muy afectuoso, me tentó los pulsos y apoyó su derecha en mis sienes y frente, ¡Cuánto bien me hacía aquella presioncita cuidadosa y firme! Como si me volviese á encajar los goznes del cerebro en su verdadero sitio, dándoles aceite para que girasen mejor. Le estreché la mano izquierda... ¡Qué pegajoso, qué majadero se vuelve uno en estas situaciones... anormales! Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una niña pequeña... ¡Quería que me tuviesen lástima!... Es sabido que á mucha gente le dan las turcas por el lado tierno. Ganas me venían de echarme á llorar, por el gusto de que me consolasen.

      Había á la cabecera de la cama una mugrienta silla de Vitoria, y el gaditano tomó asiento en ella acercando su cara á la dura almohada donde reclinaba la mía. No sé qué me fué diciendo por lo bajo: sí que eran cositas muy dulces y zalameras, y que yo seguía estrujándole la mano izquierda con fuerza convulsiva, sonriendo y entornando los párpados, porque me parecía que de nuevo bogábamos en el esquife, y las olas hacían un ¡clap! ¡clap! armonioso contra el costado. Sentí en la mejilla un soplo caliente, y luego un contacto parecido al revoloteo de una mariposa. Sonaron pasos fuertes, abrí los ojos, y vi á la mujer alta y morena, figonera, tabernera ó lo que fuese.

      —¿La traigo una tacita de té, señorita? Lo tengo mu bueno, no se piensen ustés que no... Se le pué echar unas gotas de ron, si les parece...

      —¡No, ron no!—articulé muy quejumbrosa, como si pidiese que no me mataran.

      —¡Sin ron... y calentito!—mandó Pacheco.

      La mujer salió. Cerré otra vez los ojos. Me zumbaban los sesos: ni que tuviese en ellos un enjambre de abejas. Pacheco seguía apretándome las sienes, lo cual me aliviaba mucho. También noté que me esponjaba la almohada, que me alisaba el pelo. Todo de una manera tan insensible, como si una brisa marina muy mansa me jugase con los rizos. Volvieron á oirse los pasos y el duro taconeo.

      —El té, señorito... ¿Se lo quié usté dar ó se lo doy yo?

      —Venga—exclamó el meridional.

      Le sentí revolver con la cucharilla y que me la introducía entre los labios. Al primer sorbo me fatigó el esfuerzo y dije que no con la cabeza; al segundo me incorporé de golpe, tropecé con la taza, y ¡zas! el contenido se derramó por el chaleco y pantalón de mi enfermero. El cual, con la insolencia más grande que cabe en persona humana, me preguntó:

      —¿No lo quieres ya? ¿O te pido otra tacita?

      Y yo... ¡Dios de bondad! ¡De esto sí que estoy segura! le contesté empleando el mismo tuteo y muy mansa y babosa:

      —No, no pidas más... Se hace noche... Hay que salir de aquí... Veremos si puedo levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo!

      Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y agarrada á su cuello, probé á saltar del camastro. Con el mayor recato y comedimiento, Pacheco me ayudó á abrocharme, estiró las guarniciones de mi saya de surá, me presentó el imperdible, el sombrero, el velito, el agujón, el abanico y los guantes. No se veía casi nada, y yo lo atribuía á la mezquindad del cuchitril; pero así que, sostenida por Pacheco y andando muy despacio, salí á la puerta del figón, pude convencerme de que la noche había cerrado del todo. Allá á lo lejos, detrás del muro que cercaba el campo, hormigueaba confusamente la romería, salpicada de lucecillas bailadoras, innumerables...

      La calma de la noche y el aire exterior me produjeron el efecto de una ducha de agua fría. Sentí que la cabeza se me despejaba y que así como se va la espuma por el cuello de la botella de champagne, se escapaban de mi mollera en burbujas el sol abrasador y los espíritus alcohólicos del endiablado vino compuesto. Eso sí: en lugar de meollo me parecía que me quedaba un sitio hueco, vacío, barrido con escoba... Encontrábame aniquilada, en el más completo idiotismo.

      Pacheco me guiaba sin decir oxte ni moxte. Derechos como una flecha fuimos adonde mi coche aguardaba ya. Sus dos faroles lucían á la entrada de la alameda,


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