El señorito Octavio. Armando Palacio Valdes
sitio poníase en pie y se lo dejaba con sonrisa afectuosa. Al mismo tiempo, podía notarse que alguna vez le daban rudos y sonoros besos en las mejillas, cosa que jamás hacían entre sí.
Cuando llegaba la época de la recolección, don Álvaro llamaba unos cuantos jornaleros para auxiliar á los criados. Por la noche, hablando de los trabajos del día siguiente, solía decir á sus hijas en tono humilde, que asustaba por lo inusitado, afectando al mismo tiempo sonrisa campechana: «Si queréis ir á divertiros un poco mañana al prado de los Molinos, ya sabéis que principian á segarlo.» Las niñas comprendían perfectamente, y al día siguiente de madrugada tomaban unos palos ligeros y lustrosos por el uso, y se pasaban el día esparciendo la hierba segada para que el sol la secase más pronto. Cuando tornaban á casa al caer de la tarde, con los cabellos en desorden y las mejillas atezadas, involuntariamente fijaban la vista en el escudo de la fachada. Los leones de piedra parecían mirarlas tristemente con sus órbitas inmóviles. Un pensamiento de indefinible y vaga melancolía rozaba suavemente las cándidas frentes de las señoritas de Estrada. Esto duraba un instante. Por lo demás, las hijas de D. Álvaro veían siempre con gusto venir el otoño, y gozaban placeres sin cuento ayudando á los jornaleros en sus tareas. El aire puro y los aromas del campo las infundían nueva vida; crecía en ellas el apetito y el sueño, y pasaban las mañanas y las tardes en perpetua carcajada, escuchando y tomando parte en las toscas chanzonetas de los criados. D. Álvaro, en esta época, disfrutaba siempre de mejor humor, y solía, mientras presenciaba, sentado sobre la hierba, los trabajos de la gente, contarles alguna anécdota chistosa de su juventud ó dar un poco de cantaleta con pesadez cómica á alguno de sus criados.
El conde de Trevia vió á Laura, como hemos dicho, á su vuelta de Francia. La casa solariega de los Estrada distaba nada más que legua y media del palacio de los condes y se hallaba asentada sobre una eminencia de la margen derecha del río Lora. Entre la casa y el palacio, aunque mucho más cerca de éste, encontrábase la pequeña villa de Vegalora. Laura tuvo amores con el conde y se casó con él en medio de un estupor que no la dejaba ver lo que pasaba en el fondo de su corazón. Apenas se acordaba ya de las sórdidas alegrías de sus padres, de la sorpresa de sus hermanas, de la violenta oposición del viejo conde, de los plácemes serviles de las vecinas, de las miradas agudas y coléricas de las muchachas de la villa, de los preparativos fastuosos de la boda, del caballo blanco en que salió de su casa para la iglesia. Todo pasaba por su mente como un sueño del cual se escapan los contornos y la luz. Sobre este sueño flotaba sólo con admirable precisión una verdad, es á saber: que si hubiera tenido el valor de no amar al conde, D. Álvaro la hubiese ahogado entre sus manos. Después de casados se fueron á Madrid, y allí estuvieron once años. Todo lo que pasó en estos años estaba clavado en la memoria de Laura.
La mesa continúa en el mismo silencio. Cada cual lleva los manjares á la boca y los traga cual si desempeñase una tarea grave y solemne. El choque de los platos y copas y los pasos del criado son los únicos ruidos que á menudo se perciben en el espacioso comedor. Puede notarse que, á más de no cruzar la palabra, las tres personas mayores que se sientan á la mesa no se dirigen siquiera una mirada; y este cuidado con tal escrupulosidad lo realizan, que á cualquiera se le ocurre que hay en él buena parte de afectación. Sólo los tres niños giran lentamente sus grandes ojos garzos, posándolos alternativamente y por breves instantes, en su padre, en su madre y en la institutriz. Algunas veces se miran entre sí y sonríen inocentemente, como deseando comunicarse sus pensamientos sencillos, pero lo aplazan para más adelante, como soldados en formación. Sin embargo, no hay duda que por debajo de la mesa se encuentra establecida una corriente comunicante en la que sus menudos pies juegan papel de martillos telegráficos. Á menudo, cuando estos martillos caen con demasiada pesadez, la fisonomía del yunque se contrae y deja escapar un ligero grito, que hace volver la cabeza y fruncir las cejas de la bella institutriz. El yunque entonces despliega su fisonomía contraída y se apresura á llevar el tenedor á la boca como si nada hubiese acaecido que mereciera llamar la atención de los presentes. La condesa frecuentemente dirige á ellos sus ojos y los envuelve en una mirada dulce y protectora ó les hace alguna rápida seña para que se limpien ó cuiden del plato, que está á punto de caer. Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.
—Me apieta la servilleta—concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz.
Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente.
La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta. Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad:
—Me apieta, mamá, me apieta.
—No es sierto—exclama la institutriz;—la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.
La voz de la institutriz, irritada en aquel momento, no dejaba de tener inflexiones dulces, aunque extrañas. Su acento era marcadamente extranjero.
—Me apieta, mamá, me apieta,—repitió á grito pelado la niña, con creciente angustia.
—Cállese usted, mimosa,—exclama el aya, cogiéndola por el brazo y sacudiéndola fuertemente.
El conde levanta la cabeza con impaciencia y cambia una rápida mirada con la institutriz.
—¡Me apieta, me apieta!...
La institutriz arranca la servilleta, baja á la niña de la silla, la arrastra hacia una habitación contigua, abre la puerta y la empuja hacia lo interior, cerrando después. Y tranquilamente vuelve hacia la mesa y se sienta.
La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros. La condesa siguió unos instantes en la misma actitud con los ojos fijos y el oído atento á aquellos gritos. Después se puso á comer tragando atropelladamente los manjares. El conde no levantó siquiera la cabeza. Con la misma seguridad y elegancia siguió comiendo silenciosamente, sin manchar siquiera sus labios finos y pálidos. La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de sí tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse. Los dientes de la condesa continuaban triturando con fuerza grandes pedazos de pan: sus manos se paseaban un poco temblorosas por la mesa tomando y soltando precipitadamente los objetos que se hallaban á su alrededor. Á menudo levantaba la cabeza y parecía concentrar todos sus sentidos en el oído derecho, que inclinaba ligeramente hacía la puerta del gabinete.
Los gritos de la niña se iban haciendo menos agudos por virtud de la fatiga, trasformándose en quejidos roncos y profundos. La puerta del aposento se agitaba á veces á impulso de los pequeños golpes que daba con sus manecitas. Poco á poco los quejidos fueron cambiándose en sollozos convulsivos, que expresaban mayor desesperación todavía. Algunos sonidos articulados empezaron á percibirse confusamente en aquel torrente de sollozos.
—Teno miedo, mamá... teno miedo.
La condesa llevó una copa de vino á los labios y dejó caer algunas gotas sobre la ropa. Sin echarlo de ver, siguió tragando pedazos de pan, abriendo y cerrando los ojos al mismo tiempo con nerviosa rapidez.
—¡Ay, mamita, por Dios! ¡Teno miedo... teno miedo!...
Se oye estrepitoso ruido en la estancia.
La condesa se había