El señorito Octavio. Armando Palacio Valdes
á Madrid, señorito... no hay más remedio... Aquí se aburre usted... necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.
—Oiga, señor cura—dijo el conde,—¿qué noticias hay del chico?
—Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por la beca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darle carrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre. Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es la tuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para la clerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs que no dejará de haber por ahí y hacer carrera...
La risa del conde le interrumpió.
—¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!
—Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil que necesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuesta decidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbial bondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa... Pero de estas cosas ya hablaremos más tarde... ¡Qué gana va usted á tener ahora de escuchar recomendaciones!
—Adelante, señor cura.
—Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otro día será.
—Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?
—Ahora no, ahora no... tiempo tenemos... ¡no faltaba otra cosa!... Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando me vaya: «Este cura de la Segada es un posma».
Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á sus metálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeron algunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreía dulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzos prodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero le desternillasen de alborozo.
Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan de llegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.
—Hágales usted entrar.
Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales, que es bien que describamos brevemente.
El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salido de su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido los caballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer de ofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombre ya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes y unos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos en la cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á su rostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villa le había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante, como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de la murmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuando llegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadas con una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, flor de malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras varias hierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz de barítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo más escondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por los estados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, de tratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico del ayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algún otro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D. Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajos más espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batalla de suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos los que no eran incompatibles por la ley y algunos también de los que lo eran. En el desempeño de estas funciones había llegado á rico, gozando al mismo tiempo del respeto y la consideración de sus convecinos. Cuando iba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos los labradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían: «Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía». D. Marcelino no veía más que esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también á alguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta, ladrón!»
En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevada estatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno de herpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados como los de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda, inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios; pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no tenía huerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndose escrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertas de sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado de la hortaliza y de la conservación de los frutales y regalándoles semillas exóticas que no se sabía dónde y cómo las adquiriera. Los propietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombro que «conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta afición agrícola, D. Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentaba casi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora, introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba las herpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, y que no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damocles suspendida sobre su cabeza.
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