Dulce tortura. Elena López
aquello me traería, levanté mi mano y, con toda la fuerza que pude, la estampé contra su mejilla. Debía ponerle un alto desde ese instante; si no, jamás podría quitármelo de encima. Si te dejas doblegar por cualquiera, siempre te pisotearán.
Se escuchó un gran y profundo jadeo de todos los estudiantes. Los ojos de Donovan relucieron llenos de furia; su cuerpo temblaba; su mandíbula se contraía; y sus manos se hacían puño, acción que marcaba todos los músculos de sus brazos —los que me parecían muy notorios y definidos para un simple adolescente—.
—Donovan —lo llamó uno de sus amigos en un tono de voz que tenía la intención de tranquilizarlo.
Él, por el contrario, parecía no escucharlo. Sus ojos estaban puestos sobre mí, atravesándome como filosas dagas. Debía confesar que un miedo me había inundado al ver su mirada que, de alguna manera, me había resultado aterradora. Se acercó de forma peligrosa; pero, antes de siquiera tocarme, una voz lo detuvo.
—Jóvenes, ¿qué está pasando aquí?
Ambos miramos al prefecto del colegio.
—Nada —respondimos ambos al unísono.
—Pues tal parece que están dando un espectáculo a todo el alumnado. Háganme el favor de ir a la Dirección.
Apreté los labios y maldije por lo bajo. Le dediqué una sonrisa tensa a Criss y salí sintiendo las miradas de todos puestas sobre mí nuevamente. Maldita sea, mi primer día y ya estaba metida en problemas gracias a Donovan. Y, para mi desgracia, estaba segura de que sería el primero de muchos.
CAPÍTULO 3
Salí del colegio hecha una furia. Por culpa de Donovan, me habían suspendido ese día. ¡Demonios! Lo detestaba, aunque al menos también lo habían suspendido a él. Ojalá lo hubieran expulsado permanentemente por ser un reverendo idiota.
—Puedo llevarte si quieres —exclamó esa voz burlona a mis espaldas.
Detuve abruptamente mi caminar y di la vuelta para enfrentarlo. Donovan venía caminando detrás de mí, viéndose tan atractivo. Infeliz.
—Ni en tus mejores sueños —espeté—. Y te agradecería que dejaras de dirigirme la palabra, como si tú y yo fuéramos algo. Porque, créeme, te detesto, igual que tú a mí.
Una risa seca escapó de su garganta; se acercó hasta donde estaba y me miró desde arriba. Vaya que era alto.
—¿Acaso crees que lo de la cafetería fue una broma? —Tragué saliva—. Porque no lo fue. Toda tú tiene una marca que dice: «Propiedad de Donovan Black».
—No soy un jodido mueble, idiota —repuse. ¿Quién demonios se creía?—. Y más te vale dejarme tranquila, porque no me importaría romperte la cara.
Su risa de verdad que fue fuerte esta vez. Reía como si acabara de escuchar el chiste más gracioso del mundo. La indignación llegó a mí. Yo no bromeaba. Sabía defensa personal gracias a mi padre que se encargó de enseñar a sus hijas a defenderse, como si de alguna manera él supiera que pronto no estaría con nosotras y necesitara dejarnos al menos algo que pudiese ayudarnos, además de su pequeña herencia.
—Espero ansioso el que lo hagas —rio—. Es más… —Sujetó mis manos con fuerza—. Pagaría por ver cómo estas delicadas manos me rompen la cara.
Me solté con brusquedad y di la vuelta para alejarme de él. Lo ignoraría. Eso hace enfurecer más a las personas que tratan de herirte.
—¡Hasta mañana, Kairi! —gritó a mis espaldas—. O tal vez no… —murmuró.
Me estremecí al escuchar eso último. No comprendía la razón por la cual Donovan me causaba escalofríos. Era ridículo; solo era un chico idiota con aires de grandeza al que obviamente no le habían sido enseñados buenos modales. Sin embargo, había algo en él, en la forma en que se comportaba, en cómo había lucido cuando lo había abofeteado. Era como si algo bestial fuera a salir dentro de él en cualquier momento.
Negué y reacomodé mi mochila sobre mi hombro derecho. Me coloqué mis audífonos, escucharía un poco de música mientras hacía el recorrido a casa. Menudo primer día.
Esperaba que mañana fuese mejor, aunque con Donovan a mi alrededor dudaba mucho de que pudiese serlo. Quizá podría cambiarme de colegio, pero yo no era de las personas que se acobardaban. Ya se le pasaría su maldito capricho conmigo.
Suspiré y subí el volumen, disfrutando de la caminata mañanera que me habían obligado a hacer.
Mientras caminaba por la acera, observaba a las personas, los negocios, los autos, detalles que quería aprender y así sentirme un poco más familiarizada con este lugar. Aunque jamás dejaría de extrañar Chicago, deseaba volver allá. Mas no podía ser de ese modo, así que me esforcé por ver este lugar como mi hogar y, también, sentirme parte de él.
Negué y me apresuré a llegar a casa. Arribé a ella en menos de veinte minutos, entré, arrojé la mochila contra el sillón y fui hacia la cocina por un vaso de agua. Lo serví y repentinamente mis ojos se dirigieron a la ventana. El bosque se alzaba de manera tenebrosa, viéndose aterrador, pero de alguna manera atrayente. Cientos y cientos de altos árboles lo conformaban; sus ramas frondosas tupidas de hojas, que se oscilaban con el suave viento, desprendían una sensación tranquilizadora.
«Me gustaría caminar por ahí», pensé.
Sacudí mi cabeza y subí a mi habitación. Abrí la ventana para permitir que el viento entrara y moviera las cortinas de un lado a otro. Las tomé y las aparté, recorriendo con mis ojos el espeso verde que me rodeaba. Era irreal observar tan hermosa belleza.
Me quité mis botas y me recosté sobre la cama sin quitarme los audífonos. Cerré mis ojos y el rostro de Donovan llegó involuntariamente a mi cabeza. Los abrí de golpe. No debía de estar pensando en él.
Desafortunadamente, mi cerebro tenía otros planes y seguía manteniendo su recuerdo fresco en mi memoria. Si no fuera tan idiota, probablemente estaría babeando por él.
Sonreí por las estupideces que pensaba y, minutos después, me quedé profundamente dormida.
Me senté de golpe sobre la cama, aturdida debido al sonido incesante de mi móvil. Lo tomé y tenía cinco llamadas perdidas de Maddy. Segundos después su fotografía volvió aparecer en la pantalla. Respondí y luego me dejé caer de nuevo sobre la cama con el móvil pegado a mi oído, y un leve mareo me atacó debido a la forma repentina en que desperté.
—¿Qué sucede? —pregunté con voz adormilada.
—¿Por qué no respondías? Pensé que algo pudo haberte ocurrido —cuestionó preocupada.
—Estaba dormida, lo siento.
—De acuerdo. Te llamaba para decirte que haré guardia esta noche.
Me mantuve en silencio. No me agradaba la idea de pasar sola la primera noche en aquel sitio.
—Oh… No te preocupes, estaré bien —la tranquilicé.
—¿Segura? De verdad lo lamento, Kairi, pero así es mi trabajo.
—Lo entiendo. Tranquila, Maddy.
—Bien. Cualquier cosa, llámame o llama al hospital. Tienes el número, ¿cierto?
Sonreí ante la desesperación de su voz.
—Sí, lo tengo. Controla tus nervios; no quiero que mates a alguien por cambiar algún medicamento.
Una risa ansiosa se escuchó detrás de la línea.
—Lo intentaré. Te quiero, pequeña.
—Yo también.
Terminé