Dulce tortura. Elena López
a este. Para ser un pueblo tan pequeño, había una buena cantidad de estudiantes, o quizá venían de otros sitios. Ya lo averiguaría luego.
Antes de bajar recorrí el estacionamiento con la mirada. A mi alrededor, chicos que sonreían, apoyados sobre sus autos; otros que caminaban apresuradamente hacia la entrada; risas aquí y allá; grupitos de amigos; chicos solitarios. Había una gran variedad.
Sonreí. Me gustaba.
—Haré un espacio para venir a recogerte —me dijo mirando su móvil. Abrí la puerta y negué con la cabeza.
—No te preocupes; puedo caminar a casa —le hice saber despreocupada, con un pie fuera del auto.
—Kairi, eres nueva en la ciudad —comenzó a sermonearme.
—Es más un pueblo, Maddy —la corregí—. Además, la casa no está lejos. No me perderé. Tranquila —añadí.
Ella torció la boca mientras me miraba y yo esperaba para escuchar la respuesta, que ya sabía que sería que sí.
—Está bien. Solo con cuidado, por favor —me pidió preocupada, como toda una hermana mayor.
—Tranquila —repetí y besé su mejilla—. Nos vemos más tarde.
Bajé y me despedí de ella, cerré la puerta y mi hermana arrancó. Di la vuelta y observé una vez más el edificio para luego caminar hacia la entrada, sintiendo las miradas de los estudiantes sobre mí.
Por ese momento, los ignoré y busqué entre aquellos pasillos —que me parecían muy largos— la puerta que dijera «Dirección» o algo parecido. Mientras caminaba, me percaté de que los pasillos comenzaban a quedar vacíos, así que apresuré mis pasos, sintiendo que nunca iba a encontrar aquella puerta. Sin embargo, pude respirar tranquila al hallarla unos metros más adelante. Entré y me encontré con una especie de recepción. Me dirigí hacia un hombre de mediana edad que se encontraba detrás de un gran escritorio con la mirada fija en el ordenador; mordisqueaba un lapicero que se oscilaba de un lado a otro entre sus regordetes dedos.
—Buenos días. Soy Kairi Baker, estudiante nueva —saludé llamando su atención.
El hombre, que por la placa que tenía en un costado de su pecho— justo encima de su bolsillo— supe que se llamaba Jarod, acomodó sus gafas y frunció el ceño para después buscar unos papeles por menos de diez segundos. Al encontrarlos, me los entregó.
—Su horario está ahí, con el número de piso y de aula —dijo señalando con su lapicero la hoja que tenía en mis manos.
—Bien, gracias —murmuré. Mi primera interacción no había sido tan mala.
Él no respondió. Abrí la puerta con la vista fija en la hoja y, sin darme cuenta, choqué contra alguien que entraba de manera rápida.
—Deberías levantar la vista cuando caminas —espetó en tono grosero.
Fruncí el ceño, molesta por sus palabras.
Levanté la vista para decirle unas cuantas palabras, pero estas quedaron atoradas en mi garganta al ver al chico que tenía frente a mí.
Era uno de esos chicos que pensabas que jamás en la vida te encontrarías en algun colegio como ese. Me quedé anonadada observándolo, ni siquiera me importó que él siguiera mirándome. Era imposible no admirarlo.
Era alto, lleno de músculos, poseía un rostro de chico duro. Era apuesto —y muchísimo—: cada facción de su perfecto rostro te incitaba a admirarlo. Su cabello era castaño y corto, y sus ojos… Sus ojos eran color miel, pero casi podían pasar por verdes. Se veían muy claros, con un brillo tan hermoso que me fue fácil perderme en ellos. Era como si, de alguna manera, hubieran hipnotizado cada parte de mi ser, y yo no había puesto mucho empeño en no permitirlo.
Experimenté una sensación extraña. Era como si, al verlo, una fuerza desconocida y fuerte dentro de él me atrajera entera. Mas no de forma física, sino diferente, como si estuviese tomando parte de mi alma o como si esta se hallara completa cuando nos mirábamos a los ojos. A su vez, sentía un miedo súbito, el cual me había tomado desprevenida. Él desprendía un aura rara. Jamás había percibido nada similar en nadie, pero en ese chico me era fácil sentir una especie de maldad y oscuridad.
—Ya que has hecho un recorrido exhaustivo de mi atractivo, puedes hacerte a un lado. Necesito entrar —largó en tono despectivo.
Parpadeé desconcertada y apreté las cejas. Sus ojos seguían fijos en mí y me dio la impresión de que me conocían.
—¿Sabes? Existe una palabra mágica que puede ayudarte cuando necesites algo de las personas —increpé de manera displicente.
—Ah, ¿sí? —inquirió burlón, cruzándose de brazos, y me resultó complicado no mirar cómo sus músculos se contraían y parecían luchar contra su camiseta para liberarse.
Tragué saliva e ignoré mis fantasías de adolescente.
—Sí, pero tal parece que tu madre no te enseñó a decir «por favor» —repliqué.
—Pues no, no lo hizo —repuso acercándose a mí—. No necesito usar «por favor» ni «gracias». Quienes saben lo que les conviene jamás me dicen que no.
Solté una risa. Sabía que me encontraría con aquel tipo de chicos. Los había en Chicago, en cada colegio por el que había pasado y, por supuesto, allí no sería la excepción.
—Con tan pocas palabras que han salido de tu boca, me bastó para darme cuenta de que eres un perfecto idiota —escupí.
Desparecí de su vista y caminé por el pasillo, que entonces se encontraba vacío. Demonios, ya se me había hecho tarde. No tenía tiempo, mucho menos para perderlo con tipos como él.
Solté un gritó cuando, de manera repentina, alguien me estampó contra uno de los casilleros que se encontraban allí. Abrí mucho los ojos por la sorpresa. El mismo chico de antes me tenía aprisionada con su cuerpo, sin darme posibilidad de escapar, con ambos brazos a cada lado de mi cabeza y con su pecho fuerte, que se presionaba ligeramente contra mí.
—¿Me has llamado idiota? —cuestionó mirándome con furia.
Tragué saliva y oculté mi nerviosismo.
—Además de idiota, sordo.
Entornó los ojos y apretó los labios. Había pensado que diría algo para ofenderme; pero, en lugar de eso, dibujó una pérfida sonrisa en sus carnosos labios.
—Kairi Baker —susurró mi nombre con suavidad—, no sabes en lo que te acabas de meter. —Su sonrisa se amplió—. Será placentero someterte en las redes de esta dulce tortura en donde acabas de caer.
CAPÍTULO 2
Él se apartó y lo vi alejarse. Caminó despreocupadamente sin dirigirme otra mirada; fui incapaz de reaccionar. Me quedé varada en medio del pasillo, con el corazón que me latía desabocado y con una sensación gélida que crepitaba por mi espalda, metiéndose hasta mi médula. Me había producido cierto temor, que me había decidido por ignorar. Había sentido sus palabras no solo como una amenaza que haría cualquier chico; él las había dicho de tal manera que de verdad me había hecho creer que estaba en serios problemas. Sin contar con el misterio de cómo sabía mi nombre, cuando ni siquiera se lo había mencionado.
Sacudí la cabeza y miré rápidamente mi horario. Tenía Química a la primera hora y odiaba esa materia.
Avancé con prisa hacia el tercer piso, obligué a mis piernas a moverse y, gracias a ello, arribé a mi aula en cuestión de minutos, y me percaté de que la puerta se encontraba cerrada.
Solté una maldición por lo bajo. Me acomodé el cabello y respiré profundamente. Luego toqué