El señorito Octavio. Armando Palacio Valdes
hacia la mesa, levantó la silla y se sentó. Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.
Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa.
El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente.
En este momento penetró el criado en el comedor diciendo:
—Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores.
—Que pase adelante.
III
Los amigos del conde.
—Á los pies de usted, condesa. ¿Cómo está usted, conde?
Los condes respondieron con algún embarazo al saludo de nuestro héroe, que no era otro el joven rubio que venía de Vegalora preguntando por los señores. No procedía solamente este embarazo de la escena violenta que acabamos de presenciar, sino también de que los condes no tenían el gusto de conocer al señorito Octavio. Así que mirábanle de hito en hito mientras arrastraba con sus manos enguantadas una silla y la colocaba entre los esposos. Y después de sentado aún siguieron mirándole, esperando sin duda algo que debía decir.
—Octavio Rodríguez—dijo al fin éste mirando á uno y á otro.
—¡Ah!—dijo el conde, sin dejar de contemplarle y esperando sin duda mejores explicaciones.
—He tenido el gusto—siguió el señorito—de conocer á su papá, que Dios haya, y de visitar cuando niño esta casa bastantes veces. Su papá era muy amigo del mío. Á usted no he podido conocerle, porque en la corta temporada que pasó aquí me hallaba yo fuera de Vegalora estudiando la segunda enseñanza.
—¡Ah!—volvió á exclamar el conde en tono complaciente.
—Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Lo he sentido de veras... (Breve pausa durante la cual el joven baja la vista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el junquillo que lleva en la mano.)—¿Al fin se han decidido ustedes á hacer un pequeño tour de promenade por estas lejanas tierras?
Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo.
—No por ser lejanas dejan de ser bonitas. Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora.
—¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año.
El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata. El conde le observaba atentamente de la cabeza á los pies.
—¿Y piensan ustedes pasar mucho tiempo en esta posesión?
—Quizá todo el verano: después de once años de abandono, ya comprenderá usted que no me faltarán asuntos que arreglar.
—¡Ah! Indudablemente. La verdad es que han sido ustedes crueles con nosotros, privándonos de su presencia tanto tiempo.
—Mil gracias... deje usted el sombrero. Me parece que de aquí en adelante renunciaremos á Biarritz y vendremos á gozar por los veranos de esta magnífica naturaleza.
El señorito dejó el sombrero sobre otra silla, inclinando repetidas veces la cabeza para indicar que las palabras del conde le interesaban profundamente. Y digamos ahora cómo era el señorito fuera de la cama. No es tan niño nuestro héroe como nos pareció cuando por la mañana le vimos acostado en su lecho del siglo XVII. Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de veintidós ó veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un poco retrasado en la moda respecto á Madrid, está adelantado y mucho respecto á la que ordinariamente rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas.
—Pero aquí, conde, resígnese usted á llevar la vida de la naturaleza. Las personas con quienes se puede alternar son tan escasas, que realmente se hallan reducidas á una docena á lo sumo; y aun en ellas, no encontrará usted, ni por pienso, la cultura y las maneras de la buena sociedad. Si no trae muchos libros, se me figura que se va usted á aburrir soberanamente. ¡Ah! Los libros son los que hacen posible la vida en estos rincones del mundo.
Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo.
El conde le observaba cada vez con más curiosidad.
—Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito.
—No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal. Yo lo sé bastante bien, por desgracia. Si no fuera por no disgustar á papá, me iría á vivir á Madrid, al menos durante el invierno...
—¿Su papá de usted es de este país?
—Sí, señor, y aquí ha ejercido la profesión de abogado toda la vida... D. Baltasar Rodríguez... tal vez le conozca usted...
—¡Ah! ¿es usted hijo de D. Baltasar Rodríguez?
El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios.
—Servidor de usted—dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado.
—He oído hablar bastante de su papá—prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.—Es, según tengo entendido, una persona principal en la villa y ha ejercido varias veces el cargo de alcalde, ¿no es verdad?
—Ha sido alcalde, sí, señor.
—Sí, sí, he oído hablar bastante de su papá y le he visto también algunas veces durante mi corta residencia aquí.
Cesó la conversación de pronto. El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza. Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla.
—Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo—dijo al fin.—Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince.
—¿De veras?—dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.
—Sí, señor, sí; hemos tenido una temporada fatal... Y luego como aquí se ponen los caminos tan malos... Cuando viene uno de estos temporales, es necesario encerrarse en casa, hasta que Dios quiere.
Nuevo silencio. El joven, cada vez más cortado, extiende lentamente el brazo y, tomando por la mano á la niña, que la condesa tiene reclinada sobre el regazo, la atrae con suavidad hacia sí, la mete entre sus rodillas y, besándola, la dice muy