El gorrión en el nido. José Antonio Otegui
y hojas en una tarea tediosa que les llevó varios meses.
Conforme el nido crecía, varios acontecimientos vinieron a sacudir la familia de Patxi: por un lado, el padre viudo enfermó y en un proceso rápido dejó huérfanos a los hermanos. Fue un duro golpe para Patxi, acostumbrado desde pequeño a su tutela y a trabajar bajo su sombra, ahora tenía que asumir las responsabilidades de su padre en la fábrica; por otro lado, esto le suponía un importante salto cuantitativo en su salario, que ayudaría —y mucho— a sus planes con Paka. Al desaparecer el padre viudo, las hermanas ya no se vieron obligadas a seguir atendiendo la casa y decidieron consolidar en matrimonio lo que hasta entonces habían sido noviazgos. La primera fue la hermana pequeña, que se casó con un músico y se fue a vivir a unas casas nuevas en el otro extremo del pueblo. Poco después la hermana mayor siguió los pasos de la pequeña y se fue a vivir al otro lado de las montañas, con lo que La Central se quedó con solo uno de sus habitantes: Patxi, que debido a su nuevo cargo pudo seguir disfrutando de las ventajas de vivienda libre de gastos.
Esta era la situación cuando el nido quedó casi terminado. Ahora solo acudía Paka, que se encargaba de dar los remates finales, añadiendo al interior una cómoda base de algodones y plumón arrancado de la parte baja de la cola de las gallinas, no sin la queja de estas, que ya estaban un poco hartas de los tirones a los que se veían sometidas hasta verse el culo pelado.
Patxi y Paka estaban en disposición de acometer su enlace, pero antes de que se hiciese efectivo, Paka exigió algunas condiciones de habitabilidad en La Central que incluían un baño nuevo con ducha, taza, lavabo, termo y alicatado hasta el techo, muebles nuevos en el dormitorio y el comedor y remodelar totalmente la cocina, así como un enganche a la red general de la luz que no les llevase un siglo atrás cada vez que faltase agua para hacer funcionar los generadores eléctricos. Tras varias gestiones con los propietarios del inmueble, Patxi pudo darle lo que demandaba Paka y en pocos meses su nido también quedó preparado.
Donostia miraba todas las mañanas al tejadillo de la campana pequeña que está encima de la sacristía, para ver si ya había sido ocupado por las cigüeñas, pero estas se resistían a hacer uso de él, así que una tarde que se cruzó con Patxi en la plaza de pueblo le dijo:
—Patxi —llamó don Sebastián entre calada y calada—, parece que las cigüeñas no toman posesión del nido, había pensado que igual no saben que es un nido para cigüeñas y que deberíamos colocar una de reclamo.
—No sé, no sé, pero no se preocupe, don Sebastián —dijo Patxi sin demasiada convicción en la propuesta—, yo me encargo de hacer una cigüeña a tamaño natural para colocarla y que les sirva de guía.
Patxi, en el taller de mantenimiento de la fábrica, construyó una cigüeña a tamaño natural a la que, en honor a Donostia, promotor de la idea, pintó de negro y llamó Cigostia. Entre ambos la subieron al nido y la sujetaron mirando hacia poniente, que era por donde aparecían las cigüeñas.
Con La Central remodelada a gusto de todos fijaron la fecha del enlace que se celebraría en la parroquia de San Joseba, oficiado por Donostia, con banquete en la explanada enfrente de La Central y la asistencia de familiares y amigos que se encargarían de organizar el banquete. Las hermanas de Paka cocinaron una gran menestra de verdura hecha a fuego lento y ensaladas de lechuga y tomate, todo ello cogido de la huerta familiar. También prepararon embutidos del gorrino de la última matanza que incluía morcillas con tomate, txitxikis, chorizo, jamón y lomo. Guisaron pollo a la pepitoria cocinado con las gallinas a las que Paka había pelado el culo y abundante fruta fresca de los árboles de su huerto. Por el lado de Patxi, el tío soltero del puerto de mar aportó unos cuantos besugos que hizo a la brasa y la hermana que se había ido a vivir al otro lado de la montaña preparó para los postres queso de oveja, membrillo y nueces. La hermana de las casas nuevas llevó a la txaranga de su marido, que amenizaría los postres con sus bailables, y los amigos aportaron vino txakoli y patxaran de orujo sin límite.
Todo esto lo organizaron con Donostia que, tras un funeral, dos bodas y otra en ejecución, se sentía como de la familia, interviniendo en todas las decisiones:
—¿Tenéis idea de ir de viaje de novios? —preguntó un día Donostia cuando estaban con todos los preparativos.
—Habíamos pensado ir a Madrid una semana, a casa del hermano de Patxi —dijo Paka contenta por el viaje.
—Ah, Madrid. Siempre he querido ir, pero por una o por otra razón no ha sido posible. No quisiera morirme sin haber visitado Madrid, es una de mis pocas ilusiones en esta vida —dijo Donostia en tono de resignación, como si fuese un sueño que nunca iba a poder cumplir.
—¿No tiene algún familiar en Madrid donde pueda alojarse? —preguntó Paka intentando buscar una solución al sueño incumplido de Donostia.
—Más quisiera yo, hija, pero no tengo familiares ni conocidos en la capital. ¿Tú crees que el hermano de Patxi me alojaría en su casa unos días? —preguntó Donostia buscando caridad como él solo sabía.
—Patxi, Patxi —gritó Paka reclamando la presencia de su pareja. Al acercarse junto a ellos le trasladó la pregunta de Donostia.
—Por supuesto que le acogerían sin problemas —contestó Patxi—. Solo tiene que decirme cuándo quiere ir y yo hablo con ellos.
—¿Y qué os parece si voy con vosotros? Ya sabes que los buenos cristianos decimos que donde caben dos caben tres —añadió Donostia en tono benevolente.
—Bueno, no sé, quizás si… —titubeó Patxi mirando a Paka.
—Es que, claro, como nosotros… —titubeó Paka mirando a Patxi.
—Nada, pues no se hable más, estaré encantado de acompañaros —sentenció Donostia.
La noche de bodas la pasaron Patxi y Paka en un vagón de literas del tren que les llevaba a Madrid compartido con Donostia. En Madrid, el mejor dormitorio fue para Donostia. Patxi y Paka durmieron en el dormitorio de invitados, y los anfitriones, en una cama nido en el salón. El somier de la habitación de invitados era tan ruidoso que ni en la noche de bodas ni en el viaje de novios Patxi y Paka pudieron consumar, ni tampoco en el coche de literas que les llevó de vuelta al pueblo y que nuevamente compartieron con Donostia, que no les dejaba ni a sol ni a sombra.
—Es que el puto cura no nos va a dejar nunca solos —sentenció Patxi en uno de los escasos momentos de intimidad de que dispuso.
—Yo también estoy harta, menudo viaje de novios que nos está dando Donostia; que si ahora quiero ir al obispado a presentar mis respetos al obispo, que si ahora quiero ir al Cerro de los Ángeles a rezar a la Virgen, que si ahora quiero visitar la capilla del Santo —se quejó Paka gesticulando y poniendo voz de pito imitando a Donostia.
—Calla, calla, que ahí viene —le cortó Patxi al ver aparecer de nuevo al puto cura.
Tras una larga semana de viaje de novios de tres, llegaron a la estación que se encontraba a varios kilómetros del pueblo y precisaban de un medio de transporte alternativo; les esperaba «la goitibera de Mateo». Mateo hacía de taxista con su furgoneta Volkswagen, era el cartero y vendía prensa, así que por una de estas tres razones todo el pueblo le conocía y le estimaba. Bajaron del tren con su equipaje más bien ligero y lo cargaron en el maletero de la goitibera. Mateo, que siempre se había mostrado afable y dicharachero, fue el primero en darles la buena noticia con gran alegría:
—Bienvenidos, se le ha echado de menos, don Sebastián —dijo Mateo nada más verlos.
—Vengo muy cansado, Madrid no es para mí, creo que no tenía que haber ido —contestó Donostia suspirando—. Yo también os he echado mucho de menos —añadió.
—Hola, parejita. ¿Qué tal el viaje de novios? —preguntó Mateo con cierto retintín.
—Opinamos lo mismo que don Sebastián —contestó Paka contundentemente.
—Pues yo tengo excelentes noticias que daros —dijo Mateo.
—¿No irás a ser padre? —dijo Paka riéndose