El gorrión en el nido. José Antonio Otegui

El gorrión en el nido - José Antonio Otegui


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como quien pierde la inhibición tras los preámbulos y se deja llevar, sin más, venga lo que venga y pase lo que pase.

      —Mira, Gorri —le dijo Cari sin ningún pudor al absorto niño—. Estoy locamente enamorada de Gotzi.

      Gotzito era el hijo del maestro don Gotzón, que en realidad era don Ángel y procedía de un pueblo de Granada, pero en el pueblo le habían euskerizado el nombre, dotándolo de una fonética que más parecía un apodo que un nombre. Su hijo portaba su mismo nombre, pero para distinguirlo del padre y evitar equívocos todos le llamaban desde muy pequeño Gotzito, aunque con la manía de la familia de Paka por capar los nombres también habían capado a Gotzito y le llamaban Gotzi. Gotzi era un mozo bien parecido de los que no abundaban en el pueblo y sin pareja conocida, aunque a todas les echaba un tiento. Un bocado muy apetecible para las hermanas Cari y Edurne.

      Pasados unos días, la que apareció a animar las tardes del niño fue la tía Edurne, que no necesitó ningún preámbulo, directamente se puso a llorar y a balbucear palabras que el niño no entendía, en realidad tampoco las hubiese entendido, aunque no las hubiese balbuceado, pero tal vez por lo extraño de la situación su interés se multiplicó y los ojos casi se le salían de la órbita hasta que, algo asustado, exhibió algunos pucheros en solidaridad con su afectada tía. Edurne se sintió conmovida por la expresión doliente del niño, se sonó aparatosamente y comenzó a relatarle sus penas:

      —Verás, Gorri —dijo Edurne entre sollozos—. Estoy muy enamorada de Gotzi, lo que pasa es que mi hermana también lo está y no sé por qué me hace esto sabiendo que Gotzi y yo nos gustamos desde que éramos pequeños y que siempre le había dicho que algún día sería su marido. Ahora Cari se ha metido en medio —seguía comentando Edurne—, y Gotzi le hace más carantoñas a Cari que a mí. Nunca le perdonaré a Cari que no haya cortado con Gotzi a la primera insinuación. Yo esperaba una aliada en mi hermana y no una enemiga que se quiere llevar lo que por derecho propio es mío, porque siempre lo he tenido en mi corazón. Nunca le voy a perdonar esto a Cari —repetía una y otra vez—, para mí Cari es como si se hubiese muerto.

      El niño miraba aturdido oyendo aquella tragedia mientras mantenía algunos ligeros pucheros ante el susto que tenía por el enfado que demostraba su tía Edurne, aunque para la tía aquellos pucheros eran como si el niño dijese que menuda injusticia la de Cari, que no había derecho a que le hiciese aquello.

      La abuela era la que más tardes estaba con el niño y la que más se quejaba de la actitud de sus hijas. Molesta por su silencio y su insistencia en que no les pasaba nada, la abuela estaba segura de que sus mentes se ocupaban en algún asunto, posiblemente de pantalones, y que no dejaban de pensar en ello todo el día imaginándose escenas de amor de miel y venenos que eliminaban a quienes impedían su camino hacia la felicidad. Lo que la abuela quería es que se lo contasen, pero no soltaban palabra. Si no le contaban lo que les pasaba no podría ayudarlas y por mucho que le dijesen que era una pesada, que todo estaba bien, solo había que verlas, sin dirigirse la palabra la una a la otra, evitándose siempre que coincidían, hablando mal de su propia hermana y acusándose mutuamente de todo lo que podían acusarse.

      —Los hechos hablan por sí solos —decía la abuela a Gorri—, seguro que tú sabes algo, pillín, y no me lo quieres contar.

      Gorri callaba sonriendo porque el código deontológico de los psicólogos le impedía decirle a la abuela lo que en realidad estaba sucediendo, y también porque, aunque hubiese querido, aún no sabía hablar.

      VI

      DE CÓMO GORRI SE

      DESENGANCHÓ DEL CHUPETE

      Cuando Gorri vio amanecer sus primeros dientes, dio sus primeros pasos y dijo sus primeras palabras, la primavera había regresado, el aire estaba impregnado de aromas multicolores que llenaban todos los rincones y la vista se recreaba en la explosión de vida que ofrecía la naturaleza.

      Las hermanas de Paka y el cochecito azul de cuatro ruedas blancas eran los vehículos que empleaba Gorri para descubrir lo que había más allá del último árbol que se veía desde La Central, aquel que se encontraba junto a la carretera que llevaba a la fábrica. El camino desde su casa hasta la carretera era el cordón umbilical que unía su cuna con el resto de un mundo totalmente desconocido y lleno de incógnitas que Gorri estaba deseoso de conocer.

      A base de repetir los paseos de todas las tardes por los mismos caminos y de transcurrir por los mismos senderos, Gorri empezó a reconocer cada rincón y a gesticular de forma automática emitiendo algunos sonidos guturales cuando cruzaban por la casa del vecino nuevo y ladraba el perro o cuando iban por Kantoikoa y mugían las vacas o cuando visitaban los prados de Kukuma y balaban las ovejas o se acercaban a la iglesia y sonaba el reloj dando la hora, los cuartos o la media. Los ladridos, mugidos, balidos y campanadas eran sonidos recién descubiertos que rápidamente asimiló y archivó en su memoria en la zona del inconsciente etiquetado como «los sonidos más bellos de mi vida».

      Gorri pensó que el mundo era un lugar maravilloso donde cada día se descubrían cosas nuevas que agradaban a sus sentidos y entró sin darse cuenta en el mundo de las adicciones; que no es otra cosa que la necesidad de agradar a uno o varios de tus sentidos con dosis cada vez mayores del estímulo generador de placer. La primera adicción reconocida de la que tuvo consciencia fue su chupete. Gorri no sabía cómo, cuándo y quién puso aquel placebo sustituto del pezón materno dentro de su boca, pero fuese quien fuese le inició, posiblemente sin mala intención, en una dependencia extrema que le impedía conciliar el sueño, estar tranquilo, no tener pesadillas y sentirse feliz si no disponía del chupete llenando con su goma el interior de su boca.

      Patxi, Paka, sus hermanas y la abuela comenzaron a preocuparse por tan marcada dependencia. Si escondían el chupete, el niño estaba inquieto y no se calmaba hasta recuperarlo. Si se lo cambiaban por otro, lo sacaba de la boca con rabia y lo tiraba al suelo porque él solo quería el azul con la goma dada de sí que, al ponérselo en la boca, le tapaba los agujeros de la nariz poniendo los ojos en blanco, no se sabe si de verdadero gusto o por falta de oxígeno. Aquel talismán sagrado se convirtió en el objeto de adoración del niño y su pérdida hubiese supuesto una tragedia familiar.

      Las que también tenían una adicción muy marcada eran las hermanas Edurne y Cari, que seguían con su pelea por conquistar a Gotzi, empleando todas las armas a su alcance y una que les funcionaba muy bien a ambas era su sobrino Gorri, que se convirtió en el eslabón entre el deseado Gotzi y las tías para justificar encuentros y citas utilizándolo como carabina. Todas las tardes se peleaban por atender al niño mientras que Paka descansaba y al final de varios enredos —en los que las dos querían hacerse con el monopolio del paseo—, llegaron al acuerdo de que la abuela se ocuparía los domingos y que el resto de la semana lo harían las hermanas, alternándose un día una y al siguiente la otra, lo que les daba la libertad de moverse libremente por el pueblo con la disculpa de pasear al niño y al chupete adherido a él, en su cochecito azul de ruedas blancas.

      Gotzi estaba terminando sus estudios de contabilidad en la capital. A primera hora cogía el coche de línea en el pueblo y regresaba por el mismo medio a la hora de comer. Algunas tardes, las menos, estudiaba, y otras salía, haciéndose el distraído, para ver si coincidía con Cari o Edurne para seguir con su cortejo, como diría Edurne, o con su cacería, a ver si cobraba alguna presa, como pensaba Gotzi, consciente de que las dos hermanas eran adictas a sus hormonas. De este modo, al mismo tiempo que las hermanas alternaban niño, Gotzi alternaba hermanas.

      La primavera la sangre altera y el clima también. Daba igual que hiciese sol, hubiese tormenta, lloviese o el viento arrancase los árboles, las hermanas cogían al niño y este su chupete y salían contra viento y marea, a veces dejando intranquila a Paka, y se iban a buscar al de las hormonas en su día de turno con la disculpa de tener que sacar al niño a que tomara el aire, o el sol, o el viento, o lo que tocase ese día sin que Gorri emitiese ni una sola queja o desaprobase la decisión, estaba deseando escuchar ladrar al perro, mugir a las vacas, balar a las ovejas y tañer a las campanas.

      Gotzi y Gorri se llevaban bien, entre hombres ya se sabe. Gotzi le hacía carantoñas al niño para ganarse la confianza de la de turno mostrando su lado más tierno y cariñoso,


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